viernes, 27 de junio de 2014

Al ser le gusta bailar con máscaras (2ª parte)

En mi primera disertación sobre el tema de la personalidad, entendida como roles o máscaras programados socialmente, reflexioné tan espontánea como intuitivamente; y por ello, tras releerme, me ha quedado la sensación de que mi teoría sobre cómo se proyecta el ser en las sociedades actuales no quedó suficientemente explicada.
Concluía mi reflexión (ver aquí) de la siguiente manera:

Llegados a este punto alguien podría argumentar que, precisamente, nada hay más hipócrita que actuar oculto tras una máscara. Pero, paradójicamente, la única manera que tiene el Dasein, hoy, de ser él mismo, es poniéndose una máscara anónima para poder burlar la corrección política; para tener la auténtica libertad de poder criticar a la celosa y siempre vigilante hipócrita moral imperante.

Quizás no me expresé con suficiente claridad, sobre todo porque mis argumentaciones parecían contradictorias: ¿Cómo no habría de resultar hipócrita actuar oculto tras una máscara?
Pretendí explicar, o al menos esa fue mi intención, que la naturaleza humana no perdona a los que van de frente, a quienes se muestran desnudos y vulnerables al exhibir sus ideas y creencias.
La sociedad impone unas reglas no convencionales, un protocolo de buenas maneras que en España, no sé en otros lugares, ha dado en llamarse corrección política.
La corrección política supone, de facto, una sutil pero inflexible dictadura impuesta por las masas, es decir, por los deseos más irracionales y viscerales del subconsciente colectivo.
Hoy, en España, y mucho me temo que en la generalidad de Occidente, nada hay más dictatorial que ese buenismo bienintencionado, pero en muchas ocasiones errado, obcecado en maquillar -casi sería más correcto decir negar-  la realidad y las miserias humanas.

Ir contra la corrección política es tanto como ir contra el sentir de las masas en una época o período histórico determinado; supone granjearse la animadversión, ojerizas y recelos, de los vigilantes del sentir colectivo de la colmena. La colmena no quiere héroes, sino laboriosas y silentes obreras; no desea individuos libres, sino individuos que se crean libres en tanto asuman como propia la conciencia verdadera programada por la colmena (este párrafo que destaco en cursiva es clave para entender lo que pretendo explicar).

Curiosamente, leyendo a Sloterdijk ("Crítica de la razón cínica") he encontrado una brillante observación del filósofo alemán a colación de este tema de los héroes y las máscaras.
Sostenía Sloterdijk que la época actual, más que nunca, era la del ingenioso Ulises y no tanto la del angustiado Hamlet. Tampoco los tiempos presentes, añado yo, son propicios para idealistas Quijotes, aunque sí para supervivientes sanchopancescos.

Quizás nunca hayan sido tiempos de hamlets ni de quijotes, cuando ya el sagaz Homero, en un inteligente pasaje de la Odisea, convirtió a Ulises en Nadie; de eso hace ya muchos siglos.
Cuando Ulises atacó a Polifemo se cuidó mucho de preservar su anonimato gritándole al dolorido gigante que había sido Nadie quien le había herido. Así, cuando Polifemo reclamó la venganza de los dioses, estos no pudieron por menos que burlarse del gigante cíclope cuando éste les aseguró que había sido Nadie el causante de su dolor.
De esta ingeniosa manera, renegando de sí mismo, Ulises pudo escapar de la ira de los dioses, pues Nadie, en realidad, había sido el causante del daño a Polifemo.
Sin embargo, Hamlet se obstinó en atormentarse, ebrio de su propia mismedad (permítaseme este palabro para referirme a la necesidad que tenía de autoafirmarse a sí mismo) y de la necesidad de vengar y reivindicar la memoria de su padre.
Hamlet, al preguntarse por el ser y el no ser, es decir, al guiarse por transcendens existenciales (honor, dignidad, sacrificio...) acabó autoinmolándose, mientras que Ulises, pragmático y apegado a la vida, prefirió sobrevivir y esquivar la venganza de los dioses antes que alcanzar la gloria deseando que su nombre tuviese un eco en la eternidad.

Conclusión:

Los cínicos actuales, supervivientes natos como Ulises, han comprendido esta valiosa lección de vida: saben que los héroes están condenados a morir, bien en épicas y absurdas guerras o víctimas de las iras y venganzas de los dioses.
Y los cínicos saben que allí donde no llega la venganza de los dioses no tarda en arribar, sin embargo, la envidia revanchista de los hombres.
Aquiles, el más grande de los hombres, tuvo que morir en la guerra de Troya para dar fe de su condición de héroe, pero Ulises, el ingenioso y pícaro artero que engañó a los troyanos con un caballo de madera, sobrevivió y regresó finalmente a Ítaca.
¿Fue Ulises un héroe, en la acepción más tradicional del término? ¿O Ulises podría considerarse el arquetipo de un nuevo tipo de héroe?

¿Cómo se proyecta o se entiende la heroicidad en los tiempos presentes y a partir de la modernidad?

Los héroes actuales son héroes anónimos que no desean los aplausos de las masas, menos aún exponerse a sus rencores y envidias; son individuos que solo ansían sobrevivir y poder ser ellos mismos, mal que sea ocultos tras máscaras carnavalescas. El acto heroico, hoy, consiste en poder engañar a la conciencia programada del ente colectivo; consiste en poder esquivar la ira de las masas, en gritarles a éstas que es Nadie quien las acomete, pero sin pretensiones de alcanzar gloria alguna, sino tan solo por tal de prolongar la partida de ajedrez frente a la muerte.
El ser ha aprendido, por imperativo vital, a proyectarse desde un obligado y necesario anonimato que pueda garantizar su supervivencia.
Hoy, más que nunca, Sancho, el vulgar y mundano, sobrevive al épico y grandilocuente Quijote.
No son tiempos para la épica, ni para los héroes... al menos para los héroes que no lleven máscaras.



miércoles, 11 de junio de 2014

Al ser le gusta bailar con máscaras.

Bailar no es propio de verdaderos hombres. La danza no es mas que un ritual previo al apareamiento, un protocolo obligado para poder seducir a las hembras, primero, para poder procrear después. ¿La excusa? Saciar instintivos apetitos eróticos programados genéticamente por la madre Naturaleza.
No lo digo yo, sino sesudos estudios antropológicos, sociológicos y biológicos. Conste en acta.
Vale, sí, lo de que bailar no es propio de verdaderos hombres, sí lo digo yo, pero con la boca pequeña y tan solo para provocar y despertar reacciones entre las masas que permanecen adormecidas y aleladas en nuestras decadentes sociedades occidentales.
El baile es CULTURA (en mayúsculas y en negrita como exige el rango de tan excelso palabro) en tanto su razón de ser ha sido justificada como una de las muchas formas de domesticación de las que se sirve la civilización. Dicen los franceses, o al menos decían antes de ser tan civilizados, que la noblesse oblige (nobleza obliga), pero en realidad nada obliga tanto, nos coacciona tanto diría yo, como las reglas y normas sociales diseñadas por y para preservar la civilización.
El baile se ha socializado y se ha puesto al servicio de los intereses de la hipócrita moral imperante en occidente: la moral de la corrección política. Tremenda y falsa moral.
Si un hombre desea catar hembra, hoy, deberá someterse a los convencionalismos sociales que han establecido una serie de pautas que se deberán seguir en los modernos rituales de apareamiento:

Primero, y más importante: reprimir los deseos e instintos, hasta el punto de que cuanto más visibles sean estos menos posibilidades se tendrán de acercarse a una hembra, ahora mujer emancipada, que también habrá aprendido el juego de la doble moral de negar y reprimir su sexualidad.

Segundo: hay que danzar como malditos, pavonearse y contonearse al ritmo de la música del momento. Si tus instintos más varoniles (heredados de machos ancestrales) te impiden participar en tan grotesca y artificiosa farsa, deberás embriagarte lo suficiente como para desinhibirte y participar del ritual colectivo.

Tercero: habla, habla mucho, o poco, si tienes la suerte de ser un cachas o un tío buenorro, pero habla algo para disimular tus aviesas intenciones. La suerte, a estas alturas del ritual, ya estará echada.

¿Cómo hemos llegado a estos elevados extremos de hipocresía social? ¿Tan necesario resulta reprimir y domesticar nuestros instintos más salvajes?
Pues sí, es necesario reprimir y domesticar nuestros instintos, civilizarlos en definitiva, porque la vida en sociedad requiere individuos que sean humanos, y no tanto a vitalistas hombres y mujeres de carne y hueso. El ente social necesita laboriosas abejas que sepan seguir los pasos de una estudiada coreografía que ha de ejecutarse al ritmo de melodiosas morales. Hay que seguir el ritmo de la música, sus rituales, pautas, normas y reglas, so pena de quedar fuera del juego, exiliado o marginado como un perdedor.
Pero la vida siempre se abre paso a través de los diferentes corsés y correajes morales que intentan apresarla, reprimirla y negarle su derecho a la libertad absoluta. La vida se torna astuta y artera en la medida que la conciencia enemiga (las hipócritas morales) también hilvana con maestría sus obligados engaños domesticadores. Así, la vida, otrora noble y salvaje, no tiene más remedio que ocultarse para poder seguir siendo; no tiene más remedio que utilizar máscaras para autocurarse, para poder ser libremente.
Decía el marxismo que las funciones sociales eran roles, máscaras impuestas por la sociedad para cubrir la individualidad y, de esa manera, negar o alejar al sujeto de la posibilidad de hallar la verdadera libertad o auténtica conciencia. Sostenía la crítica marxista, acertadamente en mi parecer, que las máscaras (roles sociales) estaban diseñadas o programadas por la pedagogía social para condicionar la vida de los individuos. Cierto, pero no debemos olvidar que el marxismo, en tanto pretendió desenmascarar a los poderosos que dominaban, no pudo evitar, a su vez, crear su propia máscara de verdad.
Y es que al ser le gusta bailar, sí, pero con máscaras y sin hipocresías.
Llegados a este punto alguien podría argumentar que, precisamente, nada hay más hipócrita que actuar oculto tras una máscara. Pero, paradójicamente, la única manera que tiene el Dasein, hoy, de ser él mismo, es poniéndose una máscara anónima para poder burlar la corrección política; para tener la auténtica libertad de poder criticar a la celosa y siempre vigilante hipócrita moral imperante.
Por eso los hombres de verdad prefieren el Carnaval; bailar, sí, pero con máscaras, para poder ser ellos mismos y así, sin ningún rubor, poder saltarse los aburridos rituales sociales; para poder acercarse a una hembra de carne y hueso (no una mujer) y ofrecerle directamente unirse en sacra comunión carnal, por supuesto tras previo consentimiento y sin violentarla, que una cosa es ser un hombre de verdad y otra un miserable inmoral. Moral sí, pero moral de vida y de carne y hueso.

miércoles, 4 de junio de 2014

Los poetas frente a la nada.

¿Qué hacer cuando la razón, tan terca como inmisericorde, nos sume en el más angustioso de los anonadamientos?
La filosofía existencialista ha abordado de forma muy parecida la angustia del ser humano ante la nada, o ante la posibilidad de no-ser que implica la muerte, como se prefiera. ¿Cabría la posibilidad de que tras la muerte nuestro ser perdurara de alguna forma, potencialmente, transformado en alguna suerte de energía o incluso preservando su particular consciencia?

Heidegger se refirió al Dasein como ser para la muerte. Y la desesperación del Dasein ante la nada provocaba el hundimiento; provocaba en el Dasein la angustia existencial ante la muerte.

Sartre se refirió a la náusea como la sensación que experimentamos al comprender la gratuidad de la existencia, es decir, al ser conscientes de que la vida es una constante incertidumbre en la que la muerte puede aparecer inesperadamente en cualquier momento. Albert Camus entendía la existencia como un absurdo: venimos de la nada y terminamos en la nada.

Unamuno, con la claridad del poeta, se refirió al sentimiento trágico de vivir que experimentan los hombres, e incluso los pueblos, ante la posibilidad de dejar de ser tras la muerte.

Y es que la angustia existencial, llámesele hundimiento, náusea o sentimiento trágico, no estriba tanto en el miedo a morir, que también, como en la desesperanza depresiva que nos provoca la certeza, avalada por la razón, de que al morir dejaremos de ser; dejaremos de ser conscientes de nuestro ser en-sí.
Si la existencia es un absurdo que concluye con la muerte, y si no hay esperanza de vida eterna, solo cabe la resignación, el hundimiento o náusea ante el constante quehacer que es la vida. Y eso, precisamente, es el nihilismo desesperanzador: resignación que, en tanto nos sumerge en la depresión y nos conduce a la desidia (dejación e incumplimiento de deberes y obligaciones) nos lleva a la autoinmolación vital.

Cuando el filósofo es consciente de lo absurdo que es la existencia, comprende también la inutilidad de la filosofía y, por ende, de la razón. La inteligencia, consciente del vano ejercicio que supone intentar apresar con las palabras adecuadas ese sentimiento, tan humano, que es el terror ante la muerte (la posibilidad de que tras nuestro ex-sistere solo quede la nada) se torna voluntariamente irracional y se obliga a autoengañarse.
El poeta no es más que un filósofo ebrio de irracionalidad, deseoso de mostrar con lenguajes alternativos a los de la razón esos sentimientos, tan propios de hombres de carne y hueso, que no pueden ser apresados, menos aún expresados, por la lógica más formal.
Por eso no es de extrañar que Zambrano considerara a Unamuno, tan irracional como contradictorio, más como un poeta que como un filósofo al uso.

El autoengaño del poeta

El poeta se me antoja el más falso y, al tiempo, el más auténtico de los hombres, pues solo los poetas encierran en sí mismos ese doble discurso, disfrazado de hipócrita humanidad, capaz de estar a un tiempo con Dios y con el Diablo; los malabarismos dialécticos de los poetas son capaces de satisfacer los egos de amigos y enemigos, siempre desde la concordia, pero también desde la soberbia propia de quienes se autoproclaman creadores. Disfrazan sus ofensas y desprecios a través de la bonhomía y la fina ironía, cuando no desde el descarnado sarcasmo y desde las más provocadoras transgresiones.
El poeta no cree en la razón, pero lejos de preferir callar ante lo que no se puede hablar (Wittgenstein) lo da todo de sí mismo por tal de salvarse a través de su arte; a través de creaciones que puedan redimirle de sus pecados. En realidad, sus creaciones están hechas por y para sí mismo, para alimentar su egocéntrico yo, pero el poeta se cuida mucho de asegurarnos que su arte es patrimonio de toda la humanidad, de todos y para todos. ¿El poeta es hipócrita o cínico? ¿Su engaño es premeditado o se autoengaña inconscientemente?
El poeta se sabe libre, porque es consciente de que solo la nada le espera tras la muerte; y por eso vive al límite, sin miedo ni esperanza. Y si, además, el poeta siente de forma trágica algún dolor particular, o se obliga a solidarizarse con aquellos iguales que también padecen el dolor de las injusticias sociales de una época, entonces legitimará las transgresiones más peregrinas que pudieran ocurrírsele en aras de la consecución del bien común.

Poesía que promete frente a la que destruye

Si bien es cierto que todas las creaciones artísticas o poéticas son irracionales, en tanto no aceptan con resignación la imposición nihilista de la razón, no es menos cierto que la poesía puede servir a diferentes causas y propósitos socio-políticos, además, por supuesto, de servir a los intereses egocéntricos (salvación, redención, autoafirmación...) del sufridor de turno.
A nadie le dolía España más que a Unamuno y, sin embargo, pocos espíritus atormentados como el del rector de Salamanca, estuvieron tan ensimismados e inmersos en su propio yo.
El poeta siempre proyecta su particular dolor para poder crear, primero para sí mismo,  y después para el resto de los mortales. Se hace necesaria primero una autocuración. ¡Pero qué diferentes fueron las formas de curarse a sí mismos de García Lorca y Gil de Biedma! Ambos poetas compartieron un dolor particular (homosexualidad) por sentirse no aceptados o rechazados en su tiempo. Y, sin embargo, Lorca creó poesía prometedora, de vida y de esperanza, mientras que Gil de Biedma, utilizando su poesía para exorcizar a sus más temidos demonios, no pudo evitar su propia autoinmolación. De la misma manera, hay artes plásticas y músicas que son promesas de vida (universales), mientras que otras son pura transgresión al servicio de intereses particulares (ideologías).

Frente a la nada, en definitiva, siempre podremos crear para mitigar nuestra angustia, autoafirmar nuestro yo (ser en sí) o redimirnos del pecado de existir (de nacer arrojados al mundo de forma tan gratuita como absurda) pero de la clase de persona que seamos dependerá que nuestro arte sea promesa de vida o resentimiento autodestructivo que conduzca a la autoinmolación personal y/o colectiva.