viernes, 28 de febrero de 2014

Llegar a ser uno mismo.

Explicaba en otra entrada que tanto Ortega como Heidegger fueron conscientes de la necesidad de preguntarse sobre la razón o sentido del ser.
Según Ortega, los nuevos tiempos (refiriéndose a la Modernidad) nos exigían valor y espíritu deportista para enfrascarnos en la aventura de hallar la verdad radical primaria. Se necesitaba, por tanto, una nueva generación de hombres dispuestos a tan apasionante como incierta empresa; hombres que se instaran a ser ellos mismos. Ortega consideraba la necesidad de filosofar, de hecho, como una actividad deportiva, pues la búsqueda de uno mismo (la búsqueda de nuestra razón de ser) debía llevarse a cabo con aristocrático fair play, sin importar el resultado final, pues grande es siempre el riesgo de que, probablemente, jamás encontremos las respuestas a las cuestiones más radicalmente vitales: ¿Para qué existimos? ¿Por qué somos?

Para poder responder a las grandes preguntas, las más vitales y humanas, Ortega hizo suya la frase de Píndaro llega a ser quien realmente eres, utilizándola como imperativo vital, pues la vida era el nuevo ser o realidad primaria que constituía, de hecho, el ser del hombre.
Pero ya antes Sócrates nos instó a conocernos a nosotros mismos, y más tarde San Agustín de Hipona nos aconsejó aquello de conócete, acéptate, supérate.

Sin embargo, la vida, o Dasein heideggeriano (ser en sí y ahí), se da en mutua copertenencia o coexistencia entre el yo (ser en sí) y las circunstancias (ser ahí) o entre el hombre y el mundo, como se prefiera. Por lo tanto, ya no eran válidos los planteamientos heredados del platonismo que diferenciaban dos mundos (el sensible y el inteligible). Tampoco servía ya el racionalismo cartesiano que enfatizaba tan solo la verdad indubitable del ser en sí (pienso luego existo).
No, la vida es ser en el mundo, en un único mundo real donde el individuo (Dasein), además de ser en sí mismo (consciencia) también es un ser ahí (en unas circunstancias).

Así, con el descubrimiento de la vida como ser radical primario se supera el realismo de los griegos (el ser lo era de las cosas) y el idealismo modernista o cartesiano (el ser era en sí mismo) De hecho, la vida es un existir, es decir, un ser ahí que implica la mutua interrelación del hombre con el mundo en un continuum temporal. Ser y tiempo se apropian el uno del otro.
Y será la angustia ante la nada (la muerte) lo que instará al hombre (Dasein) a dar un sentido a su ser, es decir, a buscar la razón de su existencia (ser ahí, en el mundo). Será la necesidad de positivar la muerte, en definitiva, la que instará al ser humano a llevar una existencia auténtica y con sentido (ser él mismo), pues dicha existencia tendrá fecha de caducidad. Por eso mientras vivimos tenemos que dotarnos de esencia y de sentido, tenemos que crear e intentar dejar "un eco en la eternidad"; tenemos que actuar.

La vida entendida como acción (ejecución de actos)

En palabras de Ortega, la vida no es comprensión sino acción, es un constante quehacer que nos obliga a una continua elección de trayectorias o posibilidades del ser; es una acción proyectada siempre hacia el futuro. También Heidegger desarrolla un análogo a las trayectorias orteguianas cuando nos habla de los destinos del ser.
Vienen a decir, tanto Ortega como Heidegger, que el hecho de existir supone una continua elección de entre múltiples trayectorias vitales posibles (potenciales destinos del ser). La vida siempre nos ofrece alternativas (diferentes trayectos), y dependiendo de qué alternativa escojamos en cada momento nuestro proyecto vital se desarrollará de una u otra manera. Hacemos camino al andar, y andar supone siempre escoger llegados a una encrucijada de caminos; llegados a encrucijadas vitales.
Vemos, por tanto, que el ser se manifiesta a través de la elección (Ortega) o de lo que acaece (Heidegger).

Un ejemplo para entender la acción como continua elección de posibilidades:

Imaginemos a un estudiante sentado en un aula escuchando atentamente al profesor. Antes de entrar en el aula debió realizar una elección ante varias trayectorias vitales posibles: entrar, irse a tomar un café, ir a la biblioteca...
El estudiante, como vemos, podía elegir entre varias trayectorias posibles, o entre varios destinos en potencia (en términos de Heidegger) He ahí, en ambos casos, la potencialidad del ser, siempre dándose y haciéndose a sí mismo ante las incontingencias o incertidumbres de las circunstancias.
Algún avispado, llegados a este punto, podría argumentar que el estudiante, una vez sentado en el aula, ya no realizaba más elecciones.
¡Pues no! El estudiante todavía seguía existiendo, ergo todavía seguía eligiendo entre múltiples trayectorias o destinos posibles. Por ejemplo, podía elegir seguir escuchando atentamente o garabatear en su cuaderno, o podía decidir levantarse y marcharse en cualquier momento. Pero incluso aunque su intención fuese decidir quedarse hasta el final de la clase, dicha elección ya implicaría en sí misma un continuum de sucesivas elecciones temporales para permanecer, segundo a segundo, sentado en su pupitre.
Así, vemos que el ser humano podrá llegar a ser él mismo en tanto sea libre para elegir, es decir, en tanto pueda hacer uso de su libertad de elección y pueda proyectar y construir un programa de vida. Y el programa de vida de cada individuo, como el programa o proyecto de vida en común de los diferentes colectivos humanos, será el que dé sentido a su existencia y le proporcione un para qué vivir.

jueves, 27 de febrero de 2014

Análisis crítico del Manifiesto Comunista.


Fueron muchos los intelectuales del SXIX que reconocieron las bondades del Manifiesto Comunista, sobre todo porque su aparición fue oportuna y necesaria en un contexto histórico de inmoral deshumanización; en un grave contexto social donde la generalidad de los hombres eran convertidos en medios sacrificables para conseguir los fines lucrativos de una reducida clase explotadora. La mayoría de la humanidad, “cosificada” y desprovista de su espiritualidad, estaba siendo explotada para que un reducido grupo de privilegiados sin escrúpulos pudiese medrar y enriquecerse. No tocará  en esta reflexión, sin embargo, analizar hasta qué punto esto sigue ocurriendo a fecha de hoy.
El Capitalismo salvaje, sin remordimientos y ajeno al sufrimiento de las personas, había impuesto un sistema de producción deshumanizado (insisto en el término) donde los trabajadores (clase social proletaria)  habían sido convertidos en fuerza de trabajo, explotados como si fuesen animales de granja; despojados de sus derechos y (vuelvo a insistir) despojados de su esencial dignidad humana al ser considerados, tan solo, meros objetos o cosas (cosificación).
Una vez reconocida la necesidad de la reacción proletaria frente a las inmorales tropelías del sistema capitalista, y reconocidas las bondades y buenas intenciones del Manifiesto Comunista, pasemos a señalar sus “debilidades” y falacias ideológicas. No diré falacias filosóficas porque, precisamente, en tanto el Manifiesto pecó de importantes sesgos morales, su idiosincrasia solo podría considerarse pseudofilosófica (Bertrand Russell) o calificada como pseudomoral (Ortega y Gasset).
Primer argumento falaz del Manifiesto comunista.
A quienes han reflexionado sobre la verdad, principalmente en lo concerniente a su carácter absoluto o relativo, no puede por menos que “sorprenderles” una de las principales argumentaciones del Manifiesto:
Marx y Engels, acertadamente en mi parecer, señalaron que los valores morales, y por ende la verdad, eran los valores que históricamente impusieron las clases dirigentes. Así, los padres del Manifiesto demostraron que los valores burgueses, en tanto al servicio de los intereses de un único grupo humano, eran arbitrarios. La moral, la religión y las leyes eran valores impuestos por la burguesía dominadora, ergo carecían de validez absoluta o universal. Sin embargo, una vez reconocida la arbitrariedad de los valores burgueses y, por tanto, demostrado el carácter relativo de estos, Marx y Engels no dudaron en proponer otros valores, ahora proletarios.
Vemos, por tanto, que el afán de justicia que pretendía el Manifiesto no era tal, pues al erigir a la clase proletaria como la nueva protagonista y dominante de la historia, tan solo transmutaba los valores burgueses por nuevos valores socialistas, es decir, cambiaba al dueño del cortijo, sí, pero el cortijo seguía teniendo dueño. Así, los valores socialistas volvían a pecar del mismo sesgo que los valores burgueses: servir tan solo a los intereses de una única clase social.
Y si los valores burgueses no podían aceptarse como universales, es decir, validos para la generalidad de todos los seres humanos… ¿Por qué se deberían aceptar como buenos los valores socialistas?  Nada puede ser bueno o malo, con carácter absoluto, cuando se acepta la relatividad de la verdad.
Segundo argumento falaz del Manifiesto Comunista.
Si la primera gran falacia del Manifiesto consistió en cambiar unos valores por otros, es decir, consistió en seguir relativizando la moral y la verdad, más grave aún fue la falacia mesiánica que mostró el Manifiesto en su misma esencia: El fin último de la historia sería la arribada del utópico socialismo.
Vuelvo a insistir en ello: tras reconocer la arbitrariedad o relatividad de la verdad, resulta del todo incoherente establecer una nueva y rotunda verdad, absoluta y universal: El socialismo será el fin último de la historia. ¿En qué quedamos? ¿La verdad y los valores morales son relativos o absolutos?
Conclusiones:
La historia ha demostrado la gran falacia ideológica que fue el comunismo. Sí, el Manifiesto fue una necesidad; una necesaria reacción ante un grave contexto histórico, pero desde el momento en que no estableció unos valores con aspiración de universalidad, es decir, validos para la generalidad de los seres humanos, cometió los mismos pecados y errores que sus predecesores a lo largo de la historia. El Manifiesto olvidó que existen diferentes clases de personas; olvidó que la idiosincrasia y el carácter de los seres humanos no están determinados exclusivamente por su pertenencia a una clase social.
Habrá individuos que se sientan “cómodos”, por la misma esencia de su forma de ser, en un sistema proteccionista y socialista; individuos que necesiten de un Estado intervencionista que les garantice un cierto bienestar, aunque sea a costa de perder parcelas de libertad; a costa de perder, sobre todo, libertad para poder ser y elegir libremente cómo desempeñar su vida laboral, cómo educar a sus hijos, cómo  planificar su futuro en definitiva.

Pero otros individuos preferirán, como ya dejé entrever en el último párrafo, un Estado minimizado y reducido, un gestor que permita al máximo que cada individuo pueda desarrollar su potencial de ser con total libertad.
No, no es un problema de clases sociales, insisto, sino un problema de clases de personas. Y con esta aseveración no digo que unas clases de personas sean mejores o peores que otras, sino que el sistema social que aspire a ser verdaderamente JUSTO deberá ser capaz de dar cabida a todas y cada una de las idiosincrasias individuales, es decir, deberá permitir que cada ser humano pueda llegar a ser y desarrollar su proyecto vital con completa LIBERTAD.

miércoles, 26 de febrero de 2014

Ortega y Heidegger (la razón y el sentido del ser)

Tanto Ortega como Heidegger coincidieron en que la misión más urgente y primaria de la filosofía y la metafísica debería ser preguntarse por la razón del ser (Ortega) o el sentido del ser (Heidegger)
¡Y tanto que urgente y primaria! ¡Como que es una necesidad vital inherente al ser humano desde su más tierna infancia!
Sucede, pero, que a medida que crecemos aprendemos a vivir alienos a la verdadera problemática de la esencia de nuestro ser; nos olvidamos de la muerte, destino último final e inevitable, porque nos pesa más la preocupación por pagar una hipoteca o poder llegar a final de mes. Nos olvidamos de nuestra tarea primaria y radical (buscar el sentido del ser) porque la sociedad nos obliga a no llevar una vida auténtica y también, porque, como bien señalaron ambos filósofos, el ser se nos antoja algo común y cotidiano, cosas habituales siempre presentes ante nosotros y sobre las que no cabe hacerse mayores preguntas.

Debieron llegar los antiguos (la filosofía griega) para que algunos sabios filosofaran sobre el ser de las cosas, es decir, sobre el ser fuera de sí, dependiente de quienes las aprehendían intelectivamente. Y más tiempo debió pasar para que Descartes cayera en la cuenta de que el yo, el pensamiento consciente, era un ser en sí: la primera verdad independiente e indubitable.

Pero ni a Ortega ni a Heidegger les satisfacían el realismo de los antiguos ni el idealismo cartesiano, más tarde también kantiano.
La verdad radical del ser, el sentido o la razón del ser, no se halla en las cosas (las ideas sobre las mismas), ni en la mente humana (la conciencia).
En palabras de Ortega, se hacía necesario superar la filosofía antigua y moderna para hallar la verdad radical.

El filósofo español hallaría dicha verdad radical en la vida (el yo y las circunstancias) y Heidegger en el dasein (el ser arrojado al mundo)
Ambos filósofos llegaron, por diferentes caminos pero con el mismo objetivo, al ser en sí y ahí, al ser arrojado a las circunstancias, o en el mundo.
Ortega articuló toda su filosofía raciovitalista (razón y vida) en torno a este descubrimiento y Heidegger articuló la suya a propósito del dasein (ser y tiempo).
Así, los dos filósofos superaron la filosofía de su tiempo, descubriendo al hombre como a un ser en sí y ahí (ser en el mundo) que ya podría responderse a sí mismo cuál era el sentido o la razón del ser, es decir, de la existencia. El hombre ya no era un mero ente pensante encerrado en sí mismo (ser en sí), sino que ahora era alguien arrojado al mundo, a la vida, que tenía libertad para elegir su propia trayectoria vital.
Y estar arrojado al mundo supone hacer y proyectar, pues la vida es en sí misma un constante quehacer; una constante actividad de elección de posibilidades. Lo que distingue al hombre de los demás animales es su capacidad para elegir, es decir, la capacidad para justificar moralmente cada una de sus acciones.
 

lunes, 24 de febrero de 2014

De Nietzsche a Sloterdijk


Últimamente me está subyugando la lectura de Peter Sloterdijk , no tanto por su originalidad como por su atrevimiento al reelaborar ciertas ideas nietzscheanas.
Me encanta  Sloterdijk por lo que tiene de provocador, sin duda, pero también porque en él se adivina una de las mentes más brillantes de la filosofía alemana de hoy.
No es ningún secreto mi predilección por la filosofía alemana, tan coincidente, desde Husserl hasta Heidegger, con el pensamiento de mi admirado Ortega.
Peter Sloterdijk sostiene, en líneas generales, que existe actualmente una sutil lucha entre domesticadores o criadores del ser humano; entre diferentes filosofías de vida interesadas en gestionar el mundo valiéndose de métodos de condicionamiento social; cada una de estas ideologías, desde sus respectivas visiones o concepciones de la vida, intenta gestionar el mundo a través del control y adoctrinamiento de las masas.
En su magnífica obra "El Desprecio de las Masas", Sloterdijk expone una revisión de la sempiterna lucha entre verticalidad y horizontalidad. Nos habla de dos modos de vida diferentes: la vida en la cima y la vida en el valle.
Si bien la preferencia por una de estas dos formas de vida dependerá (coincidiendo con Ortega) de la clase de persona (visión vitalista) que se sea, siempre habrá quien defienda, desde una visión marxista, que elegiremos una ideología dependiendo de la clase social a la que pertenezcamos.
¿Qué nos predispone a seguir una determinada ideología? ¿Imperativos biológicos (carácter, genética...) o condicionantes sociales?
La vida en la cima:
Correspondería con una vida orientada y determinada por la verticalidad (ascensión que implica superación).Vivir en la cima supone la aceptación de la superación y del esfuerzo para ascender desde la falda de la montaña hasta lo más alto. El hecho de ascender supone el seguimiento de un camino; supone la realización de un recorrido plagado de dificultades. Al individuo le corresponderá alcanzar el sumum, comulgar con el TODO o con Dios a través de duro sacrificio. La vida en la cima supone la aceptación de una verdad transcendente, porque solo creyendo fervientemente en una recompensa última, el individuo podrá obligarse a pasar penalidades y afrontar duros trabajos. Cada paso en la escalada supondrá alcanzar un nuevo escalafón jerárquico.
Así, la vida en la cima supondrá, en definitiva, superación, trabajo y aceptación de una inevitable jerarquía. El pueblo judío y los monoteísmos que de él derivaron (cristianismo e islamismo) se justificaron a sí mismos a través del sacrifico y la superación de difíciles circunstancias adversas.
A lo más alto de una cima debió subir Abraham para sacrificar a su propio hijo, mostrándose sumiso ante la superioridad jerárquica de Dios. Y a lo más alto de una cima también debió acceder Moisés para recibir las tablas de la ley. Pero el más grande sacrificio, consentido en aras de ascender a  lo más alto de la cima y poder alcanzar el sumum, fue el protagonizado por Jesucristo, crucificado, además, en la cima de una montaña.

La vida en el valle:
La vida en el valle es cómoda y fácil, y supone la aceptación de un principio de horizontalidad igualitario. De la misma manera que la vida de Adán y Eva fue fácil en el jardín del Edén, también fue fácil para los primeros asentamientos humanos (revolución neolítica) la vida en los fértiles valles del Tigris, del  Éufrates o del Nilo.
La vida en el valle es la más natural y libre, la más deseada por el ser humano desde que Adán y Eva fueran expulsados del Paraíso y obligados a "ganarse el pan con el sudor de sus frentes". Pero tanto las religiones monoteístas, como la propia historia, nos enseñan que dicha vida en el valle es mera utopía. Así, de la misma manera que Adán y Eva fueron engañados por el mal, los primeros asentamientos humanos, ante el inevitable crecimiento de la población, también conocieron el mal (asesinatos, robos...) y debieron establecer férreas jerarquías (reyes y faraones) para dominar y controlar los actos de pillaje y, en definitiva, para poder administrar los crecientes recursos.
Se me antoja que Dios fue un cándido socialista cuando creó el paradisiaco Edén, pero acabó convirtiéndose en liberal al descubrir la naturaleza corruptible de sus criaturas. Dios vio que no era posible una vida vegetativa en el Edén, porque su creación, el ser humano, necesita LIBERTAD para ser él mismo, para disfrutar y para sufrir, para triunfar y para fracasar, para vivir y para morir.

Según Sloterdijk, las sociedades occidentales actuales, por lo general, intentan lograr un equilibrio entre estas dos formas de vida: garantizar la igualdad entre individuos, pero sin renegar de una inevitable estructura jerárquica, pues tan contraproducente puede resultar un exceso de verticalidad como un exceso de horizontalidad. He ahí la lucha entre los diferentes gestores del mundo (criadores en el parecer del filósofo alemán) compitiendo entre sí, a través del control y manipulación de medios informativos y sistemas de enseñanza (granjas- escuela, según terminología de Sloterdijk) para imponer su forma de vida, para que la balanza se decante más hacia políticas igualadoras o jerarquizadas.

Pero ya Nietzsche, en su "Más allá del bien y del mal" nos habló de dos clases de personas o individuos: el esotérico y el exotérico.
El individuo esotérico veía las cosas de arriba hacia abajo (desde la cima), buscando profundizar en el conocimiento con esfuerzo y dedicación, mientras que el exotérico las contemplaba de abajo hacia arriba (desde el valle), buscando un "conocimiento" fácil y accesible a lo vulgar, entendida dicha vulgaridad como popular. De nuevo las ideas implícitas de verticalidad vs horizontalidad, superación vs acomodación, selecto vs popular, aristoi vs plebeyo...
Resulta inevitable ver en Sloterdijk, y en la exposición de sus formas de vida (cima vs valle) una mayor profundización de las breves pinceladas que Nietzsche diera sobre las diferentes clases de personas en su "Más allá del bien y del mal". Clases de personas (que no clases sociales) que preferirán un sistema de vida u otro dependiendo de su propia idiosincrasia apriorística, dependiendo, en definitiva, de cómo hayan sido determinados biológicamente, añado yo.

Y es llegados a este punto de la aceptación del determinismo biológico, como condicionante de la clase de persona que se es, cuando Peter Sloterdijk se atreve, tan osado como imprudente, a defender sus tesis sobre eugenesia: ¿Por qué no diseñar al hombre perfecto, al superhombre nietszcheano, a través de la acción de la ciencia genética? ¿Por qué perder el tiempo y recursos en la sempiterna lucha entre criadores o domesticadores de los seres humanos?

Personalmente, y como la mayoría, sentí un inicial rechazo hacia la propuesta eugenésica de Sloterdijk (¿una locura en la más pura línea nietszcheana o la díscola provocación de un genio?).
Sin embargo, analizándolo fríamente y desde el distanciamiento ético-moral al que nos obliga el pensar "más allá del bien y del mal", me pregunto: ¿por qué ha de ser mejor el actual sistema de granjas-escuelas, diseñado para producir ganado (individuos) adoctrinados socialmente, que un sistema que manipulara y determinara genéticamente la clase de individuos que deberíamos ser?
Quizás la propuesta eugenésica de Sloterdijk solo pretenda, a través de la provocación, señalar una innegable realidad: Somos lo que nuestros criadores desean que seamos. Quizás el atrevido filósofo alemán tan solo pretenda hacernos ver que las tan cacareadas y magnificadas voluntades populares no son tales,  sino que son los "programas" que las élites oligárquicas de criadores implantan en el ganado humano desde su nacimiento, a través de un constante engorde (manipulación y adoctrinamiento) en granjas-escuelas. O, quién sabe, quizás Sloterdijk hable en serio... porque solo los niños, los locos y los borrachos hablan en serio, además de los genios.

sábado, 22 de febrero de 2014

El sentido del Ser (comentando a Heidegger)


Sobre el ser del Ser.

La tarea básica de toda filosofía, en palabras de Ortega, es hallar la razón del Ser o, como dijera Heidegger, encontrar el sentido del Ser. Así, descubrir el ser del Ser (el porqué del Ser) es la primera y más urgente pregunta que se formula cualquier ser humano sumido en el drama de vivir, es decir, cualquier individuo angustiado ante la muerte y la posibilidad de que tras morir solo quede la nada. Para Unamuno no era tan importante el porqué como el para qué existimos. ¿Qué sentido tendría una existencia con fecha de caducidad si, tras la muerte, no hubiese certeza de vida eterna?
Si vamos a morir, ¿entonces para qué existimos? ¿Qué sentido tiene que seamos (existamos) tan solo por un pequeño período de tiempo? ¿Para qué tan corto viaje?
Yendo más allá de la mera existencia óntica (de las cosas), que nos demuestra que lo que es existe en tanto posee unas cualidades constantes y permanentes que podemos observar y aprehender con la razón y los sentidos, el ser humano (pastor del Ser) necesita saber la verdad sobre la existencia ontológica del Ser (su razón y su sentido), pues es un imperativo vital que nos insta a huir del vacío de la nada.

Reduciendo al máximo, y simplificando en aras de la claridad, podríamos decir que el ser humano no ha hallado todavía la respuesta a la pregunta más urgente y radical, ergo vital, que necesita para justificar su existencia: ¿Seguiremos siendo nosotros mismos tras morir?

Desde una perspectiva metafísica, el Ser es eterno e invariable, pues es lo antagónico a la nada. Pero recuérdese que nos estamos refiriendo al Ser ontológico, a una razón y un sentido que permanecen ad aeternum, en absoluto nos referimos al ser óntico de las cosas cuyo ser material, ya sabemos, ni se crea ni se destruye, sino que se transforma. Lo entendemos mejor desde una perspectiva teológica cuando nos preguntamos por el alma. El alma se me antoja el análogo, salvando las distancias, del referido ser del Ser, es decir, el alma es aquello que permanecería eternamente.

La teología soluciona el problema del sentido del ser heideggeriano partiendo de una verdad apriorística e incuestionable: Dios existe, ergo Dios es el ser del Ser, es decir, es el ser eterno e invariable que da sentido a la existencia, tanto de las cosas como del ser humano.

¿Pero nos bastan las revelaciones de la vía teológica para mitigar nuestra angustia existencial?

La idea de Dios es, si se me permite, un universal constante a lo largo de la historia que aparece en diferentes civilizaciones, distantes tanto en el tiempo como en el espacio. Podríamos decir que dicha idea es un legado de la tradición del logos humano (de nuestro lenguaje y de nuestra razón). Pero aferrándonos a la tradición (sin superarla) estaríamos enmascarando la auténtica verdad sobre el Ser del ser, porque apelar a Dios, o a cualquier otro principio apriorístico no demostrable, significaría seguir manteniendo oculto al ser ontológico, que debería desvelarse (no revelarse) libre de los condicionantes de la tradición (cultura, historia, religión...).

Heidegger realiza una dura crítica contra la tradición, pero más que nada porque ella ha permitido que el ser humano se acomode y deje de buscar el verdadero sentido del Ser o, en el mejor de los casos, lo busque por vías ya condicionadas previamente por el logos histórico. Heidegger insiste en que hay que desvelar el sentido del Ser, es decir, hay que esperar, expectante y atento, a su "desocultación", pero, ¿qué método utilizaríamos para ello?
La teología no se sirve de ningún método, se limita a revelarnos al ser del Ser (Dios) a través de las sagradas escrituras: no vemos a Dios, pero éste se manifiesta y tiene sentido en los actos y hechos que es la vida. Solo la fe puede hallar a Dios.

Heidegger escogerá el método fenomenológico para desvelar el sentido del Ser, pero resultará que dicho método, desarrollado por Husserl, pecaba de una importante carencia. A saber: No tenía en cuenta la variable temporal.
El Ser se manifiesta a través del fenómeno, es decir, de lo factible que se da ahí (en la existencia).
El dasein (ser en sí y ahí) se manifiesta a través de los hechos, es un constante hacerse a sí mismo, pero es un quehacer vital (Ortega) inmerso en la dimensión temporal. Y el método fenomenológico desarrollado por Husserl (maestro de Heidegger) no contemplaba la historicidad temporal del ser, pues la fenomenología reducía el Ser al hecho, a lo que se daba o sucedía fuera de sí (existencia).

Vemos, pues, que si la vía teológica (revelación del Ser) resultaba insuficiente para Heidegger en la tarea de desvelar el sentido del Ser, la vía fenomenológica (facticidad del ser) tampoco servía como método, en tanto obviaba la historia o dimensión temporal en que se da el ser.

La cuestión, y es lo que realmente debería importarnos, es que la vía teológica no nos desvela de forma originaria (libre de interpretaciones tradicionales) el sentido del Ser (el ser del Ser); tampoco nos desvela el sentido del Ser la vía científica, que limita las posibilidades de desvelar al ser en tanto se ciñe a un riguroso método de análisis científico.
Sin duda, el desvelar el sentido del Ser es un tema que atañe a la metafísica (más allá de la física), pero tampoco Heidegger logró tal objetivo, y el camino que nos mostró el filósofo alemán quedó tan solo como una propuesta, una innovadora alternativa a la teología y a la ciencia para hallar el sentido del Ser a través del cuidado y la atención del Dasein  (pastor del Ser) en el claro del bosque.
Así pues, siguen sin respuestas las preguntas más urgentes y vitales que se formula el ser humano: ¿Tiene sentido la vida y la existencia humana? ¿Hay una razón para ser y existir?

lunes, 17 de febrero de 2014

Adoctrinar a través del consenso.

El problema de consensuar, como se denomina ahora al nuevo modo para uniformar a los individuos despojándoles a estos de sus libertades y sometiéndoles al dictado gregario de la masa, es que dicho acto de consenso puede legitimarse siempre que sepa disfrazarse con los oportunos ropajes "democráticos". De hecho, la "democracia" se ha convertido en un medio universalmente aceptado como "justo" para legitimar cualquier verdad o conciencia verdadera que aspire a imponer, ideología  mediante, un programa de vida determinado.

Pero el consenso, o acuerdo entre partes, solo puede lograrse después de que una reducida élite intelectual (ideólogos) pueda convencer a la ciudadanía de las bondades de su programa de vida. Se utilizarán, entonces, técnicas sociales de condicionamiento, destinadas a moldear las voluntades de las masas; técnicas psicológicas, tales como la desensibilización sistemática y la reestructuración cognitiva, que se encargarán de transformar a los individuos, primero, para después lograr ansiados cambios sociales.

Así, quienes debieran ser ciudadanos (individuos responsables en la preservación de derechos, pero también en el cumplimiento de deberes y obligaciones) se han ido transformando en hombres-masa guiados exclusivamente por apetitos particularistas ajenos a la consecución del bien común. Y lo que debiera ser un sistema de gobierno democrático, donde participase de forma responsable la ciudadanía, se ha transformado a su vez en una oligocracia o partitocracia, el análogo al antiguo regimen absolutista donde la sociedad se dividía en clases privilegiadas (ahora políticos) vs no privilegiadas (individuos-masa).

¿Cómo han convertido a los ciudadanos en individuos-masa, en relajados animales de lujo?

PRIMERO: despojándoles de su esencia espiritual y moral, que será tanto como arrebatarles la dignidad como persona, "cosificándoles" y convirtiéndoles en un número de DNI y, por supuesto, en un voto útil para perpetuar los intereses de los privilegiados.
La desensibilización sistemática conseguirá, lenta pero progresivamente, que se deshumanice y que no sienta el dolor ajeno, consiguiendo que un nuevo atentado de ETA, por ejemplo, sea percibido asépticamente como "uno más", conseguirá que una nueva vejación a la nación sea vista como "una más", que un nuevo acto subversivo sea "uno más" de tantos. Y en la creencia de que siempre habrá "uno más", el ciudadano se relaja y se despreocupa del deber y la obligación de preservar su identidad, es decir, se despreocupa de reconocerse como individuo libre, sí, pero también se despreocupa de reconocerse como ciudadano inserto en un proyecto de vida común que es la nación o comunidad a la que pertenece por dictado de la Razón Histórica.

SEGUNDO: Pero si la desensibilización sistemática se encarga de deshumanizarlo, haciéndole perder la capacidad para empatizar con el dolor ajeno, la reestructuración cognitiva le "robotizará" según los deseos e intereses del programador de turno.
Así, el ciudadano que resida en Cataluña, por ejemplo, será "programado", mediante los condicionamientos llevados a cabo por escuelas, medios informativos e instituciones públicas, para no sentirse español. Peor aún, su voluntad será programada para no reconocer su idiosincrasia española, y sus voluntades y deseos serán "modelados" hasta que estos coincidan con los de un grupúsculo de visionarios con Poder; grupúsculo de privilegiados que tan sólo deseará la consecución de sus ilegítimas, en tanto contrarias a la razón histórica, aspiraciones secesionistas.

A través de los inmorales procesos de "deshumanización y robotización" se crean hombres-masa desde granjas-escuelas (Peter Sloterdijk) destinadas al engorde de ganado susceptible de ser manipulado y condicionado. Nada que ver con instituciones educativas orientadas a la formación de ciudadanos.
Resulta curioso que en España, desde que un grupo de intelectuales creara La Institución Libre de Enseñanza, antes de la GC, no haya existido ningún otro sistema educativo realmente respetuoso con la libertad individual (ni durante el franquismo, ni por supuesto durante la tan magnificada Transición Democrática).
¿Y ahora qué tenemos? Pues tenemos a nuestros hijos estudiando en sistemas educativos mediocres y antiexcelencia, mientras los hijos de los privilegiados (políticos) estudian en colegios elitistas. Si no me creéis preguntadles a Artur Mas o al exhonorable José Montilla.

martes, 4 de febrero de 2014

"Filosofía y Poesía", de María Zambrano


Me leí "Filosofía y Poesía" prácticamente de un tirón, y sin poder evitar experimentar cierto déjà vu. El libro de Zambrano reflexionaba sobre el origen común (en Grecia) de la filosofía y de la poesía; y hacía hincapié en el posterior distanciamiento entre ambas a partir del planteamiento platónico que diferenciaba dos realidades: la inteligible y la sensible o, como decía Zambrano, "el pensamiento y la poesía". Así, a partir de la filosofía platónica, se desarrolló en Occidente toda una línea filosófica, siempre con pretensión transcendente, que buscaba verdades universales, absolutas e inmutables, valiéndose de la Razón como única vía válida para hallar dichas verdades.
Zambrano apostará por la reconciliación entre razón y sentimiento, entre pensamiento y poesía, argumentando que la vida, la realidad y el ser humano, necesita de ambos.

La originalidad de Zambrano, desde luego, radica en su empeño por reivindicar la poesía como una vía necesaria y complementaria de la razón para poder aprehender la realidad; para afrontarla y salvar al ser humano de su angustia vital.
Pero hasta ahí llega la "originalidad" de Zambrano, pues ese loable intento por armonizar o fusionar racionalidad e irracionalidad, idealismo y vitalismo, fue, de hecho, el proyecto primigenio de Ortega y Gasset (su maestro) y el de la Escuela de Madrid.
Tras haber leído a Ortega y a Zubiri, sobre todo, la propuesta de Zambrano resulta en exceso "familiar". Zambrano desarrolla una propuesta filosófica que tiene la misma finalidad que la de sus colegas, en mi opinión más aventajados: reconciliar razón y sentido, es decir, hermanar el pensamiento más racional con la poesía más irracional.
Recordemos que Ortega, alma máter de la Escuela de Madrid, bebió tanto de las fuentes filosóficas del idealismo kantiano como del vitalismo nietzscheano. Creyó Ortega que ambas propuestas filosóficas, idealista vs vitalista, no explicaban ni abordaban "per se" la realidad del ser y toda su complejidad. Así, desarrolló la propuesta de su filosofía raciovitalista o de la razón vital.
Ortega, como Heidegger, llegó a la conclusión de que la verdad del ser, la razón y sentido del mismo, no podía reducirse a un mero juicio de valores (filosofía clásica) ni podía tan solo "crearse" a través del pensamiento humano (Kant). Ambos filósofos, el español y el alemán, llegaron a la conclusión de que para poder abordar y explicar la verdad radical (la vida) era necesario considerar también aspectos irracionales (vitales) inherentes a la misma.
Zubiri con su inteligencia sentiente llegó más lejos y consideró al conocimiento sensible, y a los sentimientos, emociones y voliciones que conformaban al mismo, como una vía más, también racional, para hallar la verdad.
Argumentó Zubiri que cuando el ser humano aprehende la realidad, es decir, cuando hace suya la realidad que le rodea, no solo la asimila, procesa e interpreta a través del pensamiento, sino también a través de sus sentimientos, emociones y deseos. La aprehensión de la realidad constituiría un acto racional donde es imposible disociar pensamiento y sentimiento. Tan racionales serán las vías de la ciencia como las vías místicas y religiosas para hallar el conocimiento, pues todas las vías son producto de la razón humana. ¿Por qué llamar a unas racionales y a otras irracionales?

Ortega, en "¿Qué es Filosofía?" lo expresa muy claro: el hombre tiene una necesidad, urgente y vital, por comprender al ser, descubrir su razón o sentido (Heidegger), pero la ciencia, junto con su método de evaluación y medición de la realidad, no permite responder las preguntas que, precisamente, más angustian y preocupan al ser humano: ¿Quiénes somos? ¿Qué fin tiene la vida humana?
Al final y como dijera Camus, la filosofía es una huida del suicidio (parafraseo), una necesidad vital, añado yo, para afrontar la angustia existencial, el sentimiento trágico de vivir (Unamuno) o el drama de vivir (Ortega), como prefiramos llamarlo. La filosofía es, en definitiva, una búsqueda de esperanza frente al nihilismo existencial, frente a la angustia que nos provoca la Nada.
La razón nos abre vías para afrontar la existencia, para superar circunstancias vitales adversas, pero dichas vías no son exclusivamente científicas, como se empeñan en defender los materialistas más recalcitrantes, sino también místicas y/o religiosas, sentientes (como diría Zubiri) o poéticas en el parecer de Zambrano. Todas las vías son racionales en tanto que productos de la razón humana.
Cuando aceptamos que la vida (el dasein en el mundo o el yo en sus circunstancias) es la verdad radical podemos permitirnos crear alternativas humanas, demasiado humanas, y, como diría Unamuno, propias de "hombres de carne y hueso", para salvarnos de la angustia de ser:

- Razón Vital (Ortega y Gasset).
- Inteligencia Sentiente (Xavier Zubiri).
- Inteligencia Poética (María Zambrano).

Pero el ser humano, por más que pueda crear vías alternativas para escapar de la angustia existencial, no puede evitar preguntarse: ¿Hago trampas y me estoy engañando a mí mismo?
La duda, la eterna duda, no dejará de corroer a aquellos espíritus más atormentados que todavía no han decidido qué creer; los que, precisamente, sospechan que toda verdad esconde una gran mentira, necesaria, sin embargo, para mitigar el sentimiento trágico de vivir.
Unamuno fue uno de esos espíritus atormentados que quería y deseaba creer en la salvación del hombre; que ansiaba la inmortalidad del ser, único e irrepetible, que era su yo individual, pero no estaba convencido de que, tras su muerte, se cumpliesen sus anhelos.
Por esta misma condición trágica del ser unamuniano, y en el parecer de Zambrano, el maestro de Salamanca fue un poeta, más que un filósofo al uso.
Y es que, según Zambrano, mientras el filósofo se aferra a una verdad o a un sistema que pueda racionalizar su existencia, de la misma manera que el creyente se aferra a su religión y a su Dios, al poeta atormentado, que duda de filosofías y religiones, solo le queda asirse a la vida, a lo único que de verdad tiene y que sabe, además, que solo tendrá por tiempo limitado.
Cuando ni la filosofía ni la religión mitigan el sentimiento trágico de vivir, solo queda la poesía; la creación desesperada que se convierte ora en llanto lastimero ora en alegría desbordante.
Zambrano sintió una gran admiración por Unamuno, a quien consideró un poeta por encima de todo. De hecho, en el libro "Unamuno", que constituye en sí mismo todo un homenaje al filósofo vasco, Zambrano reflexiona sobre "El Cristo de Velázquez", la gran obra poética de Unamuno en su parecer. Y en dicho libro nos señala y evidencia cómo la generalidad de la obra de Unamuno está impregnada de poesía, seguramente de aquella "poesía prometedora" que era tan del gusto de José Antonio, quien, por cierto, también era un gran admirador de Unamuno.
Pero no toca ahora comentar "Unamuno", el libro de María Zambrano, aunque, ya que el desarrollo de mi reflexión me ha llevado hasta este punto, sí debería ser propio de un español de bien reconocer la grandeza y la existencia pretérita de aquel período harto fecundo del pensamiento español, como diría Ortega, que se desarrolló durante el primer tercio del SXX: La Escuela de Madrid, con Ortega, Morente, Zambrano, Julián Marías, Zubiri....

"Vida de Don Quijote y Sancho", de Unamuno


No es ningún secreto que mi libro preferido del maestro Unamuno, de Don Miguel, como gustaba llamarle Zambrano, es "Del Sentimiento Trágico de la Vida", un libro que recomiendo siempre que puedo, tanto a conocidos reales como virtuales. Por este motivo, me sentí profundamente henchido de orgullo cuando me enteré de que Ramiro de Maeztu, más osado que yo, llegó a decir que "Del Sentimiento Trágico de la Vida" era el mejor libro del mundo escrito por un español. En este libro, seguramente, y entre otras muchas brillantes reflexiones, halló Maeztu la siguiente:

"Ni a un hombre, ni a un pueblo - que es, en cierto sentido, un hombre también - se le puede exigir un cambio que rompa la unidad  y la continuidad de su persona. Se le puede cambiar mucho, hasta por completo casi; pero dentro de continuidad."

"Vida de Don Quijote y Sancho" es, sin embargo, la obra cumbre de Unamuno en el parecer de otros muchos críticos y pensadores, aunque la mayoría de ellos coinciden en señalar que ambos libros (éste y "Del Sentimiento") representan lo mejor del pensador vasco.
El mismo Unamuno, y como queda constancia en el libro, escribió "Vida de Don Quijote y Sancho" tras sentir la necesidad de redimirse de una de sus tantas proclamas grandilocuentes en la que, ebrio de provocación, exclamó: "¡Muera Don Quijote!, ¡viva Alonso Quijano el bueno!" .
Así era Don Miguel, un eterno ser contradictorio, que tan pronto veía en la obra más universal de la literatura española todo un compendio de los males que aquejaban a España, como se obligaba, arrepentido, a ensalzar el Quijote como la única guía espiritual necesaria para salvar al pueblo español.
No voy ahora a reflexionar sobre la intencionalidad de la provocadora proclama de Unamuno, en la que muchos han visto una crítica hacia un Estado quijotesco, ebrio de épica, y una reivindicación del pueblo, bueno e inocente, a través de la figura de Alonso Quijano, el ser humano de carne y hueso.
El propio Unamuno llegó a decir de sí mismo: No, no soy fascista ni bolchevique; soy un solitario, lo cual justificaba, en cierto modo, su exacerbada libertad individual para poder permitirse ser y decir lo que quisiera, cuando quisiera y sobre lo que quisiera. ¿Solía contradecirse? Pues no pasaba nada, porque contradecirse, según Don Miguel, y para la exasperación de muchos, era lo humano.

Sí quiero señalar, pero, la manera tan peculiar en que Unamuno se retracta de su ataque a la figura del Quijote: se atreve, ni más ni menos, que a reescribirlo desde su subjetivo punto de vista; osa incluso interpretar la intencionalidad del propio Cervantes, criticándole a éste que no supiera plasmar en su propia obra aquello que él mismo veía con claridad meridiana pero que el universal manco de Lepanto fue incapaz de transmitir.
¡Genial! Bien dijo también Unamuno sobre sí mismo que "el no era objetivo, pues, en tanto que sujeto, era subjetivo".
Y eso es, precisamente, "Vida de Don Quijote y Sancho", un maravilloso ensayo subjetivo que, a medida que se lee, deja al descubierto la desnuda personalidad y el yo atormentado de Unamuno. Todo el libro es en sí mismo una confesión del ser de Unamuno, una autobiografía del díscolo rector de Salamanca; un robo descarado, si se prefiere, a la autoría de Cervantes, del cual tan pronto loa su maestría como afea su no saber hacer.
Unamuno se dedica en definitiva, capítulo a capítulo, a diseccionar y revelarnos la psicología de Don Quijote, personaje que representa el sueño de Gloria del insignificante Alonso Quijano, y la de Sancho Panza, el fiel reflejo del individuo sensato apegado a la tierra. Encontramos, una vez más, el antagonismo "forma vs materia", idea vs vida, temas recurrentes en la obra del maestro. Pero también, de nuevo, la eterna contradicción unamuniana, pues después de criticar a Sancho, tildándole de mente alcornoqueña, de veleta sin criterio propio; de arribista y oportunista, y después de echarle en cara otras tantas lindezas, Unamuno acabará por reconocerle la bondad intrínseca de su proceder; el proceder del pueblo inocente e inconsciente que se preocupa, tan solo, por vivir el día a día.
En realidad, tanto Alonso Quijano como Sancho Panza son pueblo; dos maneras o modos de ser pueblo; dos maneras de vivir o de entender la vida: la del pueblo que se exige grandes ideales y sueña con la gloria y con destinos universales y la del pueblo resignado, religado vitalmente a una constante lucha por subsistir.
Unamuno ensalzará al pueblo representado por Alonso Quijano; al pueblo que se obliga a ser y a transcender a través de bellos ideales; al pueblo dispuesto a participar en la Sta cruzada de hallar el sagrado sepulcro de Don Quijote, es decir, al pueblo soñador dispuesto a rechazar la pedagogía social de los hipócritas y falsos bachilleres y barberos, guardianes de la cordura, para resucitar al perfecto caballero, noble y esforzado, que pueda salvar a España.
Así, Unamuno elogiará al bueno de Alonso Quijano, noble espíritu que se obliga a servir bellos ideales, sin egoísmo y sin afán de lucro, mientras despreciará, en un primer momento, el proceder que él denominará sanchopancesco, el de los barrigas agradecidas y serviles, materialistas, interesados y oportunistas.

Pero finalmente, a lo largo de brillantes disertaciones, Unamuno entenderá que en España, nuestra bendita España, no caben Quijotes, héroes que, a la postre, serán ridiculizados y estigmatizados, primero, para ser posteriormente despreciados y vilipendiados; entenderá que no hay lugar para la épica ni para la búsqueda de grandilocuentes glorias; comprenderá, como Alonso Quijano en su lecho de muerte, que no merece la pena ser Quijote en nuestra dolorosa España.
Y así, finalmente, Unamuno le recomendará al bueno de Alonso que se convierta en humilde pastor, que se case con Aldonza Lorenzo, la mujer de carne y hueso, y que se olvide de la ficticia Dulcinea. Le aconsejará, en definitiva, que se torne sanchopancesco para poder vivir en tierras españolas que no entienden de Glorias ni de destinos universales.
De nuevo la exposición del drama de "vivir sin vivir en nosotros mismos" (tan propio de la mística española). La eterna duda por decidir quiénes queremos ser; la lucha entre el ideal utópico y el pragmatismo resignado; el fiel reflejo del contradictorio pensamiento unamuniano, en ocasiones tan sachopancesco que era elogiado por las izquierdas, y en otras ocasiones tan desmesuradamente patriótico que era tomado como referencia por las derechas.
Yo creo, y es opinión personal, que el pensamiento contradictorio de Unamuno, poeta más que filósofo, agnóstico antes que ateo, soñador y pragmático a un tiempo, era y es el único posible en nuestra invertebrada España llena de particularismos; solo la contradicción cabe en quienes reconocemos en  España la necesidad de soñar con proyectos comunes que nos permitan encontrar el vertebrador Sepulcro de Don Quijote, pero, al tiempo, también gustamos del apego a la tierra, a lo sencillo y mundano. Solo cabe la contradicción cuando un pueblo no sabe hallar la conciliación. Y es que somos un pueblo que no ha sabido conciliar la épica con la alegría de vivir. Somos un pueblo que no ha sabido tomar a España como la cosa seria e importante que es, desde una seriedad jocosa que pueda ver en la vida poesía prometedora y constructiva, pero también alegre y faldicorta.
Al último Quijote, último héroe español que pretendió tal reconciliación, lo crucificaron ante la cobardía de muchos, la indiferencia de otros y la inmoralidad de todos. Se llamaba José Antonio Primo de Rivera. Y todavía hoy, su egregia figura sigue siendo motivo de burlas, cuando no de desprecio, por parte de quienes se arrogaron para sí mismos el calificativo de "justos".
¡Mejor seamos todos pastores! Los españoles no damos pa más...