jueves, 29 de mayo de 2014

Vida auténtica (Sartre y Heidegger)

¿Qué significa vivir de forma auténtica? ¿Qué quiere decir llegar a ser uno mismo?
Las sociedades actuales, tan uniformadoras como nihilistas, han conseguido que nos olvidemos del sentido del ser, es decir, han logrado que nos olvidemos de las cuestiones o verdades más radicales: sobre la vida y sobre nosotros mismos.
El olvido del ser ha permitido la cosificación de los individuos, alejándoles de las grandes preguntas transcendentales sobre el sentido de la existencia (la vida y la muerte); les ha despojado a estos de esencia espiritual; les ha instado a alejarse de sí mismos, evitando que se conozcan a través de esforzada introspección y obligándoles a centrar sus atenciones, preocupaciones e intereses, en el mundo de las cosas materiales. El olvido del ser ha ocasionado, en definitiva, que el ser humano no viva de forma auténtica, sino servil y sumiso a los dictados de los convencionalismos sociales de turno.

El ente social, con todas sus estructuras, se ha convertido en un gigantesco sistema orgánico con vida propia. Lo social, la vida humana en común, se ha erigido en un dios todopoderoso sempiterno e inmortal capaz de ser hasta el fin de los tiempos. Tan solo es necesario que perviva un grupúsculo mínimo de individuos para que la sociedad siga siendo y continúe justificando su razón de ser, consistente en perdurar en el tiempo. De hecho, no puede haber sociedad sin individuos, pues resulta inevitable que todo grupo humano no acabe dando vida a un sistema social, el que sea y justificándolo a través de la ideología que sea. Todo suprematismo ideológico, no lo olvidemos, está al servicio del ente social, que no de los individuos, como veremos a lo largo de esta reflexión.
La sociedad, de hecho, es una gran colmena donde a cada abeja (individuo) le ha sido asignado un cometido. Los individuos, mortales todos nosotros, viviremos por y para la sociedad; llevaremos una vida inauténtica, marcada por la resignación y la aceptación de deberes y obligaciones, hasta que nos llegue la muerte. Pero el espíritu de la colmena nos sobrevivirá. El cuerpo orgánico social, estructurado en grandes naciones, comunidades o pequeñas aldeas, sobrevivirá a todos y cada uno de sus miembros. Es más, sus miembros serán sacrificados en aras de la pervivencia del ente orgánico social.
No hay mundo, ni sociedad, si no hay seres humanos. Solo los seres humanos, pastores del ser, dan sentido al mundo comprendiéndolo e interpretándolo; conociéndolo y preguntándose por él por tal de mejor adaptarlo a sus necesidades y explotarlo en beneficio propio.

Lo paradójico es que el ser humano, creyendo servir al ente social en beneficio propio y para garantizar el bien común, en realidad se perjudica y se niega a sí mismo obligándose a llevar una vida falsa diseñada por los convencionalismos sociales.
Todas las estructuras sociales son convencionalismos combinados con ficciones y fraudes. Y, repito, la función de las reglas y normas convencionales no es la de garantizar la libertad individual, ni mucho menos garantizar a los individuos una vida auténtica, sino la de salvaguardar el futuro de la colmena, del ente orgánico social.

Ya he señalado que llevar una vida inauténtica (falsa) sería tanto como vivir en la resignación, que no desde la alegría, y desde la aceptación de deberes y obligaciones impuestos por imperativo social.
Así pues, deberíamos preguntarnos cómo consiguen las sociedades convencer a los individuos para que renieguen de su sacra libertad individual y la sacrifiquen, voluntariamente además, para garantizar la salvaguarda sempiterna del ente social.
Veamos el proceso a través del cual las estructuras sociales diseñan un programa de vida inauténtica para sus ciudadanos:

El engaño

El engaño es un imperativo funcional inherente a las estructuras sociales, es decir, resultará obligado e imprescindible engañar a los individuos para convencerles de la necesidad de renegar de sus libertades individuales por tal de supeditarlas a los intereses sociales.
El mejor engaño será el que nazca desde el interior del propio individuo, es decir, será el autoengaño generado ante la necesidad de autojustificar, ante la propia conciencia, actos o conductas para que estos no pequen de "inmoralidad". Por tanto, el autoengaño solo podrá legitimarse (ser efectivo) a través de la creación, a priori, de una falsa conciencia que pueda justificar las conductas o acciones que mejor sirvan a nuestros intereses, que serán los intereses del ente social.
Los convencionalismos sociales, por tanto, deberán crear una conciencia e insertarla en el subconsciente de las masas (mediante pedagogía y condicionamiento) y esperar a que se fragüe el autoengaño en la generalidad de la población.
Dicha conciencia, por supuesto, será considerada auténtica o falsa dependiendo de los intereses de las "parte de" en conflicto (ideologías antagónicas).

El autoengaño de la mala fe

Sartre identificó un mecanismo psicológico que subyacía en aquellos individuos que se instaban a  autoengañarse por tal de rehuir la responsabilidad de ejercer su derecho a elegir libremente.
La mala fe sirve para justificar ante la conciencia individual acciones o conductas legitimadas por imperativos sociales. El autoengaño consiste en mentirse uno a sí mismo argumentando que lo que se hace no es realmente por voluntad propia ni por libre elección, sino por imperativos sociales, de deber o legales. Así, el soldado puede justificar matar a otros seres humanos con argumentos de imperativos de deber: tener que matar no es su libre elección, pero es su deber hacerlo.
Del mismo modo actúan quienes aceptan normas y convencionalismos sociales, sin estar de acuerdo con ellos, pero lo hacen por imperativo legal.
Sartre sostenía, sin embargo, que siempre es posible elegir libremente. Yo no lo veo tan claro, pero en cualquier caso tampoco toca ahora reflexionar sobre el carácter absoluto de la libertad que defendía Sartre.

El autoengaño del Das Man

Heidegger profundiza mucho más en lo referente a la vida auténtica, pues si Sartre enfocó toda la problemática del poder llegar a ser uno mismo dependiendo del ejercicio de una libertad absoluta, siempre posible, según él y desde su perspectiva filosófica, Heidegger, como yo mismo, no vio tan factible el poder elegir con absoluta libertad.
Heidegger señala a la cotidianidad como la causa primera de una vida inauténtica; se refiere en concreto al carácter cotidiano (familiar) del Ser que se encuentra en todas partes, de tal forma que, paradójicamente, se oculta.
El ser humano está tan acostumbrado a hacer un constante y habitual uso del verbo ser, para referirse al ser de las cosas o a sí mismo (es una mesa, es un estudiante...) que se ha olvidado de su sentido; se ha olvidado del cuidado del Ser, es decir, se ha olvidado de preguntarse por las cuestiones más radicales sobre la existencia, sobre el ser del Ser: ¿por qué somos algo más que nada?
Olvidarnos de la cuestión del Ser, o dejar de preguntarnos por qué somos y para qué somos, nos sumerge en una vida rutinaria y anodina, cotidiana, inauténtica en definitiva. Y nos dejamos arrastrar y llevar por los dictados del Das Man (el Uno).
El Das Man podría entenderse como lo que se hace; sería como una rutina de vida diseñada, programada y condicionada socialmente, para no permitirnos llevar una vida auténtica, una vida en completa libertad. ¿Y qué es lo que se hace? Pues ir a la escuela, trabajar, casarnos y tener hijos, pagar una hipoteca de por vida... y morirnos.
Así, nos autoengañamos y aceptamos una vida inauténtica argumentando que hacemos lo que hacemos porque eso es lo que se hace (¿cabe argumentación más simplista?); ahora no será un deber o un imperativo legal quienes coaccionen o coarten nuestra libertad individual. Se trata de algo más sutil, cotidiano y familiar: se trata de la inercia del dejar pasar la vida a la que se refiriera magistralmente nuestro Jorge Manrique; es la vida sin sentido, y programada socialmente, que padeciera el angustiado Iván Ilich de Tolstoi.

Positivar la muerte para llevar una vida auténtica.

La poesía y el arte en general (literatura, pintura, cine...) tienen la cualidad, a través de sus lenguajes simbólicos y metafóricos, de poder desvelarnos y mostrarnos, aunque sea intuitivamente, la esencia del Ser. Las artes, y también la reflexión y la introspección en soledad, nos abren al sentido del ser y nos señalan el camino de la vida auténtica.
Y es que solo los poetas, los místicos y los filósofos locos (desde Heráclito, Nietzsche y Wittgestein hasta nuestro genial Unamuno) se toman en serio la muerte, la realidad de la misma y la necesidad de positivarla, es decir, de aprovecharla, por así decirlo, para dar un sentido a la existencia.
Ninguna metafísica o filosofía puede hacernos tan conscientes de la crudeza y la realidad de la muerte como las sentidas "Coplas por la muerte de su padre", de Jorge Manrique, o el sentido "Llanto por Ignacio Mejías" de Lorca. "La muerte de Iván Ilich", de Tolstoi,  constituye también un fiel retrato de la vida inauténtica programada por las estructuras sociales. El gran psicólogo ruso, a través de esta angustiosa historia, nos hará reflexionar dolorosamente sobre el fin último de nuestra existencia.
El mismo Wittgestein, que decía preferir las películas musicales y del Oeste a los sesudos análisis metafísicos, renegó de la filosofía y buscó la vida en soledad, lejos de la vida inauténtica en sociedad.

Pero no nos autoengañemos y obliguémonos a desenmascar todos los engaños programados socialmente. Aceptemos, como Heidegger, que el ser humano está condenado a vivir en sociedad, sí o sí, pues la misma esencia del Dasein se da y es, de facto, en tanto se encuentra inmersa en el ex-sistere (ser-ahí) en el mundo y sus circunstancias.
El error de Sartre, en mi parecer, consistió en sobredimensionar la relevancia del ser en sí a la hora de hacer responsables a los individuos del libre ejercicio de su libertad.
El ser humano no es tan solo un ser en sí, con conciencia propia, sino también un ser ahí, inserto en un mundo y en unas circunstancias que, inevitablemente, influyen y determinan sus conductas y sus actos.
Lo que consideremos como vida auténtica siempre habrá estado definido, previamente, por unas creencias o por unos determinados valores ideológicos. Son los ideólogos, los programadores de los diferentes modelos de vida en pugna, quienes deciden qué es vivir conforme a una conciencia auténtica o una falsa conciencia. Toda estructura social, justificada a través de convencionalismos, crea diseños de vida acordes con los intereses de una "parte de", de la sociedad o, si se prefiere, de la humanidad.
Un judío en la Alemania nazi difícilmente hubiese podido llevar a cabo un proyecto de vida auténtica, pero Sartre hubiese podido echarle en cara que no ejerciese su libertad absoluta optando por morir luchando antes que someterse resignado.
Tampoco un intelectual, disidente del comunismo en la URSS stalinista, tuvo demasiadas oportunidades para llevar a cabo una vida auténtica. ¿También debería haber preferido morir luchando antes que pudrirse en un gulag?
¡Cuidado con lo que elegimos!
Mucho cuidado con legitimar la libertad absoluta de los Hunos, reconociéndola como conciencia verdadera, al tiempo que negamos las libertades de los Hotros, argumentado que viven autoengañados en sus falsas conciencias.
No, lo siento mucho, pero yo, que creo haber reflexionado suficientemente sobre el sentido del Ser, me niego a ser coaccionado socialmente para ser obligado a elegir, falaces ilusiones de alternativas mediante, entre conciencias o formas de vida que pretenden pasar por auténticas, cuando no son mas que torpes diseños o programas de vida capaces de engañar, tan solo, a las irreflexivas e irracionales masas.


lunes, 26 de mayo de 2014

Dialécticas de la liberación (cristianismo, marxismo y feminismo).

En una de mis reflexiones, titulada "Crítica al Manifiesto Comunista", señalé, sin profundizar al respecto, los paralelismos que Bertrand Russell halló entre el cristianismo primigenio y el marxismo.
El judaísmo creó originariamente toda su dialéctica en torno al enfrentamiento entre el pueblo de Israel vs los demás pueblos (gentiles) que, además, fueron históricamente sus dominadores. Así nacía, de hecho, la primera dialéctica de la liberación de la historia: el pueblo elegido por Dios frente a los dominadores que impedían su liberación (Egipto, primero, y más tarde Roma).
El cristianismo, que se gestó durante la dominación de Roma, y pronto se convertiría en una alternativa al judaísmo, universalizó la dialéctica de la liberación (urbi et orbi).
La propuesta de liberación cristiana, a través del amor al prójimo, constituyó, de facto, la primera gran deconstrucción filosófica de la historia y, por ende, de la humanidad, para superar a los poderes o fuerzas dominadoras del momento (Roma).
Toda interpretación dialéctica de la historia parte de la idea común de que la lucha entre contrarios es el motor primero, principio y causa, del devenir histórico y de la humanidad.
Así, la dialéctica judeocristiana intentó superar el antagonismo existente entre gentiles y el pueblo elegido, a través de una síntesis de reconciliación: el amor universal a Dios, el cual convertía a todos los hombres en hermanos. Todos iguales, nadie más que nadie. El cristianismo asentaba, así, no solo las bases de un primigenio igualitarismo, sino que además hacía una promesa de vida eterna: aseguraba, tras la muerte, una justa recompensa en el reino de los cielos, que no en la Tierra.

Si nos fijamos, Marx lo único que hizo fue una deconstrucción del judeocristianismo (reinterpretación) para ajustarlo a las necesidades de su época. Así, los otrora grupos antagónicos, gentiles vs cristianos, pasaron a ser los burgueses vs los proletarios. El socialismo utópico ensayó una nueva síntesis reconciliadora entre ambas clases sociales. Por supuesto, la propuesta reconciliadora del socialismo, como antes la del cristianismo, fue unilateral y estuvo impuesta por una de las partes en conflicto. Si el cristianismo obligó a aceptar como conciencia auténtica (la verdadera) la de los cristianos frente a los paganos, el marxismo hizo lo propio y sentenció que la conciencia auténtica (dictamen de la historia mediante) era la proletaria frente a la burguesa. Todos iguales, nadie más que nadie. La ideal comunidad socialista habría de estar formada únicamente por la clase trabajadora.
Allí donde el cristianismo reveló, sagradas escrituras mediante, que Dios era el ente o ser supremo que daba sentido a la existencia humana, Marx hizo lo propio, a través de un nuevo método de análisis que dio en llamarse materialismo dialéctico, para proclamar que el devenir de la historia había dictaminado que la clase proletaria era el nuevo pueblo elegido para construir el utópico y universal socialismo. Esta nueva dialéctica de la liberación, con las mismas aspiraciones de universalidad que el cristianismo, permitiría a todos los trabajadores del mundo sacudirse el yugo opresor de las clases dominantes (burguesía capitalista).

No toca ahora discutir la validez del materialismo dialéctico como método filosófico que se autolegitimó a sí mismo frente al tradicional idealismo, más espiritual y heredero del judeocristianismo. Baste, tan solo, señalar sus aciertos: cuestionar la verdad de las revelaciones (sagradas escrituras) en tanto éstas eran imposibles de probar, y obligarse a analizar la realidad de forma objetiva. El problema, que siempre es el mismo en lo que respecta a métodos de análisis filosóficos, es que estos siempre están sesgados ideológicamente en mayor o menor medida, pues si se acepta que toda verdad es relativa (y el marxismo lo reconoció, de facto, en "El manifiesto comunista") es claro que cualquier análisis o interpretación (diferente perspectiva) de la realidad será susceptible de pecar de subjetividad.

Sin embargo, desde un punto de vista psicológico, Marx fue mucho más inteligente que Jesucristo, y su gran acierto, que a la postre le permitiría lograr una rápida difusión de sus ideas entre las masas, consistió en prometerles a éstas un paraíso terrenal, es decir, les propuso reducir el tiempo del aplazamiento de las recompensas cristianas. Con la consecución de la utópica sociedad proletaria ya no habría que sufrir una vida de miserias para llegar a un incierto paraíso celestial tras la muerte; el paraíso socialista podía lograrse en la Tierra, a través de la lucha del proletariado. Y, lo más importante, podría disfrutarse en vida.

La psicología evolutiva nos ha enseñado que ningún niño hasta lo dos o tres años aproximadamente, es capaz de aplazar recompensas. Los niños son exigentes, impacientes y muy egocéntricos; su yo está orientado a la inmediata satisfacción de sus intereses y necesidades.
El proceso de maduración de los niños pasa por diferentes etapas o estadios, a través de los cuales adquirirán, entre otras habilidades cognitivas, el autocontrol de las emociones y el aplazamiento de las recompensas.
Madurar es difícil, pues exige trabajo y sacrificio. Dicho así, puede parecer políticamente incorrecto, incluso cruel, aseverar que un niño deba sacrificarse. Pero es que, de hecho, todo aprendizaje supone un sacrificio vital. El mero hecho de ir al escuela constituye en sí mismo un sacrificio vital, pues la vida libre que pudiera llevar cualquier niño, respondiendo tan solo a sus instintos e impulsos más naturales, se restringe en aras de una necesaria educación y formación.
¿Y qué supone toda educación, sino un aprender a aplazar recompensas?
El niño aprenderá que solo podrá jugar y divertirse cuando haya cumplido con sus deberes y obligaciones; aprenderá que deberá dominar sus impulsos a través de la socialización; aprenderá, en definitiva, que para obtener un aprobado primero tendrá que esforzarse estudiando y trabajando.
La pedagogía social, de hecho, y también en nuestra madurez, nos sigue enseñando cómo aplazar recompensas a lo largo de toda nuestra existencia: tendremos una jubilación cuando hayamos pasado toda nuestra vida trabajando; dispondremos realmente de nuestra vivienda cuando paguemos la hipoteca al banco...

¡Y hete aquí que aparece el marxismo, dialéctica de la liberación en mano, y nos propone no aplazar nuestras merecidas recompensas vitales!
El mensaje reduccionista que cala entre las masas, por supuesto erróneo, es el de que con el socialismo ya no hay que sacrificarse más; podremos vivir mejor y tendremos nuestras necesidades básicas cubiertas por un bienintencionado Estado protector.
¿Qué niño no suscribiría tan golosa propuesta?
De hecho, desde que el socialismo español implantara la LOGSE, nuestros niños son ahora más felices. Sí, vale, también son más ignorantes, pero ¿Qué importa? Lo importante es que nuestros niños no sufran y que todos reciban su correspondiente aprobado.
¿Que el día de mañana no estarán preparados para encontrar un trabajo? No pasa nada, ellos ya saben que tendrán derecho a prestaciones, subvenciones y a multitud de tipos de ayudas que les garantizarán la subsistencia.
Por supuesto, ni los ideólogos del marxismo ni sus intelectuales son niños. La élite intelectual que todavía se obstina en revisar y actualizar la teoría marxista está constituida por gente de valía, está concienciada (en el sentido más positivo del término) y es portadora, todavía, de loables valores éticos y morales.
El problema es que las masas, las que se muestran fervientes seguidoras de opciones de izquierdas, no votan, en su mayoría al menos, unos ideales de igualdad, justicia y progreso, sino que votan como niños egocéntricos e inmaduros, esperando que el Estado les recompense (satisfaga sus necesidades) como ellos se merecen.
Reclaman derechos y más derechos, pero no quieren saber nada de obligaciones, y si el partido de los suyos les decepciona (pongamos por ejemplo el PSOE) no tienen empacho alguno en votar al PP. ¿Qué importan los valores? De esos hay muchos, lo que las masas desean es la felicidad, no aplazar recompensas a las que tienen derecho porque sí, porque ellas lo valen.
Cuando un sistema comunista llega al poder... ¿Qué es lo primero que se ve obligado a hacer?
Una dictadura. Sí, porque nadie mejor que sus ideólogos saben del carácter rebelde e indócil de las masas. ¿Cómo no habrían de saberlo si fueron ellos, la intelligentsia ideológica, quienes se encargaron de rebelarles contra el sistema, quienes se encargaron de hacerles creer que era posible vivir teniendo todas las necesidades básicas cubiertas y sin sacrificio alguno?

Una vez que las avanzadas sociedades occidentales son conscientes del fracaso del socialismo utópico, no tienen más remedio que crear híbridos ideológicos: socioliberalismo, anarcoliberalismo, anarcocapitalismo...

Pero hete aquí que ante el fracaso de la transmutación de valores llevada a cabo por el marxismo, aparece la Escuela de Frankfurt, con Theodor Adorno al frente de la misma, y se vuelven a ensayar nuevas dialécticas, entre ellas las de la ilustración y la negación.
Ahora, constatada y certificada la crisis ideológica de la postmodernidad, se prescindirá descaradamente de la objetividad racional del materialismo dialéctico y se legitimará abiertamente la irracionalidad del deconstructivismo (interpretación subjetiva de la historia) al servicio de los intereses de diferentes grupos o clases; todos ellos con agravios y cuentas pendientes con el tradicional poder dominante. Nacerá, así, la última y más importante dialéctica de la liberación de la época más reciente: el feminismo.

El feminismo se despoja de la hipocresía del marxismo, aunque la esencia del mismo subyace en su propia razón de ser, como veremos más adelante. Pero con la nueva propuesta de liberación de la mujer, el feminismo reconoce, implícitamente, que el materialismo dialéctico del marxismo fue, tan solo, una herramienta necesaria para disfrazar de racionalidad la primera gran deconstrucción subjetiva de la historia.
Toda deconstrucción es interpretación, hermenéutica al cabo, y está al servicio de los intereses de un grupo que aspira a ostentar el poder; y el feminismo, sin complejos, decide arrogarse el derecho a hacer su propia deconstrucción de la historia según sus intereses de "sexo"*, que no de clase. Nada que objetar. Todo grupo o "parte de", aunque no sea consciente de ello, realiza el mismo ejercicio pseudofilosófico por tal de legitimar su verdad o conciencia auténtica.
El feminismo se muestra con un nuevo espíritu revolucionario, poético y artístico, pacífico y más acorde con las sensibilidades actuales. Ha hecho suyo el dolor de una época sumida en la desesperanza y el nihilismo, como antaño hicieran Marx y Engels durante la deshumanizada revolución industrial, pero el feminismo propone una cura de pensamiento defensivo frente a las proclamas beligerantes de las pretéritas dictaduras proletarias.
El pensamiento defensivo, caracterizado por la resistencia y la oposición pacífica frente a las injusticias, dice no desear el poder, porque ello supondría cometer los mismos errores que las tradicionales sociedades patriarcales dominantes. Pero he ahí una vez más, como bien señala la pensadora María Teresa Zubiaurre, la gran aporía a resolver: ¿Cómo podría el feminismo defender su razón de ser sin aspirar a controlar el poder?

Y sin embargo, a pesar de toda la retórica en torno al pensamiento defensivo que subyace en su dialéctica, el feminismo vuelve a decirnos lo mismo, pero interpretando la realidad desde otra perspectiva y a través de otros valores.
Donde antes había un pueblo elegido (judeocristianimo) y el marxismo propuso una clase elegida (proletariado) ahora será un sexo (femenino) el llamado a llevar a cabo la última gran revolución de la humanidad.
Si el cristianismo propuso una revolución igualitaria entre todos los hombres, y el marxismo entre todos los proletarios, el feminismo propondrá la revolución igualitaria entre sexos (hombres y mujeres). Sin embargo, sus conciencias prepotentes les delatan a todos ellos. El cristianismo solo acepta la salvación del buen cristiano, el marxismo la del proletario consciente y el feminismo la de la mujer rebelde y castradora.
Cada uno de estos supremacismos se muestra beligerante con los herejes de cada época. Pero el feminismo, haciendo uso del pensamiento defensivo, "suaviza" sus formas de lucha y troca la hoguera inquisidora y el gulag reeducador por acciones subversivas y provocadoras (mostrar sus pechos desnudos, profanar iglesias...) y, sobre todo, haciendo boicots y escraches a cualquier hereje que no se reconozca "feminista".
El feminismo pretenderá sustituir el tradicional patriarcado dominante (Dios = padre) por sociedades matriarcales (naturaleza= madre) y por ello resultará inevitable que, frente a la rigidez de la racionalidad masculina, apueste por la flexibilidad de la irracionalidad femenina. La intuición, la sensibilidad y el arte se antepondrán a la razón y la lógica. El amor y el pacifismo serán los valores antagónicos a la competitividad, agresividad y beligerancia masculina.
De nuevo se repite el error del cristianismo y el marxismo de pretender crear una nueva conciencia auténtica de forma unilateral y según los valores e intereses de una "parte de", en este caso desde la perspectiva sesgada del sexo femenino.
Sí, es cierto, cambian las formas, pues allí donde había una instintiva masculinidad dispuesta a dominar haciendo uso de la fuerza, el feminismo ejercerá una resistencia pasiva, transgresora y reivindicativa, por tal de lograr la liberación de la mujer y, a la postre, de toda la humanidad, pues el feminismo se erige, como sus predecesores, en una nueva alternativa o cosmovisión para dar sentido a la existencia humana, pero a través de los valores matriarcales.
Y es llegados a este punto, en lo concerniente al interés en legitimarse como alternativa de salvación universal, cuando el feminismo vuelve a cometer los mismos errores que las teorías críticas que le precedieron en el pasado, pues si antes todos debían ser cristianos, y después proletarios, ahora todo el que se precie de ser una buena persona, defensora de valores de igualdad y de justicia, habrá de abrazar la nueva conciencia auténtica y proclamarse feminista. ¡Amén!

* El feminismo no busca la igualdad entre los sexos, sino la supremacía del sexo femenino. No tiene sentido hablar de "géneros", sino de sexos, como no tiene sentido hablar de "clases", sino de personas. Ningún supremacismo, convertido en teoría de la liberación, pretende realmente "liberar" a TODAS las clases de personas, sean del sexo que sean, sino solo a aquellas que formen "parte de" la conciencia verdadera creada por él mismo.



domingo, 25 de mayo de 2014

¿Hacia dónde se dirige la humanidad? ("Snowpiercer")

Acabo de ver una buena película de ciencia ficción titulada "Snowpiercer" (un tren llamado rompenieves). La película nos invita de forma inteligente, a través de un sugerente y bien  hilvanado guión, a reflexionar sobre el destino de la humanidad:

Un fallido experimento para solucionar el problema del calentamiento global casi acabó destruyendo la vida sobre la Tierra. Los únicos supervivientes fueron los pasajeros del Snowpiercer, un tren que recorre el mundo impulsado por un motor de movimiento eterno. Adaptación de la novela gráfica "Le Trasperceneige", escrita por Jean-Marc Rochette y Jacques Loeb. (FILMAFFINITY)

Como todas las buenas películas de ciencia ficción, "Snowpiercer" aborda importantes cuestiones filosóficas y metafísicas partiendo de realidades en ficción, que no de ficciones de la realidad. La ficción, de hecho, no es irreal, porque, como bien demuestra el género CF («sci-fi» en inglés), todo lo imaginado o ficticio se crea a partir de notas tomadas de la realidad. Decía Zubiri que las representaciones virtuales en nuestra mente ya son, en cierto modo, formas de realidad.
Y es que el género de la CF es un magnífico medio para desnudar ante nuestros racionales ojos (que solo creen en lo que ven) la misma esencia de la realidad, pero maquillada, si se prefiere, a través del lenguaje artístico y creativo de quienes se sirven de simbolismos, metáforas y alegorías para ver la realidad de otra manera.

La película

"Snowpiercer" nos propone un sencillo ejercicio mental a través de una representación alegórica y una constante sucesión de metáforas: imaginar la vida humana a través del ex-sistere (ser ahí) en un tren que constituye en sí mismo un pequeño mundo al que le da sentido un Dios o ente supremum (el motor del movimiento eterno).

Tenemos todos los elementos o existenciales necesarios para elaborar una sencilla pero instructiva metafísica que nos permita reflexionar con el relajo que de ningún modo podríamos hallar leyendo "Ser y tiempo":

Mundo: el tren.
Sentido del ser o Dios: motor del movimiento eterno.
Dasein: cada uno de los pasajeros del tren; ellos y, por supuesto, sus circunstancias.
Tiempo: una concepción circular del tiempo, no lineal. No hay un destino último de la historia, pues la única razón de ser del tren es seguir siendo, dando vueltas a la tierra una y otra vez. Dicha concepción circular de la historia, vista como un eterno retorno que no lleva a ninguna parte, salvo al desesperanzador nihilismo, obligará a los pasajeros del tren a preguntarse: ¿hacia dónde se dirige la humanidad? ¿Cuál es el destino último de los supervivientes que viajan en el Snowpiercer?

La vida de los supervivientes en el tren (un reducido espacio cerrado) permitirá reflexionar a partir de una dialéctica o lucha de contrarios: los pasajeros de la clase de cola (nuevos proletarios) y la clase del frente (burgueses). El primer vagón lo constituye íntegramente el motor del eterno movimiento y en él viaja, exclusivamente, el multimillonario Wilford que dio vida al proyecto de un tren autosuficiente, capaz de generar sus propios recursos (agua y comida) y capaz de dar vueltas al mundo, una y otra vez, gracias a una fuente de energía inagotable (el motor del eterno movimiento) y gracias al diseño de una extensa red ferroviaria capaz de sortear cualquier obstáculo (océanos, montañas, zonas árticas...)
Los vagones que siguen a la locomotora están ocupados por los pasajeros privilegiados. Son vagones destinados al ocio (discotecas, restaurantes, saunas, piscinas..) y también dedicados a la producción de recursos (alimentos) y a la educación de los niños (escuela).
Los últimos vagones los ocupan los pasajeros que no tienen acceso a los lujos, ni a los recursos ni a la educación. Tan solo viven hacinados recibiendo diariamente su ración de comida.

El espectador poco reflexivo, presto a proyectar sus frustraciones y/o prejuicios ideológicos, estará tentado de hacer una primera lectura marxista de Snowpiercer. Nada más lejos de la realidad. Ya dije que estamos ante una película inteligente.
Sin embargo, los pasajeros de la clase de cola son, sin lugar a dudas, los desposeídos del tren, los descamisados que no tienen ningún acceso a los servicios y comodidades de ese pequeño mundo sobre raíles. Pero tampoco tienen que trabajar ni deben dedicarse a función productiva alguna. Solo se deben al imperativo vital de subsistir. ¿Por qué, entonces, el gran Wilford, ingeniero y creador del motor del eterno movimiento, los mantiene vivos?
El tren es capaz, a través de un reducido grupo de trabajadores privilegiados, de generar sus propios recursos. De hecho, son los pasajeros de la clase del frente quienes se encargan de suministrar alimento diario a los pasajeros de cola para mantenerlos con vida. Como a ganado humano, pensé, encerrados y cebados pero... ¿para qué?

Y sin embargo, las duras condiciones de vida de los pasajeros de cola, peores que las de los esclavos de la antigüedad, les instarán a ensayar sucesivas revoluciones para arrebatarle a Wilford el control del motor (la razón de ser del pequeño mundo sobre raíles).
La lectura de Snowpiercer no puede ser marxista porque el problema que se plantea no gira en torno al dominio de una clase trabajadora susceptible de ser explotada. Sí, es cierto, la dialéctica del tren en eterno movimiento plantea una falsa lucha de clases que se justificará, falazmente en mi opinión, al final de la película de forma harto burda. Pero lo que plantea realmente la película, con la valentía y la incorrección política que serían imposibles de hallar en la realidad, es la cuestión trascendental, tan actual como obviada, de qué hacer con la humanidad.

¿Qué hacemos con la población excedente que ya no es necesaria para producir?
La sociedad actual ha creado su propio motor del eterno movimiento; sistemas sociales tecnológicamente autosuficientes y capaces de despojar al ser humano de su esencia; la esencia de poder ser a través del trabajo. Ya no hay trabajo para una importante parte de la población. La tecnología ha despojado al ser humano de su potencialidad de ser y le ha convertido en animal de granja, en un animal de lujo dado al ocio, pues ya ni siquiera es un animal necesario para producir.

La dialéctica que subyace en Snowpiercer no es la ya superada lucha o enfrentamientos entre clases, sino una dialéctica vital, de vida o supervivencia. De hecho, lo único que mueve a Wilford es el ansia de seguir siendo, es decir, de preservar a la humanidad como idea o concepto, aunque para ello deba sacrificar a los hombres de carne y hueso: lo que preocupa en el reducido espacio del tren de supervivientes es garantizar la sostenibilidad entre población y recursos generados. Se trata, no ya de explotar al hombre por el hombre, sino de conseguir un número ecológico de pasajeros que pueda garantizar la continuidad o perdurabilidad de la humanidad, de los últimos seres humanos.

Viendo Snowpiercer no pude evitar recordar las palabras del profético Santiago Niño Becerra: "Será inevitable establecer una renta social garantizada para mantener a la creciente población que no tendrá trabajo, porque no hay trabajo".
Y también, cómo no, recordé a Sloterdijk y a sus provocadoras propuestas sobre eugenesia social (ver eugenesia para zombis) porque está claro, sí o sí, que la sostenibilidad del planeta Tierra, como la de Snowpiercer, no está garantizada. Está claro que sobra población. Y está claro que el control de la natalidad futura que no se haga con inteligencia y racionalidad aséptica se hará, como demuestra la historia, a través de la irracionalidad de guerras y revoluciones.


Spoiler: no leer quienes estén interesados en ver la película.

Decía en un párrafo anterior que, en mi opinión, la película intenta justificar, falazmente, la presencia de una dialéctica de clases.
A lo largo de mi reflexión me pregunté: ¿para qué se mantenía con vida a la clase de cola, cuyos pasajeros no eran productivos ni debían desempeñar trabajo alguno?
La película nos guarda para el final la decepcionante respuesta: Wilford escogía periódicamente a niños pequeños, hijos de los parias del tren, para utilizarlos como piezas de recambio del motor del eterno movimiento. Los niños, al ser pequeñitos, se colocaban entre la maquinaria del motor y realizaban manualmente el trabajo que desempeñaban piezas que ya no se podían reemplazar. Se justificaba, así, la lucha de clases y la explotación del hombre por el hombre, pues todo un grupo de seres humanos eran criados y cebados exclusivamente para ser utilizados como medios sacrificables al servicio de otros hombres.
¿Dónde está la falacia o error en esta peregrina justificación?

Primero: resulta poco creíble que el trabajo manual de un niño, por mucho que se llegase a automatizar, pudiera suplir la funcionalidad de piezas y componentes de una maquinaria compleja.

Segundo: estamos hablando precisamente de eso, de una compleja maquinaria; el motor del movimiento eterno, ni más ni menos, que se suponía que era en sí mismo una inagotable fuente de energía. Un motor autosuficiente que producía energía eternamente, una máquina perfecta que, por lo visto, dependía de la fuerza del trabajo de un niño. Really?

Creo que, al final, la película no pudo evitar pecar de ese humanismo, demasiado humano y antropocéntrico, obcecado en erigirse en dios todopoderoso y en el centro de todas las cosas: un humanismo justificación de sí mismo.
Y es que, sin la falaz argucia (falsa necesidad) de sacrificar niños, seres humanos al cabo, para alimentar al motor del eterno movimiento... ¿Qué sentido hubiese tenido mantener con vida a los pasajeros de los vagones de cola? ¿Qué sentido hubiese tenido esa nueva humanidad (grupo de supervivientes) cuyo destino era dar vueltas in aeternum alrededor de la Tierra sin hacer nada y sin servir para nada?







martes, 20 de mayo de 2014

Mediocridad consensuada (Conchita en Eurovisión)

¡Pongámonos de acuerdo para decidir qué es verdad! ¿Imposible, decís? Pues pongámonos de acuerdo, al menos, para decidir qué es bello, o qué es mejor o más bueno. ¿Tampoco?
Ortega sostuvo que la única verdad radical era la vida; la vida como fuente de todo: del mundo, del ser, del dasein, de la totalidad del ex-sistere en definitiva. Yo lo suscribo.
Zubiri, de forma análoga, estableció que la realidad era la verdad radical que convertía al ser humano, de facto, en un animal de realidades.
Vida y realidad son, o deberían ser, dos verdades a priori incuestionables. Y, sin embargo, la humanidad ha llegado incluso a cuestionar la vida misma (la de un feto humano, por ejemplo) o la realidad que le envuelve. Hace tiempo que el ser humano se proyecta en el ex-sistere a través de mundos irreales y virtuales; a través de fantasías o ficciones empeñadas, las más de las veces, en negar obstinadamente la realidad circundante.
Sin embargo, a pesar del pensamiento negativo y defensivo (contra la tradición y la realidad histórica) que caracteriza a la postmodernidad, el ser humano necesita conocer y tener certezas sobre sí mismo y sobre el mundo que le rodea, y necesita, por tanto, establecer verdades sólidas que den sentido a su existencia.
Necesitamos verdades absolutas y universales. Sí, las necesitamos. Cuestión diferente es que ya no creamos en la posibilidad de hallar verdades sempiternas e inmutables.
Pero la necesidad de creer en algo, por peregrino que sea, nos obliga a traicionar nuestro fingido relativismo ético, moral y estético. Al final, siempre una verdad, mal que sea relativa o consensuada, deberá ocupar el vacío nihilista que dejaran las otrora verdades absolutas y universales.

La verdad absoluta.

El Occidente de la postmodernidad ha aprendido a vivir en la creencia de que no existen las verdades apriorísticas, inmutables y eternas. Con la muerte de Dios moría, de hecho e irremediablemente, la única esperanza de creer en verdades absolutas e incuestionables.
Convencido Occidente, que no otras civilizaciones, de que era imposible hallar verdades absolutas, se dedicó a suplantar a éstas con los sucedáneos más pintorescos y ajenos a la razón de ser de la propia civilización occidental.
El ateo cree en la verdad absoluta de que no existe ninguna verdad absoluta (paradoja). O como diría mi abuela: ¡Toma del frasco, Carrasco! Mientras, los cripto-budistas (misticismos, filosofías y corrientes psicológicas herederas de Oriente) se atreven a proclamar la irrealidad de la conciencia como verdad incuestionable. Como diría un castizo: pa mear y no echar gota.

La verdad relativa.

De hecho, cuando nos referimos a la verdad relativa, seguimos creyendo en la verdad, pero en la verdad de una "parte de", es decir, en la verdad (ideológica, religiosa o mística) que comparte un conjunto de creyentes afines a unas nuevas ideas; a una nueva fe.
Y es que el ser humano necesita ser creyente, sí o sí, pues de lo contrario, sumido en el nihilismo y la angustia existencial, se dirigiría hacia una segura autoinmolación o suicido vital.
Allí donde antes teníamos a un ferviente creyente en Dios, ahora tenemos a un dogmático creyente del socialismo utópico; donde antes había creyentes en una religión monoteísta, es decir, donde había una necesidad de estar religados a un ente supremo y creador, ahora tenemos individuos igualmente religados al Maya o irrealidad de la conciencia (budismo, taoísmo...). Donde antes se erigían iglesias cristianas, ahora se erigen los templos de las iglesias de la cienciología o de las iglesias gnósticas, por poner tan solo dos ejemplos.
Cuando una sociedad se obceca en despojar a sus ciudadanos de la tradición religiosa de sus antepasados; cuando se obstina en despojar a sus miembros de la esencia espiritual necesaria para afrontar la angustia existencial, les está empujando, al tiempo, a abrazar nuevas creencias. Las que sean, con tal de rehuir de la desesperanza y la náusea de la nada.

La verdad consensuada.

Hay otra clase de verdad, cuya legitimidad no se fundamenta en el hecho de tener a un grupo de seguidores o fieles creyentes, sino que se justifica a través del dictamen que establecen grupos oligárquicos con poder para establecer leyes, normas y reglas sociales. Las verdades que establecen los convencionalismos sociales, a veces temporalmente, podemos encontrarlas en campos tan dispares como la educación, la medicina, la psicología, la justica, la política...
La verdad consensuada, heredera del Derecho Positivo, tiene pretensión democrática, convencida de que la voluntad de la mayoría, por muy equivocada que esté, ya es en sí misma garantía de justicia y bondad moral. Si el consenso de dicha verdad se consigue, además, a través del dictamen de un grupo de sabios o expertos, mejor avalada estarán las nuevas creencias, leyes o normas.

Mediocridad consensuada.

Después de todo lo expuesto, si alguien se ha obligado a leer tan espeso "tocho", podrá estar preparado, o al menos en mejor disposición, para contestarme: ¿Por qué el último concurso de Eurovisión lo ganó una mujer barbuda? ¿Por qué, en dicho concurso, no ganó, ni de lejos, la mejor canción? ¿Qué conclusiones cabría extraerse de tan sorprendente hecho real?

Conchita o, por mejor decirlo, la transgresión hecha espectáculo de masas, ganó por una sencilla razón: la decadencia que asola la civilización occidental.
En la obra "La decadencia de Occidente", Spengler profetizó que la civilización occidental se autoinmolaría, o suicidaría vitalmente, tras una larga agonía durante la cual sería despojada de su esencia espiritual, de su dignidad; de su forma de vida auténtica.
Conchita, el hombre travestido de mujer con barba, asestó un duro golpe a toda una civilización valiéndose de la transgresión propia de ideologías de la negación (ver dialéctica de la negación de Adorno y feminismo). Conchita consiguió, no solo que no ganara la mejor canción, sino que ganase la propuesta transgresora más creativa; consiguió satisfacer las ansias revanchistas de todos los colectivos minoritarios que históricamente se sintieron subyugados y oprimidos por el autoritarismo patriarcal. Ganó la subversión frente a la calidad. Pero lo peor de todo fue ver la hipocresía de los perdedores, obligados, por la farisea corrección política, a reconocer el mérito de Conchita, aun sabiendo que ellos mismos y otros participantes fueron mejores.
Y aquí quería llegar: ¿Qué esperanzas cabe albergar una civilización donde los mejores deben obligarse a rendir pleitesía a lo más vulgar y mediocre?
Muchos pretenden minimizar y frivolizar el triunfo de Conchita, enfatizando el carácter de espectáculo de Eurovisión, donde, por lo visto, no se trataría tanto de que ganase la mejor canción como de que ganase la propuesta artística más transgresora. Pero éste, precisamente, es el grave problema que puso Conchita al descubierto: el desprecio que practica Occidente hacia lo mejor y más excelente; la aristofobia imparable que se encarga de despojar de esencia a los ciudadanos, ora relativizando la vida misma, ora consensuando, y decidiendo arbitrariamente, qué es real y qué es ficción, qué es bueno y qué es malo. Han conseguido incluso hacernos creer que es estéticamente bella, al menos desde el punto de vista del rebelde transgresor, una mujer con barba.
Conchita fue tan solo la punta del iceberg; la ínfima parte visible del gran problema, en forma de decadencia, que asola Occidente.
Dice mucho, al respecto, que Rusia se sintiese gravemente ofendida, hasta el punto de haber sopesado la opción de abandonar la actual y decadente Eurovisión para crear un certamen propio con países afines. Y dice mucho, insisto, que Rusia siga apostando por la defensa de un proyecto de vida auténticamente occidental, cuando en su día fue la más acérrima enemiga del nacionalsocialismo alemán, el cual, alertado por Nietzsche y Spengler, fue consciente de la necesidad de salvar a Europa.

Conclusión:

Resulta curioso, hoy, que Rusia siga empeñada en practicar políticas expansionistas harto beligerantes (Ucrania); resulta curioso que haya vuelto a resucitar la idea del espacio vital como justificación de agresoras injerencias políticas; resultan curiosas sus ansias expansionistas, y su creciente homofobia, por ejemplo.
Que nuevos grupos neonazis proliferen en Rusia, pero, no es tan curioso, sino lógico; lógico al menos para quienes conocen la historia y saben del odio contra el judío que se manifestó en Rusia y en la URSS antes de que éste se convirtiese en obsesión para la Alemania nazi. No resulta curioso para quienes saben que Stalin se frotó las manos cuando firmó un acuerdo con Hitler para repartirse Europa como iguales. Lástima que Hitler, considerado como personificación del mal por consenso de las democracias occidentales, viese realmente qué era la URSS y cuáles eran sus pretensiones.
Pero como bien vio Heráclito, señaló Nietzsche, y analizó Spengler, la historia se repite terca y obstinadamente, en un eterno retorno que se repite cíclicamente y en el que pueden cambiar los protagonistas (las civilizaciones o naciones llamadas a convertirse en actores del cambio) pero no cambiará la esencia de los seres humanos ni la lógica constante de la historia.
Cuando Heidegger dio el pistoletazo de salida, afirmando resignado que solo un Dios podría salvar a la humanidad (del nihilismo y de la decadencia espiritual) todos se prepararon raudos, ya descartado el Dios cristiano, para colocar a sus dioses en la vacante disponible en la enferma civilización occidental.
No sabemos si dentro de unas décadas Occidente rezará a Alá mirando hacia la Meca, o si Rusia ganará la partida y conseguirá, por fin, colocarnos a su Dios-Estado como referente místico-espiritual para que rija el destino universal de Europa, pero en cualquier caso nuevos dioses serán erigidos para ensayar nuevos programas de vida auténtica que puedan dar esperanzas a las generaciones futuras.
O quizás, visto el triunfo inapelable de Conchita, ya no haya lugar para la esperanza y Occidente esté condenado a diluirse cual azucarillo en el devenir de la historia. Porque el triunfo de la mujer barbuda es el triunfo de la transgresión rebelde; significa la victoria, legitimada por la voluntad popular, de aquellas ideologías minoritarias y particularistas obcecadas en arremeter contra los valores de la tradición; empeñadas en relativizar los valores de excelencia y de superioridad, intelectual, moral o estética, por tal de hacernos creer que lo mediocre es lo mejor. Really?


jueves, 15 de mayo de 2014

"Crítica de la razón cínica", de Peter Sloterdijk (apuntes)


Sloterdijk define el cinismo como una falsa conciencia ilustrada, la conciencia de quienes se dan cuenta de que todo se ha desenmascarado y pese a ello no hacen nada, viendo cómo los demás siguen empeñados en "sostener y no enmendar" trasnochadas ideologías. El cinismo difuso que impregna la civilización occidental se caracterizaría por la huida de quienes, siendo conscientes del callejón sin salida en el que se encuentran las sociedades actuales, prefieren sobrevivir y subsistir, que no vivir, tomando los últimos rayos de Sol en un desvencijado tonel (Diógenes de Sinope) antes que mezclarse con el manso y adoctrinado rebaño de la civilización.

¿Cómo se han convertido en cínicos los ilustrados?

El cinismo es consecuencia del fracaso de las diferentes teorías críticas que se han sucedido a lo largo de la historia, las cuales combatieron las falsas conciencias del enemigo por tal de mejor legitimar sus conciencias verdaderas. El ilustrado se ha dado cuenta, en definitiva, de que toda teoría que a lo largo de la historia pretendió legitimar su verdad no pudo evitar la cosificación de la conciencia enemiga. En este sentido, Sloterdijk señala a la crítica ideológica marxista como la que con mayor deshumor ha cosificado la conciencia enemiga (falsa conciencia en su parecer).

Las teorías críticas a lo largo de la historia.

En su magnífico ensayo "Crítica de la razón cínica", Sloterdijk nos explica que tras reconocer Kant el fracaso de la razón pura para responder a las cuestiones radicales de la vida, la filosofía se sumergió en un desesperanzador nihilismo. La razón pura, la lógica racional y el cientifismo positivista, como bien señaló Kant, no podía dar respuestas a las cuestiones metafísicas más transcendentales (Dios, existencia, muerte...). Así que, desde que Nietzsche certificara la muerte de Dios, el pensamiento occidental, con Heidegger al frente, ensayó la búsqueda del sentido del ser por vías alternativas a la teología y el cientifismo. Pero la última metafísica occidental obcecada en desvelar la verdad desnuda del ex-sistere también fracasó. Heidegger acabó reconociendo que solo un dios podría salvar al hombre.

Sin embargo, antes de que Heidegger quemara las últimas naves de la metafísica con "Ser y tiempo" en la búsqueda del sentido del ser, un joven y brillante William James (se le atribuyó un CI superior a 200) escribió un lúcido y pragmático ensayo titulado " La voluntad de creer". Venía a decir James que no era tan importante el "creer" como el "desear creer", es decir, lo importante no era tanto estar seguro de una verdad absoluta como el tener la firme voluntad de creer en dicha verdad.
La razón se convertía, así, en instrumento y se orientaba a un fin último pragmático, consistente en facilitar la vida y, por tanto, destinado a la consecución de la felicidad. No deja de resultar paradójico que James, una de las mentes más brillantes de su tiempo, legitimase, razón mediante, la sagaz observación de Freud: "Hay dos maneras de ser felices, una es hacerse el idiota, y la otra es serlo".
Cuando un intelecto superior reconoce que la única manera de ser feliz es no siendo en exceso inteligente, o racional en todo caso, nos está diciendo claramente que la inteligencia no proporciona la felicidad, sino al contrario, nos aleja de ella. Por eso el psicólogo William James aceptó una verdad instrumental, no absoluta, por tal de sanar y proporcionar felicidad a los hombres: si creer en Dios proporciona la felicidad, ¿por qué no utilizar terapeúticamente la voluntad de creer?
Freud, de hecho, también utilizó el psicoanálisis como una verdad instrumental, no probada científicamente, pero sí susceptible de validarse a través de sus resultados, es decir, a través de la capacidad demostrada para proporcionar bienestar y felicidad.

Los críticos de la razón instrumental

Antes de que Sloterdijk señalara el negativismo del pensamiento defensivo (cripto-budista) de quienes criticaron este racionalismo instrumental, nuestro genial Unamuno, en su "Del sentimiento trágico", ya se encargó de enmendarle la plana, como solía gustar, al pragmático William James. ¿De verdad le vale a nuestro yo individual y atormentado, al menos para mitigar su angustia existencial, autoengañarse conscientemente? ¿Era factible, de hecho, construir una conciencia a partir de buenos deseos?

Pues sí, las corrientes románticas más sensibles y preocupadas por la estética más que por la ética, ebrias de poesía irracional, acabarían legitimando un nuevo pensamiento defensivo encargado de desenmascarar las falsas conciencias del tradicional pensamiento racional. Así, las actuales corrientes filosóficas y, sobre todo, psicológicas (Gestalt transcendental, psicología positiva...) han articulado sus teorías en torno al ser humano proponiendo una nueva espiritualidad; un nuevo pensamiento alejado de la necesidad de ostentar el poder. Los misticismos más peregrinos, de inspiración oriental, han inundado la vida occidental, intentando ocupar el vacío que dejaron las vías más racionales (razón pura) y religiosas (monoteísmos tradicionales).

La razón ilustrada, inteligente y sagaz, verá, sin embargo, la paradoja inherente a este nuevo pensar, el cual tan solo transmutará valores, es decir, aspirará a convertir la falsa conciencia del enemigo en lo que ellos considerarán conciencia verdadera. Así, descubiertas y puestas a la luz las falacias del marxismo, lo cual significó tanto como poner al descubierto la falsa conciencia que dicha ideología había logrado insertar en el subconsciente colectivo de las masas, se hicieron necesarias nuevas propuestas; nuevas revisiones del marxismo primigenio. Y es que, como bien dice Sloterdijk: "Una cultura neopagana que no cree en una vida después de la muerte tiene consiguientemente que buscarla antes de ésta". Y añado yo: y las culturas neopaganas deberán buscar una nueva vida (esperanza) como sea, y con la dosis de creatividad que fuere. Porque ya no importa la verdad universal y absoluta de nuestros padres, sino la verdad inventada e ilusionante de nuestras madres.

Y es que, si se analiza concienzudamente, el marxismo pecó de la misma instrumentalidad que éste le criticara a las pragmáticas y deshumanizadas sociedades capitalistas, porque allí donde otrora se defendió la voluntad de creer en un Dios, el marxismo impuso la voluntad de creer en una sociedad utópica socialista. Dicha consecución del socialismo utópico, significaría, por supuesto, alcanzar la felicidad para la humanidad; aquella misma felicidad que William James pensó que podría alcanzar la humanidad a través de la voluntad de creer en un Dios, o en una religión.
Eso sí, el marxismo se cuidó mucho de llamar justicia a su particular visión o modo instrumental de poder alcanzar la felicidad.
De la misma manera que hiciera el marxismo (trocando valores y transmutando unas conciencias falsas por otras nuevas) hicieron las nuevas corrientes psicológicas más sugestivas (hipnosis, psicoanálisis, psicología positiva...) y  los misticismos más espiritualistas (budismo, tao...).
Todas las teorías críticas de la postmodernidad parten de una misma raíz o punto en común: crear nuevas y verdaderas conciencias, es decir, crear nuevos fieles y adeptos a nuevos proyectos y formas de vida.
Allí donde antes hubo un creyente en Dios y en la razón, ahora encontraremos a un creyente en el socialismo, en el budismo, el taoísmo, o en el psicoanálisis.

Pero no pueden haber fieles creyentes si primero no hay voluntad de creer, es decir, si primero no se construyen los sólidos cimientos de una nueva conciencia que pueda ser inserta en el subconsciente colectivo y, al tiempo desenmascare y deslegitime a la falsa conciencia heredada por la historia y la tradición. Y para tener "conciencia de" algo nuevo, primero hay que sufrir las circunstancias que configuran nuestra realidad, nuestro entorno vital y social para, después, someterlas a crítica.
Sostiene Sloterdijk que para ser un gran crítico, o creador de grandes teorías filosóficas, es necesario sentir las heridas del ex-sistere; es necesario ser un sufridor y sentir el dolor que nos infligen nuestras circunstancias.
La crítica es el trabajo al que se obligan aquellos que son los primeros en sentir el dolor de una época (pioneros de su tiempo); es la ingrata labor que realizarán los espíritus más atormentados por tal de señalar las heridas de una sociedad y buscar su curación.
Si la modernidad nos abocó al nihilismo existencial, la postmodernidad, una vez certificada y consensuada la muerte de Dios, se dedicará a transmutar las otrora verdades eternas y universales por verdades que serán reveladas por los críticos de turno, que no por Dios.

La teoría crítica marxista.

El dolor de toda una época, la época de la revolución industrial y el auge del capitalismo, fue sentido por Marx y Engels; y ese dolor que sintieron despertó la necesidad de la crítica, y la crítica se encargó de crear, mediante una razón instrumental denominada materialismo dialéctico, una nueva conciencia: la conciencia proletaria.

Así, la dialéctica hegeliana fue utilizada por Marx para llevar a cabo lo que podríamos considerar la primera importante deconstrucción de la historia; una reinterpretación de la historia a través de la negación de unos valores tradicionales y la reivindicación de otros valores de nuevo cuño, más acordes con el sentir o dolor, como se prefiera, de la época en curso.
Pero la historia siguió fluyendo, transcurriendo linealmente hacia un hipotético final que algunos se obstinan en negar, pues reconocer que hemos llegado a un punto final en la historia de la humanidad sería tanto como prescindir de la necesidad de seguir luchando, haciendo y creando. Sería tanto como aceptar la autoinmolación vital a la que nos insta el nihilismo desesperanzador en el que está angustiosamente inmersa la ilustración cínica.

Las teorías críticas herederas del marxismo (deconstructivismo y feminismo)

Por eso, para evitar una resignada autoinmolación vital, los que todavía se obligan a creer y no aceptan que hayamos llegado al punto y final de la historia de la humanidad, vuelven a revisar la propuesta marxista y vuelven a crear alternativas, que será tanto como volver a reinterpretar la historia y la esencia humana, a través de nuevas teorías.
La dialéctica de la lucha de clases será revisada y sometida a una crítica constante, dando paso a nuevos críticos y a la construcción de nuevas conciencias deseosas de señalar nuevas heridas sociales y, por tanto, obstinadas en proponer nuevas curas para dar un nuevo sentido a la humanidad.

La dialéctica ilustrada de Theodor Adorno (Escuela de Frankfurt) supondrá, de facto, una revisión y actualización de la dialéctica de clases. Esta obra realizará una deconstrucción metódica (una nueva interpretación) del espíritu ilustrado, al que se le criticará haber hecho coincidir razón con autoridad, es decir, se le acusará de haberse servido de la razón para dominar a los individuos e impedir su liberación. La lucha de contrarios, ahora, en vez de centrarse en burgueses vs proletarios, se centrará en el dualismo liberación vs dominación. Se criticará, paradójicamente, a la razón instrumental, acusada de crear verdades históricamente al servicio de los intereses de las clases dominantes, es decir, se le acusará de crear falsas conciencias.
El descubrimiento de esta nueva lucha, o nuevo enfoque, legitimará las reivindicaciones de cualquier minoría o grupo social que se sintiese reprimido a lo largo de la historia.

A partir de la Escuela de Frankfurt, y sobre todo de la obra de Adorno, aparecerían nuevas deconstrucciones de la historia (interpretaciones al cabo, también susceptibles de legitimarse a través de razones instrumentales) que culminarían con el deconstructivismo de Jacques Derrida.
El feminismo, de hecho, reivindicará su conciencia verdadera frente a la falsa conciencia del tradicional patriarcado, identificado éste con una razón ilustrada tradicionalmente al servicio de la autoridad dominante que no permitía la liberación de la mujer.

Conclusiones:

Pero como bien apunta Sloterdijk: "Toda teoría sensible, crítica con la razón, es algo sospechoso. Efectivamente, sus fundadores, y Adorno en primera línea, tenían un concepto de lo sensible reducido en sentido exclusivo, se fundamenta en una actitud de reproche, mezcla de sufrimiento e ira contra todo lo que tiene poder".
Sloterdijk ve en Adorno al padre de una nueva forma de pensamiento negativo; un pensar emocional y estético que arremeterá contra la razón, por considerar a ésta como una herramienta de la ilustración al servicio de los poderosos y de las clases dominantes. En la dialéctica ilustrada y la dialéctica de la negación de Adorno, percibirá Sloterdijk la negatividad implícita en las corrientes sensibles y estéticas del actual pensamiento occidental que se muestran críticas con la razón, ebrias de connotaciones cripto-budistas y caracterizadas por un pensar defensivo: un pensar de resistencia frente al poder, un pensar orientado a un saber que no ansiará el poder; un pensar que solo podrá provenir de la madre, en tanto el mundo varonil, del padre, ha sido tradicionalmente el que legitimó la autoridad de los poderosos cercenadores de libertades.
La lucha entre conciencias está servida; las diferentes ideologías en pugna se enfrentan en un nuevo campo de batalla donde ganará quien mejor deslegitime al contrario sin pegar un solo tiro, sin verter ni una sola gota de sangre; ganará quien mejor logre despojar de esencia al enemigo, es decir, quien consiga hacerle creer al contrario que su conciencia es la falsa y la de su oponente es la verdadera.
Y en una batalla que se desarrollará desde la aceptación de un apriorístico relativismo ético y moral será inevitable hacer uso y abuso de falacias (ad hominem, prejuicios...) será inevitable tergiversar la historia reinterpretándola al gusto del consumidor de una determinada verdad. De hecho, el deconstructivismo a través del cual se legitima el feminismo es pura hermenéutica, mera interpretación subjetiva de una "parte de" con respeto al todo que es la humanidad.
Como bien señala la pensadora María Teresa Zubiaurre, el feminismo no puede aceptar el final de la historia, en tanto a dicho movimiento todavía no le ha sido dada la posibilidad de hacer prevalecer su verdadera conciencia frente a la falsa conciencia del patriarcado. Por eso, según la autora, el feminismo se vuelve astuto y su lema ya no es la solidaridad femenina, ni el abierto antagonismo con el hombre, sino el justo acceso al poder para colonizar un centro de concordia a través de una premeditada corrección política.
Al final, se repite la eterna paradoja de la historia, la cual acaba desenmascarando a aquellos movimientos que a través de un pensamiento defensivo decían no desear ostentar el poder (propio de la razón ilustrada patriarcal) aunque finalmente terminan buscándolo y doblegándose a los dictados de la falsa conciencia que decían rechazar.

lunes, 5 de mayo de 2014

"El desprecio de las masas" de Peter Sloterdijk.

"El desprecio de las masas" es un interesante libro de Sloterdijk que analiza y reflexiona sobre la evolución histórica de las masas hasta llegar a nuestros días.
Sloterdijk distingue dos períodos claves en la evolución histórica de las masas antes de analizarlas en el momento actual.

El primer período (a principios del SXX) se caracterizaría por un distanciamiento de la burguesía frente al pueblo y un crecimiento progresivo del sentimiento de igualdad entre las masas: "nadie es más que nadie". El pueblo necesita reunirse físicamente en espacios comunes (huelgas y manifestaciones) para reivindicar dicho igualitarismo.

Segundo período (mediados del S XX). Las masas comenzaron a prescindir de la necesidad de reunión en espacios físicos comunes y tendieron a identificarse y/o reivindicarse a través de símbolos, discursos y modas comunes; se alejaron de las vías más revolucionarias y se tornaron acomodaticias y estáticas.

Actualmente, de hecho, las masas sociales se vertebran en torno a redes mediáticas, prescindiendo de la necesidad de compartir espacios físicos. De esta manera, y según Sloterdijk, la masa se orienta hacia lo particular y se abandona a programas generales de entretenimiento y ocio (domesticación). Así, las reuniones tumultuosas en torno a festivales populares o acontecimientos deportivos serán las únicas vías para seguir haciendo coincidir a las masas en espacios colectivos comunes.

La frustración de las masas de principios de siglo requería guías y/o líderes sociales (nacionalsocialismo, comunismo...) que les permitieran desahogar sus sentimientos de impotencia y, al tiempo, les posibilitara autoafirmarse a través de propuestas igualitarias donde el individuo se fusionase y formase parte de un todo supremum (Estado totalitario). Las masas necesitaban rituales de culto ideológicos (de marcados rasgos místicos-religiosos) para lograr la comunión o alianza entre el pueblo y la élite, para conseguir, en definitiva, la igualdad (uniformidad) entre todos los ciudadanos de una sociedad. Se establecía una comunicación vertical entre el Estado y las masas.
Hoy, por el contrario, se prescinde del culto al líder y las masas son seducidas a través de propuestas sociopolíticas engañosas que tan solo prometen resultados o fines últimos, pero obviando señalar la necesidad de afrontar sacrificios y esfuerzo: se apuesta por lo que Sloterdijk llama una comunicación horizontal de masas, es decir, una comunicación democrática orientada a la consecución de utópicos igualitarismos; una comunicación que seduce a las masas para lograr el sometimiento de las mismas a través de la participación en festivales de música, deportes y psicodramas estéticos.

Resulta interesante el concepto de psicodrama estético, entendido éste como una falsa representación de conflictos donde las masas puedan seguir descargando sus frustraciones sin el riesgo de embarcarse en guerras indeseables como en la primera mitad del SXX (I y II GM). El miedo a la muerte (a la guerra en definitiva) torna a las masas pasivas y conformistas, haciendo que éstas prefieran debatir o participar en catárticos psicodramas, ya fueren políticos o deportivos, donde poder descargar sus frustraciones, pero sin poner en peligro sus vidas.

¿Cómo se ha llegado a la sumisión voluntaria y pasiva de las masas?

Las democracias modernas, en el parecer de Sloterdijk, están logrando poder ejercer como Estados absolutistas en la mayoría de las sociedades occidentales, consiguiendo para ello la sumisión voluntaria de las masas. Y lo han logrado valiéndose del terreno ya abonado por el igualitarismo antropológico inserto en la religión judeocristiana, primero, y en la pseudofilosofía marxista después.
Pero, sobre todo, Sloterdijk señalará a Spinoza como el primer antropólogo de la democracia moderna; el primero en abogar por el uso de analogías racionales afectivas (seducción) para institucionalizar una pedagogía de masas (a través de lo que Soloterdijk considera granjas-escuela). Spinoza será un claro precursor del igualitarismo horizontal al defender una vida social sin conflictos: "no odien ni desprecien, no se encolericen ni envidien a nadie" (Ética, II).
El triunfo del igualitarismo moderno ha consistido en lograr que todos los hombres tengan miedo a los conflictos y enfrentamientos, miedo a arriesgarse, a fracasar, a morir... Miedo a vivir.
Históricamente tan solo la nobleza rechazaba el miedo a la muerte, lo cual posibilitaba el desarrollo de una vida plena henchida de épica y orientada a fines últimos. Pero con el desprecio de los valores de la nobleza se despreció también lo mejor y lo superior, y se buscó, tan solo, mantener al ser humano en una cómoda centralidad vital (mediocridad).
La empresa de la modernidad consistirá, en el parecer de Sloterdijk, en una alianza entre razón/miedo/autoconservación; un programa de vida que despreciará el irracional vitalismo, que se caracterizará por el constante miedo o temor a la muerte y que seducirá a las masas garantizándoles su autoconservación, pero también la catarsis de sus frustraciones.

Consecuencias del programa de vida moderno basado en la alianza entre razón/miedo/autoconservación.

1- Los nuevos grupos, las masas sumisamente voluntarias, se han tornado particularistas (paradoja), desarrollando un egocentrismo que les insta a autocomplacerse y satisfacer su autoestima, autoerigirse y comportarse como señores; y autolegitimarse para amenazar, justificar y, en definitiva, para colocarse y reconocerse a sí mismos en una posición de auténtica humanidad.
Despreciados y negados los dioses, los hombres se considerarán como un principio de ser en sí mismos ("El hombre es el ser supremo para el hombre, dirá Marx). Atribución que rechazaría Heidegger al considerar que el hombre no era el ser en sí, sino el "pastor del ser".

2- Las sociedades modernas se caracterizarán por un odio que desconfiará de todo acto creador y libre. De hecho, Sloterdijk señala que la socialdemocracia en la medida que intenta erradicar el desprecio inherente a las masas se torna autocondescenciente, lo cual, según Nietzsche en "Así habló Zaratustra", resulta algo despreciable: "Lo despreciable es que el hombre se detenga en pequeños placeres y no disfrute abriéndose a altas cimas" (vida desafiante y ascendente). Se deja de lado la búsqueda de lo mejor y más excelente para buscar la igualdad y satisfacer la autoestima.
Sloterdijk señala a Richard Rorty como uno de los pensadores que mejor "representa" al prototipo de socialdemócrata condescendiente que se atreve a "despreciar desde abajo a quienes desprecian desde arriba". Así, como bien apunta Sloterdijk, Rorty resulta, al cabo, también un despreciador como los que él mismo critica.
Esta misma paradoja del despreciador que desprecia a quienes desprecian, pero que no puede evitar verse a sí mismo como un ser justo y bueno, es la misma que subyace en la misma esencia de la socialdemocracia, heredera al cabo del marxismo y de aquella liga comunista que osaba autoproclamarse justa, al tiempo que negaba la justicia como valor absoluto; es la paradoja heredera de aquel marxismo que, tras negar las verdades universales y absolutas, se atrevía a proclamar la verdad última de una utópica sociedad socialista.
Pero en realidad, señala Sloterdijk, no existe tal paradoja, sino una transmutación de valores (ya señalados por Nietzsche en "la Genealogía de la Moral"); una transmutación que ha conseguido que lo justo y lo bueno sea conforme a los dictados del domesticador de hoy: una socialdemocracia que, a través del desarrollo de una comunicación horizontal, seduce a las masas con la promesa de igualitarismos imposibles y garantizándoles su autoconservación, preservándolas de la guerra y de la muerte; alejándolas del sufrimiento y de los riesgos de emprender, crear, fracasar... persuadiéndolas para que no vivan plenamente con alturas de miras, sino desde una pasiva y cómoda mediocridad.

Así, los hombres han acabado por tornarse humanos, demasiado humanos, o en animales de lujo, en palabras de Sloterdijk, incapaces de ser conscientes de su condición de ganado, cebados y adoctrinados en granjas escuelas por tal de preservar sociedades mediocres hechas por y para seres mediocres asentados en cómodas y asépticas medias normativas.