martes, 22 de julio de 2014

"El juego de Ender" (a vueltas con Esparta).

Nada nuevo me ha aportado "El juego de Ender", salvo el haber pasado un rato bastante entretenido.
Me resultó difícil evitar las consabidas comparaciones con la genial "Starship Troopers", la cual, a pesar de presentarse como cine de acción y palomitero (entretenimiento fácil de digerir) escondía grandes perlas, a veces incluso adornadas con brillantes dosis de humor corrosivo.
Llegados a cierta edad, creo, se agradecen más los guiños en forma de humor sarcástico que los rimbombantes planteamientos transcendentales plagados de rancia moralina.
Y es que "El juego de Ender", al final, se queda tan solo en eso: ñoña moralina adaptada al buenismo de los tiempos que corren. Ya saben, aquello que nos intentan hacer creer de que lo importante no es ganar, sino participar o saber perder. ¡Ja!

El argumento de la película nos presenta a una sociedad futura amenazada por insectos invasores (muy en la línea de la ya mencionada "Starship Troopers") y donde los ciudadanos libres aceptan el sacrificio voluntario de servir en el ejército para participar en programas de adiestramiento cuya finalidad será la de seleccionar a los mejores candidatos.
El programa para seleccionar a los mejores, diseñado en forma de juego, recuerda mucho al sistema castrense de la antigua sociedad espartana. Los niños son sometidos a duros entrenamientos, tanto físicos como psicológicos, para superar sucesivos retos que pondrán a prueba sus destrezas para el combate, pero también para la estrategia.
Pero aunque los exigentes instructores de Ender, sobre todo el mentor de éste, le considerarán un aguerrido líder espartano y un hábil estratega, a la altura de los mismísimos Julio César o Napoleón Bonaparte, el brillante joven evolucionará más hacia un comprensivo y democrático líder ateniense, empático y coleguita con sus subordinados.
La moralina que impregna toda la película no podrá evitar, como decía, acabar convirtiendo a todo un Alejandro Magno, capaz de superar con firmeza los difíciles nudos gordianos que le planteaba el juego, en un diplomático y carismático Obama. ¡Es lo que hay!

Así, resultará inevitable que, al final de la película, el heroico Ender, tras realizar la épica hazaña para la cual había sido entrenado, sucumba ante los sentimientos de culpa y los remordimientos que habrá de padecer todo individuo virtuoso: arrepentimiento final, como no podría ser de otra manera, y obligado acto de contrición para expiar el grave pecado de haber salvado a la humanidad a través de medios poco éticos: un genocidio, ni más ni menos, aunque fuese el de una civilización de bichos.
De hecho, Ender, como buen cristiano, después de destruir el planeta de los insectívoros, decidirá embarcarse en una nueva aventura para, cual sacrificado misionero, buscarle un nuevo hogar a la última reina insecto superviviente. Vamos, todo un noble gesto y un ruego a Dios, pero eso sí, después de haber estado dando con el mazo (ya sabéis, aquello de "a Dios rogando y con el mazo dando").

En fin, todavía veré alguna vez más "Starship Troopers" (y ya van tres, según recuerdo) para relamerme con ese genial Michael Ironside que, cual mutilado Astray, se atrevía, ebrio de épica, a recordarnos que hubo un tiempo en que Occidente se salvó del dominio persa merced a los aguerridos espartanos, que no gracias a la inteligencia ateniense. Y es que, mientras "Starship Troopers", con toda su bufona grandilocuencia envuelta de sarcasmo, nos retrotrae a pretéritas épocas gloriosas, este juego de Ender, por el contrario, se limita a justificar la hipócrita y decadente civilización Occidental que, poco a poco, se obliga a autoinmolarse (con el beneplácito de Rusia).

Aciertos de la película.

Debía ser un actor carismático y curtido en papeles de "bueno" quien representara el rol del instructor exigente y, aparentemente, exento de escrúpulos morales. De no haber sido Harrison Ford el contrapunto al virtuoso Ender, el espectador rápidamente se hubiese posicionado, psicológica y moralmente, contra el sistema espartano que, por imperativo de supervivencia, había implantado la humanidad para salvarse de la invasión de los insectívoros.
Era necesario mostrarle al espectador, en un primer momento, que se trataba de algo tan simple como "matar o morir", por lo que el férreo adiestramiento que defendía Ford (mentor de Ender) debía ser justificado a través de imperativos vitales, que no morales.
Pero la trama argumental evoluciona, primero poniendo en duda los métodos "extremos" del exigente instructor, y más tarde presentándonos a un Ender rebelde que comienza a cuestionar las bondades del sistema: la finalidad de su entrenamiento, las cualidades de los mandos superiores...

¡Atención, spoiler!

Finalmente, Ender será engañado y realizará la última de las batallas, decisiva para aniquilar al enemigo, creyendo estar jugando; pensando que, en realidad, estaba llevando a cabo una de las muchas simulaciones virtuales necesarias para su entrenamiento.
De esta manera, a través del engaño, Ender aparecerá como víctima inocente ante los ojos del espectador (la moral occidental en definitiva) y Harrison Ford asumirá la culpa de ser el maquiavélico militar malvado que se obliga a cumplir con el vital deber de salvar a la humanidad.
Una vez más, reminiscencias de la genial "Algunos hombres buenos", del personaje de aquel magnífico Jack Nicholson dispuesto a todo por tal de cumplir con su deber, sabedor de que las masas, la moral occidental, nunca serían capaces de asumir la verdad.
¿Y cuál es la verdad?
La verdad es que para sobrevivir hay que vulnerar principios morales, pero dicha vulneración o violación de los mismos ha de hacerse a través de la mentira y el engaño. Más que nada porque las masas necesitan, desean y piden ser engañadas, para así tener sus conciencias tranquilas y, como Ender, no sentirse cómplices de la comisión de actos que pudieran ser contrarios a determinados principios ético-morales.



sábado, 12 de julio de 2014

"La envidia igualitaria", de Fernández de la Mora.

"La envidia igualitaria" es un interesante y desconocido libro de Gonzalo Fernández de la Mora; una obra inteligente que reflexiona sobre el pecado capital más característico de las Españas: la envidia. Y, seguramente, también sea una obra desconocida porque su autor presentó múltiples estigmas, todos ellos imperdonables en nuestro cainita país: fue un brillante intelectual, conservador y católico. Demasié pal cuerpo, que decían antes los chelis.

Gonzalo de la Mora escribió todo un libro para demostrar que la envidia igualitaria era (es y sigue siendo) el mal de nuestro tiempo; el mal de rechazar mérito y excelencia. En realidad podríamos decir, sin temor a errar, que la envidia igualitaria es un mal que asola a Occidente y a España de forma particularmente cruenta, desde hace siglos, seguramente desde que el hombre es hombre (recordemos a Abel y Caín).

La primera parte del libro, que ocupa una parte importante de la obra, se dedica a recoger textos y testimonios históricos de numerosos autores que vieron en la envidia un peligroso mal, un vil enemigo no solo para la paz espiritual de los individuos, sino también para la convivencia en sociedad.
De entre las muchas citas que se suceden en esta primera parte, a mí me han parecido especialmente acertadas y henchidas de verdad las siguientes:

1- "Que yo me atreva a decir lo que quiero y que quiera decir lo que debo esquivando la venganza divina y la envidia de los hombres" (Gorgias).

2- "Sé con certeza que los dioses son envidiosos" (Herodoto).

3- "En el caso de que yo fuese condenado, los que me habrían perdido no serían ni Meletos, ni Anito; serían las calumnias y la envidia" (Sócrates).

4- "El poder político desarrolla la envidia" (Platón).

5- "Escaparás de la envidia si no te expones a ser visto, si no te jactas de tus bienes, y si te alegras en privado" (Séneca). Significativo que fuese un cordobés de la antigua Hispania quien diera las primeras recetas contra los envidiosos.

6- "Sabía Pilatos que por envidia se lo habían entregado" (Evangelio) y "Jesús..., que había de ser envidiado, desconocido y crucificado" (Justino).

7- "Se pregunta el envidioso: ¿En qué soy menos que ése o aquél?, y ¿por qué no soy igual o superior a ellos" (Papa Gregorio I). Clara referencia al igualitarismo como hijo de la envidia.

8- "La envidia tergiversa en el peor sentido lo que es bueno" (Juan Luis Vives).

9- "Son envidiados los iguales que sobresalen" (Bacon).

10- "No hay envidioso que confiese que lo es, su mal es la hipocresía" (Quevedo).


Comentarios de las citas seleccionadas

Cita nº 1: resulta curioso que fuese Gorgias, un pensador presocrático, quien, en mi opinión, mejor descubriera y señalara cuál era el fin último de la insana envidia: enmudecer las voces disidentes y críticas con el gregarismo uniformador; acallar, en definitiva, a los más doctos y sabios por mor de garantizar la salvaguarda de los diferentes suprematismos de turno (ideológicos y/o religiosos) imperantes en cada época o período histórico.
Gorgias se animaba a sí mismo para ser valiente y atrevido para poder ser él mismo; para decir lo que pensaba sin sufrir la venganza de los dioses o, peor aún, padecer la envidia de los hombres.
Descubrimos en esta magnífica cita un primigenio temor del hombre libre a ser represaliado por poderes superiores: dioses o entes políticos (envidia de los hombres).
Nos señalaba Gorgias, indirectamente, que la única manera de esquivar la envidia era callando, permaneciendo silente y acrítico por tal de no despertar el interés de los comisarios políticos de turno. Y fue ante la sumisión del silencio prudente ante lo que se rebeló el pensador griego, instándose a sí mismo a tener valor para poder expresarse libremente.
Célebre es también la cita de Heráclito: "Yo he de callar, mientras hablen los corruptos ciudadanos de Efeso". Pero tratándose del orgulloso Heráclito, no podemos estar seguros de si su obligado silencio se correspondía más con la voluntad de mostrar desdén ante la mediocridad circundante o, como Gorgias, también intuyó que el silencio era el mejor recurso para esquivar las acciones de los corruptos, por lo general también rencorosos y envidiosos.
En cualquier caso, Homero nos propuso otra solución en su "Odisea", alternativa al silencio, para poder escapar de la venganza de los dioses (y de la envidia de los hombres, añado yo): no vanagloriarse ante los demás y permanecer en el anonimato.
Cuando Ulises hirió al gigantesco cíclope se cuidó mucho de gritarle: "¡Ha sido Nadie quien te ha herido!". De esta manera, Ulises no permitió que Polifemo supiera su verdadero nombre y, con ello, evitó que los dioses pudieran vengar las ansias revanchistas del cíclope. Pero con esta ingeniosa acción, Ulises también consiguió que su meritoria hazaña no obtuviese el aplauso o reconocimiento de los hombres, es decir, antepuso su salvaguarda a las ansias de Glorias. ¡Magnífica lección de supervivencia!

Cita nº 2: por supuesto que Herodoto podía decir con certeza que los dioses eran envidiosos, pues los moradores del Olimpo estaban hechos a imagen y semejanza de los hombres; con todas las bondades y virtudes humanas, pero también con todos sus vicios y miserias. Los dioses griegos eran envidiosos, vengativos y resentidos; eran dioses eternos, dotados de psicología de carne y hueso, que gustaban de retozar y jugar con los humanos, bien amándoles o haciéndoles la vida imposible. Con los dioses griegos se hacía cierto aquel bello aforismo de Nietzsche que sostenía que la mujer aprendía a odiar en la medida que olvidaba cómo seducir. Otro tanto sucedía con los dioses griegos: pobres de aquellos mortales que, no habiendo sucumbido a sus juegos seductores, osaran ningunearles desdeñando sus encantos sobrenaturales; pero pobre de aquellos, sobre todo, que se atreviesen a rechazar sus favores divinos.
La cuestión es: ¿los dioses crearon a los hombres? ¿O fueron los seres humanos quienes crearon a los dioses? Parece claro que han sido los pobres mortales de cada época quienes han proyectado sus miedos y deseos en la necesidad de crear dioses a su imagen y semejanza. Así, los dioses griegos semejaban seres humanos, pero eran inmortales y tenían poderes sobrenaturales; eran la representación de los deseos humanos hechos realidad a través de ficticias deidades. Pero los dioses provenientes de Oriente, que tanto influyeron en el primigenio cristianismo, fueron proyecciones resultantes de otros tipos de psicologías, humanas, demasiado humanas y antivitales; fueron dioses creados desde el miedo, cuando no desde el desprecio a la vida.

Cita nº 3: Sócrates lo vio con meridiana claridad: allí donde alguien se erigía en defensor del bien común o de las tradiciones de una época (cultura, ideologías, creencias religiosas...) siempre se hallaba oculta la insana envidia, el sempiterno recelo ante lo mejor y más excelente; el desprecio del mediocre incapaz de perdonar la soberbia y la prepotencia de quienes se creían mejores.
Solo sé que no se nada, proclamó el prudente filósofo griego. ¿Por qué se ninguneó a sí mismo el taimado Sócrates? ¿Quizás porque ya era sabedor del peligro que correría si despertaba la envidia de los hombres a través de actitudes prepotentes y orgullosas?
Solo cabe un tipo de prepotencia, de narcisismo tolerado por las masas: el que se disfraza convenientemente con los ropajes de la justicia y el bien común.
Resulta indecoroso, porque así lo exigieron los valores morales de los más timoratos, proclamar aquello de uno es para mí el mejor si es como miles (Heráclito). Sin embargo, nos han hecho creer que la virtud suprema consistirá en defender al débil y al oprimido; la mejor moral será la que defienda a los miles por encima de la superioridad de un uno que pudiera osar sobresalir entre la medianía de la masa.
Si una personalidad narcisista y prepotente, hoy, desease sublimar su imperiosa necesidad, programada biológicamente, de reivindicar su yo, debería hacerlo convenientemente disfrazada, de tal manera que su particularista necesidad de autoafirmación apareciese ante los demás como un altruismo interesado por el bien común.
A los individuos inseguros de sí mismos les cuesta mucho reconocer la inteligencia superior de algunos de sus semejantes, pues ello sería tanto como reconocer, implícitamente, sus propias limitaciones. Sin embargo, todos rinden pleitesía a la bondad superior; se inclinan ante quienes se muestran humildes y también sumisos; ante quienes parecen no desear tanto sobresalir como servir a los demás.
A las masas les gustan los disfraces del buenismo.

Cita nº4: decía Platón que el poder político desarrollaba la envidia. Yo diría más bien lo contrario: la envidia crea y da forma a ideologías que, a la postre, se insertarán en el subconsciente colectivo de las masas a través de políticas llevadas a cabo por manipuladoras pedagogías sociales.
La política solo es un medio, un mantra dogmático que habrá de repetirse machaconamente, desde escuelas y medios de comunicación, para domesticar a las masas (ideologizarlas) según los dictados de los programadores de vida de turno (ideólogos).
¿Qué sucedería si los ideólogos de un determinado programa de vida diseñaran un proyecto político desde el resentimiento y la envidia? Pues que tendríamos proyectos de vida en común articulados desde el phatos de sentimentalismos igualitarios: nadie es más que nadie, nadie vale más que nadie... Igualaríamos al docto con el necio, al prudente con el irresponsable, al sacrificado trabajador con el irredento reivindicador. Se daría forma, en definitiva, a un deshumanizado y antivital programa de vida comunista.

Cita nº5: me ha gustado especialmente esta advertencia de Séneca: "Escaparás de la envidia si no te expones a ser visto, si no te jactas de tus bienes, y si te alegras en privado", ya que constituye en sí misma toda una autolimitación y negación del propio yo. Viene a decirnos, en definitiva, que si no deseamos sufrir las iras de los envidiosos, mejor sería retirarnos a vivir en soledad, cuales ermitaños, a una montaña lejana. Pero como el común de los hombres debe vivir en sociedad, no cabe mayor precaución que la de ocultarse tras el disfraz de la humildad: ya sabéis, nada de jactarse o vanagloriarse ante los demás, pues nada disgusta más a un envidioso que la prepotencia y el orgullo de quienes se creen mejores y superiores. Humildad ante todo, hermanos.

Cita nº6: la cita escogida del Evangelio no tiene desperdicio: "Sabía Pilatos que por envidia se lo habían entregado". He aquí un claro ejemplo del despreciado que se convierte en despreciador. Resulta curioso cómo el judeocristianismo, desde su génesis a través de victimismos y sentimientos de inferioridad (sentirse despreciado) evoluciona hacia un estadio de supuesta superioridad moral que le permite erigirse en despreciador. El mismo Justino señaló que Jesús fue envidiado y por ello crucificado. ¿Acaso no le sucedió lo mismo, muchos siglos antes, al virtuoso Sócrates?
¿Qué subyace en estas morales que erigen la virtud como valor supremo de vida? ¿Acaso no despreciaba Sócrates a sus iguales, ninguneándoles y ridiculizándoles, a través de su superioridad moral disfrazada de humildad? ¿No despreciaba Jesucristo a sus supuestos iguales, con la mayor de las prepotencias, al asegurarles que él era, ni más ni menos, que el hijo de Dios? Y sin embargo, y a pesar de sus respectivas prepotencias, Sócrates despreció a los prepotentes aristois de manera parecida (disfrazado de virtud) a como Jesucristo despreció a los orgullosos gentiles. El orgulloso que desprecia al orgulloso. Siempre se trata de lo mismo: imponer una prepotencia sobre otra. La cuestión será, por tanto, conseguir taimadamente que la prepotencia propia parezca la mejor, la más moral y virtuosa ante las masas. Amén.

Cita nº7: el Papa Gregorio I decía que el envidioso se preguntaba "¿por qué no soy igual o superior a ellos? He ahí, de nuevo, una referencia a los sentimientos de inferioridad que subyacen en todo envidioso resentido ante lo mejor y más excelente. El judiocristianismo, sin embargo, supo cómo mitigar esta insana envidia, proclamando, tan pancho como ancho, que en realidad no hay nadie superior a los demás: todos somos iguales.
El primigenio igualitarismo descubría, así, que para contentar a las masas era más fácil igualar hacia la mediocridad generalizada que instar a los envidiosos a ser mejores a través de esfuerzo y sacrificio. Al envidioso, o individuo despreciado, se le convertía de esta manera en despreciador; se le enseñaba a despreciar al aristoi, al gentil y al noble, al tiempo que se le negaba la posibilidad de ser él mismo uno de los mejores. Y es que la resignación cristiana tan solo enseñaba eso: resignación. El despreciado no debe esforzarse en mejorarse, no al menos a través de los valores de superación y sacrificio del aristoi, sino que debe esforzarse en ser lo más humilde posible, lo más autolimitado posible, lo más resignado posible, hasta alcanzar la suprema virtud cercana a la autoimolación o negación de sí mismo. El virtuoso, como Sta Teresa, debe vivir en sí mismo sin poder vivir.

Cita nº8: ¿Qué decir de esta magnífica apreciación de Juan Luis Vives?
¿Todavía puede quedarnos alguna duda de que la envidia es el motor que transmuta valores y, por tanto, pervierte la vida misma? ¿Es casualidad que la moral más envidiosa haya sido la que decidiera qué es lo bueno y lo malo?

Cita nº9. Dijo Bacon, el hijo de la Gran Bretaña, que "solo son envidiados los iguales que sobresalen". Y dijo bien, porque: ¿A quiénes habrían de envidiar los mediocres sino a los propios mediocres? ¿Pero un individuo sobresaliente podría envidiar a otro individuo excelente?
Yo creo que si un individuo es verdaderamente excelente, es decir, es consciente de su valía y posee una adecuada autoestima, no envidiará a sus iguales, pues de ellos podrá aprender y tomarlos como referentes o modelos ejemplares. El individuo excelente es dócil ante lo superior, mientras que el mediocre siempre arremete indócil (rebelde) contra todo aquello que escapa a sus posibilidades de ser (inteligencia, integridad personal, madurez emocional...). El mediocre, como la zorra de la fábula, ha aprendido a despreciar a los mejores, consciente de que él mismo jamás podrá alcanzar la excelencia de los mismos. ¡Qué verdes se le antojan al mediocre las uvas de la excelencia!

Cita nº10: Quevedo da un paso más: el envidioso por fuer ha de ser, además, hipócrita. Sabía el sarcástico escritor español que la hipocresía es el pecado propio de todo fariseo, y que no hay fariseo que no padezca del mal de la envidia.
Hay que envidiar, sí, pero con disimulo. Si el envidioso arremete contra el vecino que es más afortunado que él, deberá hacerlo reinterpretando el porqué de semejante desigualdad.
Desde luego, el envidioso no reconocerá que la fortuna de su vecino se pueda deber a que su igual sea persona más trabajadora y sacrificada; menos aún atribuirá el éxito de su vecino a que éste sea más inteligente que él mismo. Si el envidioso no es demasiado indócil, se contentará con achacar la fortuna de su vecino a la suerte. Pero si el envidioso es un rebelde como Dios manda, ebrio de revanchismo y de necesidad de autoafirmar su propia prepotencia, se dedicará a elaborar y desarrollar justificaciones sociales; deberá demostrar que si su vecino es mejor que él mismo, no será porque su prójimo tenga una mejor dotación genética o intelectual, sino porque las circunstancias le fueron más favorables. ¡Qué injusticia!