martes, 29 de abril de 2014

Unamuno: Dios y patria.

Si en España ha habido un escritor polémico y visceral, pero sobre todo un atormentado hombre de carne y hueso, ése ha sido Miguel de Unamuno.
Unamuno, que se confesó español por los cuatro costados, sin renegar jamás de sus orígenes vascos, pudo haber sido un gran filósofo, quizás incluso de mayor prestigio que el "creativo" Ortega o el disciplinado y laborioso Zubiri. Pero Unamuno no pudo dedicarse a hacer filosofía con mayúsculas; filosofía académica de la que tanto gustan los barberos, curas y bachilleres de las Españas, porque 
a Unamuno solo le interesaba, como el buen Quijote que era, los transcendens de la existencia: alma, espíritu, Dios, consciencia subjetiva, patria...
Y Unamuno se interesó por lo etéreo del ex-sistere porque le dolía la vida, el alma entera y todo su subjetivo y particular yo, no porque creyese en la perversa trampa moral de querer el conocimiento por el conocimiento. Desde luego no fueron hombres de carne y hueso quienes endiosaron y encumbraron la Razón a expensas de la vida, ni quienes decidieron refugiarse en virtuales mundos ideales antes que afrontar las adversidades de las circunstancias terrenales. No, esos ya no eran hombres, sino humanos; humanos civilizados y domesticados que nada querían saber del dolor ni de los sinsabores de la existencia.
Pero allí estuvo Unamuno, pluma en ristre, para demostrar al mundo, pero sobre todo a los timoratos españoles empeñados en renegar de sí mismos, que sin dolor no hay ser; allí estuvo obcecado en la difícil y noble tarea de ofrecerse en sacrificio a todos sus lectores; ofreciéndose a sí mismo y a su inseparable y sanchopancesco dolor, fiel compañero de fatigas. 

¿Pero qué le dolía al iracundo y siempre irascible Unamuno? ¿Le dolía Dios? ¿Le dolía España?
Quizás le dolía TODO, es decir, le dolía la vida misma; ese sentimiento trágico que, en sus propias palabras, se generaba en los hombres por el hecho de ser estos conscientes de lo efímero de la existencia; conscientes de su condición de mortales.
A Unamuno se le podría echar en cara que nunca fuese un auténtico y ferviente defensor de causa alguna que no fuese la suya propia: la de su propio yo.
¿Era creyente Unamuno? ¿Acaso fue un verdadero patriota?
Cuando a Unamuno le dolía Dios era porque, realmente, se veía incapaz de creer ciegamente en él y en su promesa de vida eterna. Cuando le dolía España era también, precisamente, porque sabía que el otrora sugestivo proyecto de vida en común no era más que una amalgama de particularismos enfrentados entre sí que difícilmente podrían aspirar a un destino universal.
Mucho se ha debatido sobre la “religiosidad” de Unamuno, sobre si fue o no un verdadero creyente, pero poco se ha cuestionado su “supuesto” patriotismo, en ocasiones magnificado con grandes dosis de épica grandilocuente. Conocidas fueron sus llamadas a salvar la juventud española o el lastimero dolor que manifestaba sentir por España, pero ¿de verdad fue tan patriota?
Yo creo, personalmente, que Unamuno ni fue un ferviente creyente ni, por tanto, pudo llegar a ser un verdadero patriota. Me explico:
¿De verdad podía sentir dolor por algo alieno a sí mismo quien estuvo tan egocéntricamente centrado, inmerso y preocupado, en la subjetividad de un atormentado yo que, por encima de todo y sobre todo, ansiaba la inmortalidad?
Sospecho que a Unamuno, como al buen depresivo que sin duda era, le dolía todo de puro nihilista que se sabía; por ser un hombre atormentado ante la idea de que la NADA fuese la única respuesta a su anhelo de tener garantizada la perdurabilidad de su ser. Ni el positivismo científico, pero tampoco la filosofía ni la teología podían mitigar su "trágico sentimiento de vivir". Por eso Unamuno creó nivolas; por eso fue más poeta que filósofo.

El dolor de Dios: sin embargo, y a pesar de lo anteriormente expuesto, Unamuno necesitaba creer en Dios, aunque en su fuero más interno fuese consciente de tan vano y pueril sentimentalismo.
Pero Unamuno no necesitaba al aséptico Dios arquitecto (ente supremum) al que recurrieron los ilustrados por tal de explicar la génesis del universo, de la vida en definitiva. ¿Para qué le podía servir a él el deísmo de aquellos personajillos racionales empeñados en igualar Dios y Naturaleza? ¿Acaso el Dios relojero y arquitecto del universo podía garantizarle la vida después de la muerte? No, claro que no. ¿Y el Dios cristiano, resucitador de muertos y garante de vida eterna, le serviría?
Tampoco, porque ¿qué es eso que se dice en las Sagradas Escrituras de que en la nueva vida, tras la resurrección, alcanzaremos la perfección del alma, sin cuerpos corruptos, sin penas ni sufrimientoss? ¿Acaso esa nueva vida postmorten significaría una desaparición de la memoria consciente, del yo único y particular de cada individuo?
En realidad, Unamuno hizo suya la máxima de Spinoza: "Lo propio y característico del ser es perdurar en el tiempo" (parafraseo). Y fue a través de Spinoza que Unamuno comprendió y sintió qué era el dolor de Dios (ver "Del Sentimiento Trágico de la Vida"). 
Savater, para demostrar el ateísmo de Unamuno, esgrimió, precisamente, el argumento del miedo a la muerte que tenía el maestro de Salamanca; miedo a dejar de ser él mismo, de perder su consciencia y la memoria de su singular y subjetivo yo. El buen cristiano, argumentaba Savater, no temería a la muerte, pues la aceptaría en la creencia de que era el paso a una vida eterna junto al creador. Entonces, añado yo, no existe ningún buen cristiano, ya que, el que más y el que menos, tiene miedo a la nada, a dejar de ser, a morir... ¿Diréis que no?
Y es que ser cristiano, y es opinión personal del que suscribe, significa, en el fondo, ser un poeta, un amante de la poesía y un estúpido afectivo dispuesto, cual Solón, a llorar por las pérdidas más queridas, aunque de nada sirvan los plañideros llantos. De hecho, el propio Unamuno consideraba la filosofía como una suerte de poesía, porque solo la poesía puede ser promesa de vida, en tanto que solo la poesía consigue romper las barreras del rígido y frío racionalismo nihilista. También dijo un gran hombre, asesinado precisamente por ser el mejor de entre sus iguales: "Es necesario anteponer la poesía que promete frente a la que destruye". Y es que la poesía mal entendida y peor utilizada puede ser un arma letal en manos de negadores de la vida y de la misma esencia del hombre.
Creo, por tanto, que, en tanto que autoproclamado poeta, no podemos considerar a Unamuno como un ateo al uso; no, al menos como uno de esos ateos rebeldes, amantes del materialismo cientifista, siempre obcecados en matar dioses etéreos y celestiales para mejor legitimar y adorar a sus dioses hechos de barro y podredumbre racional.
Unamuno, por tanto, y he aquí mi conclusión al respecto, fue un poeta agnóstico, un ser espiritual sumido en la angustia existencial y enfrentado a sí mismo en eternas contradicciones que jamás pudo conciliar hasta el día de su muerte.

El dolor de España: más conocida en nuestra eterna España invertebrada es la queja reiterada que solía manifestar Unamuno respecto a la preocupación que sentía por su madre patria, por la difícil situación que atravesaba España en los albores del 36 y que habría de desembocar en una cruenta y fratricida guerra civil.
Unamuno no fue un particularista ni estaba de acuerdo con las reivindicaciones de los nacionalistas periféricos. De hecho, consideraba absurdo que los eternos descontentos siguieran prefiriendo "la espingarda al máuser" (ver aquí). Unamuno se sentía orgulloso de ser vasco y español, liberal y republicano, pero en absoluto era un tontiloco, como él bautizara a Arana y Macià.
¿Pero fue también un ferviente patriota?
En su "Del sentimiento trágico de la vida" Unamuno dejó escrito:

"Ni a un hombre, ni a un pueblo- que es, en cierto sentido, un hombre también- se le puede exigir un cambio que rompa la unidad y la continuidad de su persona. Se le puede cambiar mucho, hasta por completo casi; pero dentro de continuidad.

Sin duda, Unamuno defendió la unidad de España, pero respetando su pluralidad y haciendo hincapié en lo que de común tenían todos sus pueblos. También, en momentos graves en los que el nacionalismo periférico se mostró más beligerante, Unamuno instó a salvar la juventud española; salvarla de los tontilocos, sí, pero también de los poetas de la destrucción que negaban el legado histórico-cultural y religioso de España. Sí, porque Unamuno quizás no fuese un ferviente creyente, ni tampoco un patriota con la gallardía y el brío del joven José Antonio, pero sí era un intelectual respetuoso con la tradición; era un poeta que necesitaba de poesía prometedora, necesitaba poesía de vida, poesía de carne y hueso, en definitiva, que pudiera dar a los hombres esperanzas alejándoles del nihilismo existencial.
Unamuno pudo parecerle muy cercano al gran patriota que fue José Antonio (ver aquí encuentro entre ambos), pero el dolor que Unamuno sentía por España era el dolor del poeta, no el del guerrero dispuesto a dar su vida por causa alguna. ¿Cómo habría de estar dispuesto Unamuno a dar su vida por España sin la certeza de vida tras la muerte? ¿Qué sentido podía tener defender ninguna causa sin Dios? Dijo Unamuno, y dijo bien, que los hombres se tornaron cobardes al dejar de creer en Dios, y que disfrazaron la cobardía ante el miedo a la nada, a la muerte del ser, con la palabra pacifismo.

Conclusiones:
Los dolores de Unamuno respecto a Dios y a España pudieron ser reales; pero sin que de ellos pueda concluirse que Unamuno fuese verdadero creyente o patriota, ya que "sus dolores" eran provocados por un querer y no poder creer.
Por otro lado, la personalidad en exceso narcisista de Unamuno necesitaba del conflicto y la disputa («¡Y Dios no tepaz y sí gloria!) porque Unamuno se crecía en las lides dialécticas, seguro de su superioridad moral e intelectual; y nunca, en el fondo de su atormentado ser, deseó hallar la paz, pues creía, de hecho, que la existencia consistía precisamente en una pugna constante en busca de Glorias imposibles.
Los seres eternamente en pugna consigo mismo, sumidos en la angustia vital, no pueden comprometerse con nada ni con nadie salvo con ellos mismos; podrán polemizar y contradecirse mientras juegan en la comedia de la vida, ora como creativos dioses literatos ora como fervientes patriotas, pero no podrán creer de verdad, no, al menos, como los fervientes dogmáticos o los espíritus más inocentes y puros.
Dijo Albert Camus que la filosofía era la manera de vencer al suicidio, y seguramente por ese motivo, y no otro, Unamuno filosofó e hizo poesía, para escapar de las garras de Thanatos y aferrarse con uñas y dientes, a través de su obra, a la vida.

jueves, 24 de abril de 2014

Democracia: una gran farsa.

En una reflexión anterior (ver aquí) expliqué la imposibilidad de vertebrar sociedades a través de verdaderos Estados democráticos. No se trata tanto de que las élites no deseen la democracia, que también, como del hecho de que las diferentes oligarquías sean conscientes de que resulta del todo utópico llevar una radical democracia (auténtica) a la praxis de la realidad.

¿Qué deberían hacer, entonces, quienes son conscientes de tan trágica y amarga verdad? ¿Nos confiesan que la democracia es un ideal imposible, y se arriesgan a que las masas enfurecidas vuelvan a colocar guillotinas en las plazas de los pueblos? ¿O nos engañan como a los niños consentidos y egocéntricos que somos?

Pues nos engañan como a niños, por supuesto. Pero ¿Cómo nos engañan?
El cómo nos engañen dependerá de la clase de político que pretenda vendernos la necesidad de creer en la consecución de una verdadera democracia; dependerá, en definitiva, de si hemos de vérnosla con algunos de los siguientes perfiles, tan característicos de nuestros sofistas:

El político iluso: el creyente.
Abunda sobre todo entre los jóvenes que se inician en política, y entre quienes, cuales eternos púberes, se niegan a madurar, es decir, se niegan a reconocer la crudeza de la realidad. Los jóvenes, por naturaleza, todavía creen en ideales románticos, máxime cuando su "formación" intelectual deja mucho que desear y sus aspiraciones en el mundo de la política están motivadas por lecciones que han recibido de "oídas", bien de sus mayores o de agrupaciones afines a determinadas ideologías. Desde luego, pocos jóvenes llegan a la política, al menos en España, a través de un duro recorrido vital de esfuerzo, trabajo y superación.
Pero existen también políticos maduros, algunos con importantes bagajes intelectuales, que, cuales jóvenes ilusionados, también son fervientes creyentes: creen en el ser humano y en las utopías. Son soñadores y poetas más que políticos. No podemos decir, en conciencia, que estos políticos ebrios de romanticismo nos engañen. No, en tanto sería más correcto decir que en realidad se engañan a sí mismos. Son dignos de admiración, porque todavía son puros y no han llegado al estadio resignado del político cínico, y menos aún han hecho suya la mentira del inmoral hipócrita. Y, sin embargo, el autoengaño inconsciente que practican estos políticos es la mejor manera, quizás la única, de engañar a las masas haciéndoles creer que las democracias auténticas son posibles.
El político iluso nos engaña a través de su inconsciente autoengaño.

El político cínico: el pragmático.
El político cínico suele ser ya una persona entrada en años; de vuelta de todo, como se suele decir. Las más de las veces es inteligente y conocedor de las limitaciones del ser humano. También sabe de la imposibilidad de articular verdaderos Estados democráticos en las sociedades actuales. El paradigma de dicho político sería Winston Churchill, demócrata que lo fue, no tanto por creer que fuese factible un auténtico Estado democrático como por pensar que la democracia era el menos malo de los sistemas de gobierno conocidos.
No es de extrañar que la "democracia", o lo más parecido a la misma, funcione mejor en los países anglosajones (padres del pragmatismo) y en la Europa del norte, donde el estricto protestantismo (obras son amores y no buenas razones) alejó a sus gentes del idealista y permisivo catolicismo, éste siempre presto a perdonar corruptelas y fraudes.
Estos políticos han sabido convertir la mentira, al menos, en pragmático utilitarismo. Vale, se dicen a sí mimos, nuestros sistemas democráticos no serán perfectos, pero sí son necesarios para hacerles creer a las masas que son ciudadanos libres.
El político cínico nos invita a desear ser engañados, por nuestro propio bien.

El político hipócrita: el falso.
Es el heredero de ese catolicismo mal entendido y peor interpretado, que cree que todo pecador tiene asegurada la salvación tras el oportuno arrepentimiento. Son los hipócritas de la doble moral (a Dios rogando y con el mazo dando), son los defensores de la mentira piadosa que todo lo justifica. Comunismo y socialismo son la otra cara de esta misma moneda, los artífices de haber trocado un suprematismo religioso por otro ideológico, pero, al cabo, igual de hipócrita y fariseo.
Los políticos hipócritas son los más dañinos, pues sus propios dogmas (judeocristianos, comunistas o socialistas) son en sí mismos la antítesis de una auténtica democracia, pero nos quieren hacer creer que todo principio de libertad radica en la sumisión voluntaria de los ciudadanos, bien a un Dios todopoderoso o a un Estado omnipresente. Nos hacen creer que el pienso cebador (subvenciones, prestaciones, ayudas solidarias...) que nos proporcionan sus diosecillos (celestiales o terrenales) son derechos de la ciudadanía; nos hacen creer que la cárcel de oro, en que vivimos los animales de lujo en que nos hemos convertido, es en realidad un sistema democrático garante de las sacras libertades individuales.
Estos políticos hipócritas siguen empeñados en convencernos de sus engaños.
¡Cómo les gusta la frase de Unamuno, que siempre descontextualizan, para proclamar aquello de "venceréis pero no convenceréis"! ¡Cómo si a lo largo de la historia se hubiese podido convencer limpiamente al contrario, sin guerras o sin argucias manipuladoras!
Estos fariseos quieren hacernos creer que hay más humanismo y talante democrático en quienes pretenden convencer a fuer de mentir, adoctrinar y manipular la historia, que en quienes pretenden vencer por las bravas, a base de bombas y cobardes tiros en la nuca.
¿Y dónde está la nobleza en una u otra acción? ¿Qué diferencia hay entre que me sodomicen a pelo, padeciendo terribles dolores, o que lo hagan con talantera y farisea vaselina? ¿La diferencia está en las formas, me decís? Pues, como diría Reverte, yo me cisco en las formas si al final mi honor, mi razón de ser, mi dignidad y mi singular idiosincrasia, heredadas por imperativo de la historia, son mancilladas por los hipócritas talanteros de turno.

¿Una sodomización (injusticia histórica si se prefiere) consumada a través de un pacífico dictamen democrático ha de ser más justa, más buena y mejor aceptada, que otra llevada a cabo a través de la violencia? ¿Por qué?

martes, 22 de abril de 2014

Unamuno: ¿filósofo o poeta?

Resulta fácil, en España, poder encontrar multitud de literatura, artículos y ensayos varios, destinados tan solo a criticar y deslegitimar a terceros. Las mismas envidias y egocentrismos particularistas que han socavado y erosionado al otrora sugestivo proyecto de vida en común que fue España, han favorecido la proliferación de un estereotipo de individuo, tan mediocre como rencoroso, cuya única razón de ser es arremeter contra todo aquello que pudiera despuntar, sobresalir o parecer mejor y más excelente. Vivimos el triunfo de la poesía que destruye frente a la poesía que pudiera prometer.

Así, no es extraño que podamos encontrar a doctos catedráticos, que aprovechan sus púlpitos cedidos por las instituciones al servicio de la pedagogía social, para deslegitimar a otros autores, mal que sea a través de inmorales y cobardes argumentos ad hominem. Quizás sea Ortega y Gasset uno de los autores contra los que más se ha vertido la insana inquina de los envidiosos de las Españas; y es que pocos pensadores tienen el dudoso honor de ser el blanco, a un tiempo, de las iras de las izquierdas más retrógradas y del odio de los particularistas más ombliguistas.
Pero también podemos encontrar a periodistas (entrecomillado malicioso), tan osados como ignorantes, cuyo único interés consiste en hacer política de la chusca, es decir, política facilona y reduccionista destinada a saciar los apetitos revanchistas de las masas. Recuerdo, a bote pronto, un falaz y cobarde artículo de Enric Sopena, criticando ferozmente la obra de Fernández de la Mora, no rebatiendo intelectualmente los contenidos filosóficos de la misma, sino señalando los graves pecados del autor de "La envidia igualitaria": haber sido ministro de Franco y supuesto numerario del Opus Dei. En España no importa tanto la verdad como el deporte, tan nuestro, de poder deslegitimar al osado que se atreva a proclamarla.

Respecto a Unamuno, y aquí quería llegar, las críticas más comunes se han centrado en torno a la difícil personalidad, irascible y contradictoria, del filósofo de Salamanca.
Y a fuer de señalarnos que Unamuno fue un pensador en exceso subjetivo e irracional se han obcecado en despojarle de su condición de filósofo, ya fuere porque sus intuitivos ensayos carecían de rigor objetivo o porque, sencillamente, Don Miguel no articuló un sistema filosófico propio, como hicieran Ortega, Xavier Zubiri o María Zambrano.
De hecho, tampoco a Ortega le sirvió de mucho ser el padre del raciovitalismo, pues igualmente fue atacado por sus detractores, acusado de plagiador cuando no de panfletario. Los críticos llegaron a definir a Ortega como a un periodista de vastos conocimientos con ínfulas de filósofo. ¿Cabe ser más miserable?
Pues bien, Unamuno ni siquiera se molestó en articular un sistema filosófico propio, como hiciera Zubiri con su inteligencia sentiente, o Zambrano a través de su propuesta de pensamiento poético.
Y sin embargo, toda la obra de Unamuno, impregnada de filosofía de vida, propia de hombres de carne y hueso, fue la precursora e inspiradora de las ideas de Zubiri sobre el carácter real, de suyo, del pensamiento virtual. Unamuno, en su magnífica "Niebla", aunque a través de una nivola creativa, se adelantó a los pensadores de su época y sostuvo, ebrio de aparente poesía irracional, que los entes en la ficción tenían una vida propia que escapaba de los designios de sus creadores. Había abierto las puertas de la filosofía a la imaginación y la ficción; allanó el camino para que Zubiri pudiera crear todo un sistema filosófico que reconociera el carácter racional, por derecho propio, de otras vías de la razón diferentes, pero igualmente legítimas, a la lógica y el cientifismo objetivo: la mística, la religión, la poesía...
Pero Unamuno no solo alimentó la filosofía de Zubiri, sino que también influyó, y mucho, en la obra de María Zambrano, la cual homenajeó al maestro a través de un sentido ensayo titulado, precisamente, "Unamuno".
Era Don Miguel, en palabras de Zambrano, más un poeta que un filósofo al uso. Pero el matiz de aquel era más no negaba la rica filosofía inherente en toda la obra de Unamuno (novela, ensayo, poesía...), sino que reivindicaba una nueva filosofía, más intuitiva, más creadora, más de carne y hueso, más poética...
Zambrano recogió toda la filosofía de Unamuno, dispersa en forma de pensamientos intuitivos, sagaces y osados, para legitimarla a través de la razón.
¡Qué obsesión tan enfermiza la de validar y certificar la verdad a través de una razón, las más de las veces prostituida al servicio de la lógica y la objetividad científica!
Hizo bien Zambrano, como antaño hiciese José Antonio, en reivindicar la poesía como promesa de vida, porque solo cabe el refugio en la poesía, en los pensamientos más mágicos y fantásticos, para escapar del nihilismo existencial; solo cabe crear ficciones e ilusiones para poder engañar a la muerte, para poder, al menos, escapar de su pesada presencia; para evadirnos del sentimiento trágico de vivir.

Por todo ello, yo sostengo, no tanto que Unamuno fuese más un poeta que un filósofo, lo cual en sí mismo no debería desmerecer ni obviar en absoluto la riqueza filosófica de toda su obra, sino que Don Miguel, como gustaba de llamarlo Zambrano, fue un gran filósofo que se sirvió de la poesía para articular su rico y variado pensamiento intuitivo, subjetivo y propio del hombre de carne y hueso que él mismo reconocía ser.
Sí, porque, como bien decía Unamuno, quizás él no fuese más que una diminuta partícula en el Universo, pero para él mismo, para su atormentado yo, lo era TODO.
Y es que el común de los mortales, queramos o no reconocerlo, tardemos antes o después en descubrirlo, siempre soñamos con la eternidad y con la sempiterna perdurabilidad de nuestro yo, de nuestro subjetivo, particular y exclusivo yo. Hay quienes son conscientes de esta sed de inmortalidad a lo largo de toda su vida, y quienes solo se caen del caballo y ven la luz cuando presienten cercana la muerte, tras una grave enfermedad, un penoso infortunio o una dolorosa desgracia.
Quienes se niegan a reconocer que sueñan con vidas eternas, esos curas, barberos y bachilleres guardianes de la razón, tan celosos de su verdad, no son más que viles hipócritas que se niegan a sí mismos y, peor aún, niegan la esencia espiritual, poética al cabo, de los hombres de carne y hueso.
¿De qué me sirve una filosofía que no sea promesa de vida? ¿De qué habría de servirme a mí, a mi particular y subjetivo yo, que pudiera existir un Dios creador (arquitecto del universo) pero incapaz, sin embargo, de garantizarme la vida eterna?
Bienvenida sea la poesía que intenta salvarnos o, cuanto menos, nos alivia, cual bálsamo de Fierabrás, de las heridas que nos produce el drama de vivir; que nos aligera del dolor de tener que acometer a los gigantescos molinos de viento del ex-sistere; que nos calma y templa el ánimo ante las arremetedoras turbas de curas, barberos y bachilleres, siempre prestos a regir nuestros destinos, ora legitimándose a través de la diosa Razón ora sirviéndose de prostituidas democracias.

martes, 15 de abril de 2014

Eugenesia para zombis.

¡Ya están aquí! ¡De nuevo se nos vienen encima los vampiros sedientos de sangre de nuestra casta!
Los vampiros de la política están dispuestos a dejarnos sin una gota de sangre; están dispuestos a expoliar nuestros bienes y gravar nuestro trabajo, esfuerzos y sacrificios, por tal de saciar sus vampíricos apetitos, por tal de perpetuar sus privilegios y de preservar las granjas-escuelas a través de las cuales crean el ganado humano que necesitan para subsistir.

El proceso de domesticación, a través del cual nos someten, es ya imparable. La última "ocurrencia" del vampírico gobierno de España ha sido la de aumentar las bases de cotización de los autónomos.
La excusa: para que los sufridos autónomos puedan tener derecho a prestaciones de desempleo.
El motivo real: para llenar las arcas y poder, así, seguir alimentando el creciente e imparable déficit de las administraciones públicas.
¡Más sangre! ¿O era más madera?

Lo más grave de esta medida, sin duda un paso más hacia la esclavitud, es que las asociaciones de autónomos hayan consentido tan castradora medida; lo peor es que se hayan vendido por un miserable plato de lentejas, a cambio de un poco de pienso disfrazado de "derecho".
¿Qué le va quedando a un autónomo de su supuesta autonomía?
Cuando los últimos hombres libres se venden a cambio de miserables platos de lentejas, por tal de devenir seres humanos, demasiado humanos y civilizados; domesticados, sumisos y castrados, pocas esperanzas quedan para creer en futuros prometedores. En todo caso, lo único que cabe esperarse del devenir de los acontecimientos presentes es miseria futura.

El triunfo de la pedagogía social, de la doma y domesticación de los últimos hombres libres, es ya un hecho consumado: todos nos hemos convertido en zombis, en vegetales que deambulan sin esperanzas en el futuro, tan solo atentos a la llegada de nuestra correspondiente ración de pienso; atentos tan solo al momento sagrado en el que nuestros granjeros rellenarán nuestros pesebres, ora con subvenciones y prestaciones, ora con espectáculos y distracciones para las masas. Tan solo aspiramos a vivir un día más; tan solo vegetamos, resignados, para poder subsistir como el ganado humano en que nos hemos convertido. Y lo peor de todo es que, como los zombis que somos, no dudamos en fagocitar y convertir en zombis a los últimos hombres libres que pudieran quedar.
¡Masas de zombis al servicio de la oligarquía vampírica! Este siniestro guión daría para una buena serie de ficción, de no ser por que es el libreto que se está siguiendo a pies juntillas en nuestra triste y cruenta realidad.

Vale, nos han vencido, han conseguido domesticarnos a fuer de hacernos humanos, muy, muy humanos y civilizados; a fuer de hacernos creer que éramos pequeños diosecillos con derecho a todo. Nos han vencido sabiendo satisfacer nuestros más inconscientes e irracionales deseos; nos han dado pienso haciéndonos creer que eran derechos; nos han hecho creer que la vida podía llegar a ser un paraíso terrenal, ausente de penalidades, de trabajos y sacrificios. Nos convencieron de la necesidad de perseguir ilusorias utopías mientras la realidad, inmisericorde, nos engullía y acababa con nuestros sueños de libertad. No se puede ser libre sin sufrir y sin el derecho, el único realmente inherente al hombre (no digo ser humano), a salvaguardar su vida y la de los suyos.
¿Si nos privan del derecho fundamental para hacer, construir y proyectar, libremente, para qué queremos sucedáneos en forma de piensos cebadores (subsidios, prestaciones, ayudas solidarias, deportes, espectáculos...)?

Y si nos han vencido a través de una costosa y laboriosa pedagogía social, convirtiéndonos en zombis, en sumiso ganado humano, o en animales de lujo (Peter Sloterdijk), ¿por qué no implantar de una vez por todas, sin hipocresías ni hemiplejias morales, un auténtico y eficiente sistema social basado en la eugenesia?

¡Ah, vale, ahora nos llevamos todos las manos a la cabeza!
Sin embargo, nos parece bien que el aborto se practique libremente; nos parece todavía mejor que el Estado pueda dirigir nuestra vidas, hasta el punto en que pueda decidir cuántos hijos podemos tener (China) o que el Estado decida cuántos bienes podemos poseer (Cuba y Venezuela). Tampoco nos importa que el Estado, a través de democráticas leyes, nos lo quite todo. Y no me refiero a los bienes y frutos de nuestro trabajo, que también, sino a nuestra dignidad y sacra libertad individual.
¿Por qué habría de importarnos que nuestros legítimos vampiros, refrendados en urnas democráticas, diesen un paso más en el perfeccionamiento de sus granjas productoras de ganado humano? ¿Por qué habría de importarnos la exterminación selectiva de los zombis en que nos hemos convertido?
Me lo expliquen...

domingo, 13 de abril de 2014

"Celo de Dios", de Peter Sloterdijk.

El filósofo alemán Peter Sloterdijk escribió un ensayo titulado "Celo de Dios", donde intentó mostrar los supuestos lógicos, principios psicopolíticos y psicodinámicos, que, a lo largo de la historia, condujeron a los seres humanos hacia las religiones monoteístas (judaísmo, cristianimo e islamismo).
Explica dicho filósofo, en líneas generales, que el monoteísmo surgió como necesidad vital del ser humano por "dar sentido a la vida"; buscando servir a un ente superior, anhelando comulgar con el todo absoluto; llámesele Dios, Ser o principio espiritual.
Las tres principales religiones monoteístas, como demuestra Sloterdijk, comparten importantes puntos comunes, pues, de hecho, tanto el cristianismo como el islamismo son superaciones teológicas del más antiguo judaísmo.
Las circunstancias históricas -entiéndase las dinámicas psicopolíticas de cada época- determinaron cómo habrían de evolucionar todas las religiones monoteístas en un continuum temporal que habría de conducirlas hacia un fin último: La salvación del ser humano.

Pero, ¿en qué consiste la salvación del ser humano?
La salvación del ser humano solo es posible a través del imperativo vital que nos insta a positivar la muerte, es decir, solo nos salvaremos en la medida que podamos rehuir el nihilismo existencial y aceptemos el carácter finito del ex-sistere. Dicha aceptación y superación de la finitud de la existencia insta al ser humano a buscar el sentido de ésta y, por tanto, le apremia a buscar un proyecto vital que le permita realizarse y, al cabo, transcendentalizarse.
Volvemos de nuevo, y como en reflexiones anteriores insertas en este blog, a la pregunta por la cuestión del Ser planteada por Heidegger, pero ahora situándola dentro de un conjunto más amplio de propuestas cuyo objetivo principal, en palabras de Sloterdijk, será la autorrealización del ser humano a través de la comunión con lo Supremum.

El Supremum (lo superior): debemos entenderlo como el TODO; el UNO absoluto que da sentido a la existencia humana; la razón o el sentido del ser. A la pregunta de ¿cuál es el ser del Ser? (cuál es el sentido del ser) le corresponden diferentes respuestas, determinadas éstas no solo por las circunstancias históricas o psicodinámicas (como bien señala Sloterdijk) sino también por las diferentes psicologías humanas (clases de personas) que, a la postre, identificarán a cada tipo humano con aquellas vías (respuestas) más acordes, a priori, con sus particulares idiosincrasias (psicobiológicas y psiconeurológicas).
Estaríamos aceptando y revalidando la vieja máxima orteguiana "yo soy yo y mis circunstancias", pero reactualizándola, enriqueciéndola y superándola con nuevos conocimientos aportados por la ciencia y la tecnología en los diversos terrenos de la política, la sociología, la antropología y la psicología.
Sloterdijk, en su ensayo "Celo de Dios", se limita a explicar cómo los condicionantes psicopolíticos y psicosociales (variables circunstanciales) configuraron y determinaron las diferentes posturas adoptadas por los grupos humanos, a lo largo de la historia, para llegar al Supremum. Pero obvía, en mi opinión, la variable del yo individual (la clase de persona que se es).

Suprematismos religiosos

Las tres religiones monoteístas identifican al Supremum con la idea de Dios, siendo Dios el UNO todopoderoso y Omnipresente, creador y justiciero que da sentido a la vida de los seres humanos.
El Supremum religioso es el más conocido y popular, el más característico de las masas, en tanto ha sido interiorizado en el subconsciente colectivo a través de una larga historia de tradicional pedagogía social. Proponía, en definitiva, un servicio a la idea de Dios.
Poco a poco, sin embargo, y debido a los avances de la Ilustración y al auge de la filosofía, el ser humano se preguntó por un Supremum filosófico u ontológico, alejado de la idea de Dios. Se aceptó, básicamente, que no tenía que haber necesariamente un Dios que diese sentido a la existencia del ser humano, pero sí una esencia transcendente y, por tanto, suprema. En esta línea, Heidegger rehuyó de la tradición histórico-religiosa y se propuso una búsqueda objetiva y fenomenológica del ser del Ser: ¿Qué principio primigenio de vida posibilita o hace posible la existencia?
Tras el fracaso de la metafísica -vía filosófica- ensayada por Heidegger para hallar la respuesta a la cuestión del ser, éste concluyó, resignado, que solo un Dios podría salvar a la humanidad. Se propuso una responsabilidad (cuidado del ser) ante la existencia, que tampoco pudo superar el nihilismo de la modernidad, incapaz, en definitiva, de positivar la muerte.

Suprematismos ideológicos

Un híbrido entre la vía teológica y la filosófica lo constituye el monoteísmo comunista, del que Sloterdijk señala algunas de sus coincidencias con la reinterpretación de un cristianismo primigenio basado en la igualdad, pero donde, paradójicamente, y a través de una vía racional, se legitima un nuevo tipo de servidumbre, no hacia un Señor (Dios) sino hacia un Estado (un UNO) todopoderoso y supremum.
La modernidad y el triunfo de las democracias igualadoras (Sloterdijk) no facilitan la pervivencia del comunismo. Tan solo en excepcionales sociedades (Cuba, China, Corea del Norte, por ejemplo) y en grupúsculos nostálgicos de la uniformidad servil hacia el Estado, despreocupados por las libertades individuales, subsiste el germen de este pseudomonoteísmo comunista, que ya fuera calificado como pseudofilosófico por el pensador Bertrand Russell.

Tras la modernidad, y en el actual período contemporáneo, se abren terceras vías hacia la búsqueda del sentido del ser (para positivar la muerte) considerando un Supremum espiritual, que no debe confundirse con el religioso, por más que comparta algunas coincidencias.
Ahora cada ser humano podrá transcendentalizarse de forma más individual, considerando su comunión con el TODO como un acto responsable, pero también artístico y creador.
Quizás el arte, y las diferentes formas de expresión del mismo, constituyan, hoy, la vía de autorrealización personal más avanzada para positivar la muerte, aunque todavía las demás vías (religiosa, filosófica e ideológica) sigan teniendo sus adeptos.

viernes, 11 de abril de 2014

El miedo a vivir.

El miedo está presente en todos los seres humanos, como un mecanismo de defensa que nos insta a preservarnos y salvaguardarnos del peligro, de la incertidumbre y de las amenazas futuras; es uno de los instintos más primitivos y vitales del hombre; un instinto básico y fundamental para garantizar la supervivencia individual y/o colectiva (naciones). Y, sin embargo, es un instinto que no es socialmente aceptado ni deseado.
¿Por qué?
El miedo no se acepta porque es la principal fuente generadora de ansiedad en nuestras vidas. De hecho, el drama que es el vivir implica una constante lucha contra las adversidades y contra los imprevistos de las circunstancias; vivir es afrontar y superar problemas que nos dan miedo. Tenemos miedo a fracasar, a enfermar y morir, incluso tenemos miedo a hacer el ridículo o a aceptar responsabilidades. Pero el más grave y peligroso de todos los miedos es tener miedo a vivir.

El miedo a vivir

Las actuales sociedades occidentales han optado por negar el miedo en aras de vivir felices, para poder vivir despreocupadas y ajenas a las adversidades. No puede haber felicidad si, primero, no se destierra de nuestras vidas la ansiedad, y para combatir la ansiedad hay que hacer desaparecer el miedo de nuestras vidas.
La pedagogía social, ya desde las granjas-escuela, se ha encargado de criar ganado humano débil y temeroso a fuer de alejarle de sus instintos más primitivos, entre ellos el del miedo. Nuestros civilizados niños no tienen tolerancia al fracaso ni a la frustración; no saben superar miedos y temores porque se les ha educado a través de un sistema pedagógico obcecado en desterrar la ansiedad de las aulas. Para ello, las exigencias de rendimiento, trabajo y esfuerzo, se han minimizado, al tiempo que el aprobado se ha convertido en un dadivoso regalo caído del cielo.
Los padres, en general, también intentamos por todos los medios que nuestros hijos no afronten sus miedos. Dejamos que nuestros hijos duerman con las luces encendidas, o que busquen refugio en el lecho de los padres. Creemos que, alejando la oscuridad y el temor de sus vidas, serán más felices.
Hemos creado toda una serie de consignas y frases hechas destinadas a relajar y contentar a nuestros infantes: "lo importante no es ganar, sino participar", y para ello premiamos tanto a los mejores como a los peores, a los buenos y a los malos, porque nadie es más que nadie. Aprobado general, competiciones sin vencedores ni vencidos. Felicidad para todos.
Pero, paradójicamente, el hecho de no proporcionarles a nuestros niños herramientas para afrontar la ansiedad y tolerar la frustración, no les hará más felices, sino al contrario: con el tiempo, las carencias de recursos para afrontar y superar problemas, les convertirán en víctimas de cualquier circunstancia adversa; les convertirán en individuos sin ego y sin iniciativa propia; serán individuos miedosos e incapaces de valerse por sí mismos. Tendrán miedo a vivir.

Vivir sin temor al miedo

Decía Fernández de la Mora que el razonalismo era una alternativa filosófica que permitía canalizar los impulsos más irracionales del ser humano (sentimientos, caprichos, instintos...) a través de la razón; una razón necesaria para hallar la verdad, ya fuere sobre el sentido del ser o sobre los criterios morales que deberían reconocerse como universalmente buenos.
Así pues, desde una perspectiva integradora de inteligencia y sentimientos, Fernández de la Mora, como hiciera Zubiri con su inteligencia sentiente, o Zambrano con su inteligencia poética, también consideró la presencia de los instintos en el ex-sistere de los seres humanos. Pero De la Mora no defendió una negación de los instintos (puro racionalismo) ni los reivindicó apasionadamente como hicieran Zambrano o Unamuno, más irracionales, sino que propuso canalizarlos y servirse de ellos, a través de la razón, para utilizarlos en provecho de nuestra propia supervivencia.

Desde dicha perspectiva razonalista, se acepta que el miedo debe ser nuestro aliado para permitirnos superar circunstancias adversas, pues en esto, precisamente, consiste el constante quehacer que es la vida. El miedo debe instarnos a pensar, primero, para actuar después de la manera más adecuada para salvaguardar nuestros proyectos de vida personales o colectivos.
Obsérvese que el razonalismo, en tanto reconoce la necesidad de usar la razón (inteligencia) para superar adversidades, se aleja del darwinismo más irracional e instintivo, al tiempo que acepta como bueno (necesidad vital) vivir sin temor al miedo, es decir, no hay que negar u ocultar el miedo, sino afrontarlo y superarlo. Y es que, sencillamente, el individuo o sociedad que deja de temer, en aras de ser inconscientemente feliz, está caminando hacia su autoinmolación.

El hacedor de lluvia

Este pequeño relato de Hermann Hesse se me antoja el paradigma de quienes, obcecados en la búsqueda de la felicidad, se empeñan en desterrar el miedo de sus vidas.
Cierta noche, una misteriosa lluvia de estrellas aterrorizó a las gentes de un pequeño poblado primitivo; el inusual fenómeno metereológico fue considerado como una señal de desgracias futuras, y hombres y mujeres, invadidos por el miedo, se sumieron en una suerte de histeria colectiva.
Pero el chamán de la tribu, el hacedor de lluvia, deseó salvaguardar a su hijo del miedo colectivo que provocó la infelicidad del resto del poblado:
"...le había ocultado la lluvia de estrellas (a su hijo) confiando en que mejor le sería dormir que presenciar aquel prodigio... un peligro vital para todos, un presagio funesto para el futuro..."

En un primer momento, el padre prefiere que su hijo duerma, es decir, prefiere que siga sumido en la ignorancia y en la falsa felicidad que proporciona el no ser consciente de la realidad y de los peligros de la misma.
Pero el sabio hacedor de la lluvia no tarda en darse cuenta de que quizás no obró acertadamente y de que con su proceder había debilitado a su hijo no permitiéndole forjar su carácter:
"El futuro exigirá un hombre maduro y valeroso, y al haber dejado a su hijo durmiendo en la choza le había privado de la ocasión de fortalecerse y de templar su alma con aquel espantoso suceso"

El sabio chamán reconoció que, con su errado proceder, le privó a su hijo de la posibilidad de aprender a superar miedos y angustias para poder afrontar el futuro con mayor entereza y seguridad.

Apocalypto

Pocas películas, como la magnífica "Apocalypto" de Mel Gibson, han sabido retratar con tanto acierto la inconsciencia de quienes, en aras de vivir felices, despreocupados y ajenos a las adversidades de las circunstancias, se condenan a sí mismos a desaparecer del devenir de la historia.
La trama de Apocalypto es, en realidad, de una extremada sencillez:
Un feliz y despreocupado pueblo de cazadores, que vive en el interior de la selva ajeno al mundo exterior, se niega a sí mismo la responsabilidad y el deber de afrontar sus miedos.

Dicho pueblo, durante una jornada de caza, contacta con un grupo de supervivientes que huyen aterrados de quienes les han masacrado y destruido sus hogares. El hijo del jefe de los cazadores, angustiado y preocupado, desea saber qué ha pasado y por qué huyen aquellos seres temerosos, pero el gran jefe evita que pueda interrogarles. Argumenta, el inconsciente jefe, que no desea que su hijo se infecte del mismo miedo que corroe a los pobres desgraciados que huyen despavoridos. No quería que su hijo ni su pueblo conocieran el miedo, es decir, no deseaba que afrontaran la necesidad vital de conocer y saber qué estaba ocurriendo; prefirió ignorar lo que sucedía a su alrededor y se refugió y condenó a los suyos a vivir autistas en su pequeño microcosmos selvático.
No tardaron, por lo tanto, en sucumbir fácilmente ante la poderosa civilización Maya, dedicada a saquear pueblos del interior de la selva para obtener esclavos y víctimas que pudieran ofrecer en sacrificio a sus dioses.

El gran mensaje transcendente de Mel Gibson es contundente: los inconscientes tienen miedo del miedo y están condenándose a sí mismos y a los suyos a un antivital suicidio resignado.

viernes, 4 de abril de 2014

De Buda a Zubiri (¿irrealidad o realidad?)

En determinadas ocasiones hacemos un paréntesis, una pequeña parada durante la representación de nuestro drama personal, que es el vivir, para preguntarnos por cuestiones, más o menos transcendentes, que nos dan que pensar.

Dicen que el joven Siddharta, inmerso en un gran palacio rodeado de jardines y bosques, vivía cómodamente ajeno a las penurias del mundo exterior. Sin embargo, a pesar de vivir en una suerte de Edén donde nada le faltaba y todo lo tenía, el mismo relajo existencial que debiera proporcionarle paz y bienestar le sumió en una inexplicable angustia.
Siddharta era tan feliz que, seguramente, cayó en la cuenta de que algún día su felicidad se podría ver truncada por una enfermedad o por una dolorosa muerte; se dio cuenta, desde la aparente paz que le proporcionaba el hecho de tener todas sus necesidades vitales cubiertas, de que algún día habría de morir. ¿Y entonces qué? ¿Qué sería de la magnífica vida de lujo y despreocupación que tenía? La repentina presencia de la idea de la muerte le dio que pensar...

Y entonces, el joven Siddharta salió al exterior, fuera de los muros de su particular paraíso y, como otrora le sucediera a Adán y Eva tras comer del fruto prohibido, halló miseria, tristeza y dolor entre aquellos hombres y mujeres, menos afortunados que él, que debían ganarse cada día el pan con el sudor de sus frentes; que debían sufrir todos y cada uno de los días de su existencia hasta encontrar la muerte.
Se dice, se cuenta, se comenta (quién sabe qué pasó realmente por la mente de Siddharta), que aquel hecho traumático de chocar frontalmente con la realidad fue lo que le instó a hallar la verdad sobre la vida; fue lo que le dio que pensar sobre el sentido del ser. A partir de entonces, el joven Siddharta se aisló en su mundo interior y se dedicó a la meditación transcendental, es decir, se dedicó a virtualizar la realidad en su conciencia hasta hallar un estado de gracia, de comunión con el todo absoluto, que conocemos como iluminación. Había nacido el Buda (el iluminado).

Como Siddharta, solo nos podemos permitir el lujo de hacer una parada en el camino del ex-sistere cuando tenemos la barriga más o menos llena, cuando la ociosidad nos lleva a preguntarnos por las auténticas cuestiones radicales de la vida; cuando, como aquellos sabios de la antigua Grecia, que habían logrado cubrir sus necesidades más básicas, se permitieron el lujo de dedicarse al vano deporte de filosofar.

Ese algo que da que pensar, y que brotó del interior de Siddharta a partir de la angustia que le provocó el existir, tuvo que ser despertado también en Adán y Eva, pero desde el exterior y con el concurso de una pérfida serpiente. También en la Grecia clásica fue un personaje llegado del exterior quien tuvo la responsabilidad de corromper a los inocentes hombres: Prometeo, el titán que robó el fuego de los dioses para iluminar la vida humana.
Y he aquí la diferencia más radical entre el místico Oriente y el tan terrenal Occidente: la manera en que sus gentes son iluminadas, es decir, las diferentes vías a través de las cuales, una y otra cultura pretenden encontrar el sentido del ser: vía mística (desde el interior) vs vía vital (desde el exterior).

Pero, como veremos a continuación, Occidente muy pronto se vería influenciado por las vías místicas provenientes del lejano Oriente.
Si bien es cierto que el mundo griego se preocupó, primero, por el ser de las cosas, no tardó en llegar Sócrates, y más tarde Platón, para pervertir en cierto modo la cultura tradicional más apegada a la tierra y la naturaleza, característica de Occidente, dando un giro filosófico hacia un pensamiento místico más oriental (vía de búsqueda interior).
Cuando Sócrates instó a los seres humanos a que se conociesen a sí mismos, seguramente ya tenía influencias de ese pensamiento originario de Oriente, tan intimista y tan irreal... Pero sería Platón, discípulo de Sócrates, el primer filósofo de occidente en virtualizar la realidad, el primero en separar el mundo real (de los sentidos) de un mundo ideal al cual solo se podía llegar a través de la mente. Platón fue el primero en huir de la realidad y fue el primero en abandonar los brazos de la madre naturaleza. Comenzó, así, el desarrollo de toda una civilización; y también apareció ese humanismo, demasiado humano, que fue capaz de erigir al hombre en la medida de todas las cosas.
Finalmente, el cristianismo, nacido a caballo entre Occidente y Oriente, acabó aunando la filosofía virtual (idealizada en la mente) heredera de Platón (neoplatonismo) con las influencias del pensamiento más intra-virtual de la mística oriental.
El camino ya quedó despejado para San Agustín y para los filósofos escolásticos; para la mística española que tan bien representaran Sta Teresa y San Juan de la Cruz y, en definitiva, para toda la filosofía occidental más racional e idealista que, durante siglos, se obcecó en alejarse de la vida y del mundo real.

Hasta que no irrumpiese el vitalismo filosófico en Europa no se podría hablar de una auténtica reivindicación, argumentada y pensada, de las vías de conocimiento ya ensayadas por los filósofos griegos presocráticos, tan apegados a la vida y la realidad. El olvidado Heráclito volvería a ser rescatado por Nietzsche, y éste sería pulido y civilizado, a su vez, por Fichte, pero sobre todo por Husserl y Heidegger. Ortega, en España, haría lo propio al intentar reconciliar razón y vida, y con él todos sus discípulos de la Escuela de Madrid, desde Zambrano (inteligencia poética) hasta llegar al que, en mi parecer, es el más brillante de todos: Xavier Zubiri (vasco, como Unamuno, padre de la inteligencia sentiente).
Vuelve, así, a vindicarse el pensamiento intuitivo, espiritual y más apegado a la naturaleza; vuelve a anteponerse el homo (el hombre o animal de realidades, que diría Zubiri) frente al civilizado humanus (humano) que durante siglos fue despojado de su esencia y desarraigado de sus orígenes más apegados a lo terrenal.

Si a Buda le dio que pensar por el sentido del ser, muchos siglos antes de que Heidegger manifestara también su preocupación e interés por el mismo, a Zubiri le daría que pensar la realidad, aquello que es más inmediato al ser humano.
Zubiri argumentará que el ser solo puede ser en la realidad, incluso ese ser virtual, elaborado en nuestra conciencia, y que Buda, Platón, el Cristianismo, Descartes y Kant sostuvieron que, en tanto se manifestaba en la conciencia no podía ser real; incluso ese modo de ser de la conciencia no real,  Zubiri sostuvo que era real, realidad en la ficción o en la imaginación, pero una forma de realidad al cabo.

Conclusión:

¿A lo largo de la historia de la filosofía qué ha dado que pensar a los hombres?
A los griegos les dio que pensar el tema de los entes (las cosas), a Descartes le dio que pensar sobre la verdad; a Kant sobre la conciencia (razón e idea) a Heidegger le dio que pensar la cuestión del ser. Pero a Zubiri, magnífico Zubiri, le dio por pensar sobre la realidad, sobre ese sistema físico donde interactúa el animal de realidades que es el hombre.
No sé a vosotros, pero a mí la genialidad de Zubiri me da mucho que pensar.


 



miércoles, 2 de abril de 2014

El Quijote en la ficción.

"¡Observa cómo domino la realidad!" (Finn en "Hora de aventuras").

¿De verdad que el ser humano domina la realidad? ¿O toda nuestra existencia es una constante lucha por resistir y sobrevivir a la realidad? ¿Afrontamos la realidad o nos evadimos de ella?

Siendo adolescente fui un gran lector aficionado al género literario de la ciencia ficción, y hoy todavía gusto de leer ficción en forma de ensayos filosóficos. Supongo que ello es debido a que existe una estrecha relación entre la ficción imaginada y el pensamiento metafísico, pues al cabo ambos son especulativos y se representan virtualmente en nuestras mentes.

Desde hace algún tiempo vengo preguntándome sobre el hecho de que cada vez más adolescentes, también jóvenes y adultos, se sumerjan durante horas y horas en los mundos virtuales de los videojuegos.
Al principio me pareció una actitud poco sana el hecho de que una persona, cualquiera, pudiera sustituir la realidad por la ficción; no me parecía muy normal, ni conveniente, que las nuevas generaciones, en vez de instruir sus mentes a través de lectura edificante, se dedicaran a jugar.
Sin embargo, tras algunas reflexiones, llegué a la conclusión de que el ser humano siempre, a lo largo de la historia, se ha evadido de la realidad de mil y una formas diferentes: rituales mágicos, mitos, creaciones literarias fantásticas, consumo de sustancias alucinógenas, espectáculos de masas...
¿Acaso la vida no es juego? ¿O era sueño?

La realidad es insoportable, no cabe duda, es siempre adversidad y drama, genera ansiedad y produce en los seres humanos ese sentimiento trágico que es el vivir, tan angustioso, al que se refiriera Unamuno.
¿Y qué hacía Unamuno, sino evadirse de la realidad a través de su magnífica obra literaria?
¿Acaso no es "Niebla", la historia atormentada de Augusto Pérez, una realidad misma en la ficción?
Decía Unamuno, y decía bien en mi parecer, que el personaje del Quijote ha conseguido ser más real que la persona de carne y hueso que otrora fuese Miguel de Cervantes; decía el genio de Salamanca que los personajes de la ficción, por más que el autor piense que es su creador, tienen vida propia, son dueños de su propia esencia y desarrollan su propia identidad.
Si Unamuno naciera hoy, en el seno de nuestras actuales sociedades, sin duda seguiría siendo un niño inteligente, curioso y creativo, pero tal vez, y digo solo tal vez, en vez de leer compulsivamente se dedicaría a jugar con una PlayStation o una Xbox. ¿Por qué no? ¿Acaso no somos hijos de nuestro tiempo?
Ortega y Gasset, cuando se refirió a las posibilidades del ser, contempló en cierta manera un tipo de realidad virtual, que sin llegar a ser todavía real (ser en el mundo), ya estaba siendo considerada como tal en la mente del sujeto. De hecho, fue Husserl, uno de los maestros de Ortega, quien al referirse a la conciencia la definió como un modo de ser intencional; objetos e ideas son tratados en la conciencia de tal manera que podemos especular previamente sobre ellos, considerando diferentes posibilidades de elección antes de ejecutar nuestros actos.
Resulta curioso, hoy, observar cómo las posibilidades de ser, que imaginó Julio Verne en sus novelas de ficción, llegaron a ser certezas en el mundo real. Y es que la ficción se da en la realidad; toda ficción se construye inevitablemente a partir de rasgos o retazos de realidad (notas de realidad, que diría Zubiri), de tal manera que la irrealidad (ficticia o imaginada) se convierte en transcendencia de la realidad misma.
Julián Marías, profundizando en la idea de posibilidad señalada por Ortega, análoga al concepto de potencia del ser heideggeriano, señaló que la elección de posibilidades suponía considerar dos tipos de trayectorias: las reales y las posibles.
Decía Julián Marías que las personas, como los proyectos colectivos, deben elegir, a lo largo del ex-sistere (de su ser ahí en el mundo) entre un conjunto de caminos o trayectorias posibles. La elección de la persona, como la de un grupo humano, supondrá la preferencia por una opción vital que, en tanto que elegida, configurará lo que será una trayectoria real, ya sea personal (individual) o histórica (colectiva).
Zubiri, también discípulo de Ortega, llegó más lejos todavía y fue uno de los primeros pensadores en referirse a lo que hoy conocemos como realidad virtual.
Decía Zubiri que los objetos e ideas tratados en la conciencia adquieren un modo de ser propio, es decir, en cierto sentido ya son (existen) en la mente del sujeto, y no solo como posibilidad o potencia, como hasta entonces consideraron Ortega o Heidegger, sino como un ser virtual, como otra forma del ser real, si se prefiere.

Si nos fijamos bien, Zubiri, no sé si consciente de ello, entronca así, finalmente, con el pensamiento unamuniano, y legitima al autor de "Niebla", a través de la razón, reconociéndole la parte de verdad contenida en su delirante imaginación, la cual sostenía, desde una perspectiva más propia del poeta que del filósofo, que los personajes de la ficción tenían vida propia.

Y ya cerrado el círculo, regresamos a la genialidad transparente de Unamuno, después de que los doctos pensadores, tras sesudas reflexiones y análisis metafísicos, llegasen a conclusiones parecidas a las que Don Miguel llegara, mucho antes, a través del camino de la intuición. De hecho, el camino de la intuición no es sino el camino de la poesía y el de la imaginativa creatividad, como bien supo verlo María Zambrano cuando dijo ver en Unamuno más a un poeta que a un filósofo al uso.
Pero Zubiri, filósofo de gran prestigio reconocido, se dio cuenta, como Unamuno, de que la realidad se aprehende antes que se comprende, es decir, antes del acto intelectivo que es la comprensión de la realidad por parte del individuo, éste, inmerso en la realidad misma, la capta en su totalidad a través de los sentidos y de manera intuitiva; la hace suya a través de la poesía, el arte, la literatura, la imaginación. Sí, también a través de la razón, pero con la inevitable participación de emociones, voliciones y un sentir espiritual, por decirlo de alguna manera, que caracteriza la esencia del ser humano.
¡Llegar al conocimiento a través de la intuición primaria! ¿Cabe otra manera de adquirir conocimientos?

¿Qué sucede cuando endiosamos la razón, cuando la erigimos en diosa todopoderosa; cuando decidimos que la razón es la única vía para hallar la verdad? ¿Qué sucede cuando queremos responder a las más graves y urgentes preguntas de la existencia (la vida) solo a través de la razón?
Pues sucede que fracasamos y nos frustramos, como le sucediera al decepcionado Heidegger después de preguntarse por el sentido del ser desde una vía metafísica tan aséptica que prescindió del espíritu de la tradición histórica para analizar la existencia. Intentó prescindir del espíritu para hallar y/o desvelar la esencia del mismo. ¿No es esto paradójico en sí mismo? Al final no encontró nada o, mejor dicho, se vio inmerso en una nada nihilista y desesperanzadora que, de nuevo, le hizo volver su vista hacia Dios (su célebre "solo un Dios puede salvarnos).
También pudiera sucedernos lo mismo que a Wittgenstein, mente privilegiada, que haciendo suyo el fracaso de Heidegger decidió volver a lo objetivable, a un nuevo neopositivismo centrado en el estudio y análisis del lenguaje, reconociendo que "de aquello sobre lo que no se podía hablar era mejor callar". Un acto de resignación y claudicación vital tan irresponsable como antideportivo, pues, como bien dijera Ortega, la vida no consiste en hallar respuestas, sino en el noble y aristocrático deporte de buscarlas, pero con fairplay, siendo conscientes de que muy probablemente no podremos hallar las respuestas a las preguntas más radicales sobre el ser y la vida.
Y así, volvemos a encontrarnos jugando, no ante una videoconsola, pero sí junto a la vida y en la vida, practicando el deporte de intentar ser nosotros mismos.
¿La vida es sueño, como decía Calderón, o es un juego? Quizás sueño y juego estén inevitablemente relacionados entre sí en esa otra realidad tan humana que es la realidad virtual.

¿Debemos callar sobre aquello de lo que no se puede hablar?
Quizás Wittgenstein se refiriera a que el lenguaje no puede hablarnos sobre determinados misterios a los que no podemos llegar a través de la razón humana. Pero por eso, precisamente, podemos y debemos hablar a través del arte y de la poesía, de la ficción y de la imaginación; por eso mismo debemos crear un mundo mágico y espiritual que nos aleje de la náusea de la nada y, como decía Camus: "nos aleje de la idea del suicidio".
Al final, de hecho, quizás solo se trate de eso, de evitar la depresión; de evitar perder las ganas de vivir. Quizás solo se trate de "resistir", sin miedo ni esperanza, creando y soñando, jugando, hasta que llegue el morir.

martes, 1 de abril de 2014

Democracia o de cómo engañar a las masas.

"El presunto igualitarismo y universalidad que toda cultura normativa cree poseer, puede conllevar a que bajo su nombre se justifiquen acciones políticas que bajo otro contexto no lo estarían".
(Gustavo Bueno).

La falacia de las mayorías. 

Este engaño, perpetrado por la mayoría de las democracias occidentales, seguramente sea el argumento erróneo más utilizado y generalizado en nuestras actuales sociedades, las cuales, como señala Gustavo Bueno, necesitan creerse garantes y defensoras de incuestionables principios igualitarios y universales para justificarse a sí mismas; para poder legitimarse en definitiva.
La falacia de las mayorías consiste básicamente en atribuir valor de bondad y justicia a aquellas ideas o conductas aprobadas por un mayor número de gentes. Se establece, de esta manera, una dictadura de la opinión (ya señalada por Platón frente a la amenaza sofista) a través de la cual se homogeniza el pensamiento para considerar aceptable (bueno y justo) todo aquello que sea democrático, es decir, todo lo que sea refrendado por la voluntad popular. Así, cualquier grupo, independientemente de su ideología, será aceptado socialmente si, previamente, acredita ser un buen y talantero demócrata; y ello a pesar de que sus ideas o aspiraciones pudiesen atentar contra irrenunciables principios de justicia o contra naturales referentes históricos-culturales.

No cabe duda de que nuestras actuales sociedades occidentales son el vivo ejemplo de democracias tomadas al asalto por los dictadores de la opinión; son sociedades secuestradas por los políticos sofistas que, valiéndose de la legitimidad otorgada a la falacia de las mayorías, no dudan en convertir la democracia en un medio a través del cual satisfacer los intereses de partido (parte de...).
Foucault vio sagazmente, en su obra "La verdad y las formas jurídicas", que el sofisma es, de hecho, la esencia misma del pensamiento racional occidental, cuya única finalidad es legitimar las aspiraciones de poder de los diferentes grupos oligárquicos. Pero, por supuesto, dentro de obligados marcos democráticos.

Moral no es lo mismo que bueno.

Decía Zubiri que toda acción humana es inevitablemente moral, es decir, siempre justificamos nuestras elecciones de entre la multitud de posibilidades que nos ofrecen las circunstancias, en base a criterios de bondad y justicia.
Zubiri sostenía que nadie es ni puede ser amoral, pues todo ser humano, a través del acto de elección que conlleva el ex-sistere, está llevando a cabo paralelamente una justificación del mismo.
El problema radica, por tanto, en consensuar o normativizar socialmente qué es lo que podemos aceptar como legítimamente bueno y justo. Me explico: cuando un psicópata asesina a otro ser humano no lo hace porque él mismo sea amoral, sino porque su propia moral le permite justificar su crimen. ¿Cómo lo justifica? Muy sencillo: en base a principios de placer y de poder que él considera buenos.
El psicópata mata, primero, porque ello le produce un inexplicable e irracional placer y, segundo, porque puede, en tanto su moral le permite poder hacerlo.
Recuerdo, al respecto, que cuando un fiscal le preguntó a un oficial nazi (durante los juicios de Núremberg) por qué mataba judíos, la respuesta de éste fue un lacónico y breve porque podía.

Está claro que a los herederos de la moral judeocristiana, que hemos sido educados sobre las bases de unas creencias que defienden determinados valores de bondad y justicia, nos resulta imposible aceptar las justificaciones de psicópatas, nazis o stalinistas, dispuestos a justificar las muertes de otros seres humanos por tal de legitimar sus apetitos más irracionales, ya sean estos inexplicablemente placenteros como los del psicópata o producto de ensoñaciones de utópicos suprematismos.

Legitimar lo bueno.

Legitimar lo bueno será tanto como decidir qué es lo bueno, pero no aquello que pudiera ser bueno para un grupo reducido de visionarios o aislados iluminados (visión particular), sino que habrá de serlo para la generalidad de los seres humanos (visión universal). Para ello será necesario y obligado establecer un imperativo categórico ético-moral válido para todo el conjunto de la humanidad.
Kant, precisamente todo humanidad él, se ofreció voluntario para darnos la solución a problema tan transcendental, y dictaminó, a través de la razón, que ningún ser humano debe convertir a otro en un medio sacrificable que le permita la consecución de sus propios fines.

¿Cómo engañar a Kant?

El imperativo categórico de Kant se nos antoja inapelable, justo y, desde luego, henchido de universalidad, razón por la cual los otrora particularistas y defensores de utópicos suprematismos han de andarse con ojo; han de tener cuidado de no ser descubiertos, cuales vulgares felones, si desean violar tan sacro principio ético-moral. La humanidad ha aprendido de sus errores, y haciendo suyas las bases contenidas en "La paz perpetua" (de nuevo Kant) establece organismos internacionales (ONU) encargados de velar por el cumplimiento y la salvaguarda del que todavía, hoy, es un imperativo moral, repito, incuestionable.
¡Ah, pero el ser humano es incorregible! No puede evitar anteponer ancestrales imperativos vitales vs los civilizados imperativos morales que siguen aceptándose en la generalidad de las sociedades occidentales (hasta que a Rusia se le hinchen los webs, por cierto).
El nuevo objetivo de quienes añoran suprematismos o delirantes ensoñaciones será el de lograr engañar a Kant, pero de tal manera que su engaño pase por bueno, es decir, que aparezca legitimado ante los celosos guardianes del orden y la moral judeocristiana, kantiana a la postre.
Sabedores de que la verdad es relativa, quienes tienen sed y hambre de voluntad de poder, solo necesitan establecer nuevas verdades para aspirar a la consecución de sus deseos, pero poniendo mucho cuidado en legitimar dichos deseos otorgándoles carácter universal, es decir, otorgándoles obligada validez democrática.

¿Cómo legitimar deseos de poder?

Pues a través de la política. ¿Cómo si no?
Ya no vale enarbolar una pistola y vociferar un enérgico e irracional ¡siéntense, coño!, ahora hay que engañar con sutileza a las masas, de tal forma que ellas se crean libres y dueñas de sus destinos, cuando en realidad solo serán y desearán aquello que decidan que sean y deseen los diferentes grupos establecidos en los órganos de poder.

Vamos a legitimar mentiras:

Primer paso: recurrir a la falacia de las mayorías, argumentando que algo que es deseado por un gran número de gente es, necesariamente, bueno y justo. He aquí un primer engaño propio de sofistas de la política.

Segundo paso: reivindicar la democracia como único medio legítimo para poder engañar a las masas, es decir, para convencer al pueblo de que lo que ha deseado una minoría oligárquica es en realidad lo que decide y desea la ciudadanía.

Tercer paso: recurrir a la falacia del cambio, la cual postula que cambiar siempre es bueno, argumentando que el cambio, en sí mismo, es progreso. Se hará necesario, por tanto, negar lo actual y tradicional, acusándolo de caduco, retrógrado, dictatorial, etc... cuando en realidad se está estableciendo, como sagazmente observara Platón, una dictadura de opinión.

Cuarto paso: crear una voluntad popular mayoritaria.
Una vez se ha aceptado que lo bueno es aquello reconocido como tal por las mayorías, y aceptado que la democracia sea la única vía para arribar a cambios buenos, se hace necesario crear también una nueva verdad que será adoctrinada desde la cuna; será necesario crear y moldear las voluntades populares.
Ahora todo valdrá, desde tergiversar la historia (la realidad) hasta reinventarla, y todo para poder convencer a las masas de una nueva verdad en la medida que éstas seas desconvencidas de las verdades tradicionales; en la medida que los ciudadanos sean despojados y desarraigados de sus referentes histórico-culturales comunes que, al contrario que las "verdades" inventadas, sí tuvieron una trayectoria real en la historia.

Epílogo

Quien quiera obligarse a ver, entenderá qué tiene que ver el engaño moral que perpetran los sofistas de la política con las falacias de las mayorías y las falacias del cambio; comprenderá qué tiene que ver la manipulación y el adoctrinamiento de las masas para legitimar las voluntades populares.
El que quiera ver entenderá, en definitiva, cómo ha sido posible el gran engaño del independentismo catalán.
Y para quienes no quieran ver, pues eso, que sigan enarbolando pancartas y banderas, que sigan vociferando y apelando a un engaño institucionalizado y legitimado de forma tan bastarda.