lunes, 8 de junio de 2015

"La Fragata infernal" o del victimismo instrumental.

"La fragata infernal" es una dolorosa e incómoda película que deja un amargo regusto final.
Como bien señala Peter Sloterdijk, en su magnífica "Crítica de la razón cínica", el pequeño relato de Herman Melville, titulado en realidad "Billy Budd", constituye un claro ejemplo de lo que el filósofo alemán denomina inversión moral-cultural, es decir, un ilustrativo caso donde la víctima pierde su inocencia en aras de perseguir una pérfida finalidad:

"El derecho se convierte en una instancia que puede ser utilizada como instrumento de una voluntad perversa" (Peter Sloterdijk).

Siempre he sospechado que, en no pocas ocasiones, muchas causas políticas y/o ideológicas se han ataviado con los ropajes de un calculado victimismo por tal de lograr determinados fines.
La historia nos muestra numerosos ejemplos en los que ciertas conciencias, ebrias de su propia verdad, se victimizaron (o siguen victimizándose) convenientemente por tal de poder derrotar o superar a poderosos adversarios. Volveremos a ello más adelante.

¿Dónde estriba la "dolorosa" originalidad de "La fragata infernal?

La historia del grumete Billy Budd, un joven alegre y carismático, se me antoja cargada de numerosas connotaciones bíblicas. Por un lado, el personaje del bondadoso e inocente muchacho (Terence Stamp) simbolizaría la figura de Abel, mientras que el personaje del malvado suboficial de armas (Robert Ryan) ejercería de resentido y envidioso Caín.
Mientras veía la película tampoco pude evitar establecer comparaciones con los personajes unamunianos de la novela "Abel Sánchez"; ese sempiterno antagonismo entre el individuo jovial, vitalista y alegre (Abel Sánchez) y el ser atormentado y resentido (Joaquín Monegro).

Sin embargo, yo diría que aún podemos observar una analogía bíblica más evidente si consideramos al joven Billy Budd, inocente y puro, como una suerte de nuevo mesías, y al frustrado suboficial como un dogmático y férreo Caifás dispuesto a todo por tal de preservar su autoridad a base de un cumplimiento excesivamente estricto de las normas. De hecho, resultará del todo evidente que el capitán de la fragata (magnífico Peter Ustinov) acabará haciendo las veces de Poncio Pilato.

Veamos:
El grumete Billy Budd es sustraído a la fuerza (reclutado según las leyes del mar) del navío "Derechos del hombre" (significativo nombre) para servir en "El indomable", una fragata infernal donde la justicia es obviada por las implacables "leyes del mar", aplicadas en toda su crudeza por el malvado suboficial de armas. El mesiánico Billy, todo bondad e ingenuidad, pronto se hará amigo de toda la tripulación y se ganará las simpatías de los oficiales; de todos, salvo las del susodicho suboficial de armas, el cual sentirá un profundo odio y desprecio hacia el joven que, antes sus ojos, alcanzaba un inmerecido "estado de gracia" místico.

La originalidad de este "nuevo Caifás" (suboficial de armas) la encontraremos en la manera en que conseguirá "crucificar" al bondadoso mesías: convirtiéndose él mismo en víctima.
Después de acosar al joven Billy incesantemente y de crear numerosas amonestaciones falsas para que éste fuese castigado con el látigo, el perverso suboficial logrará finalmente que el pacífico y tranquilo grumete pierda los nervios y le agreda. Entonces, el malvado cae al suelo y se golpea mortalmente mientras esboza una perversa sonrisa, pues sabe que su muerte obligará (derecho marítimo en mano) a que Billy sea ejecutado según las leyes de la guerra en el mar. Y todo ello ocurre ante la presencia del capitán, que deberá optar por impartir justicia o aplicar las leyes.

El perverso malvado, en definitiva, lo que hace es valerse del derecho, el cual protege a las víctimas de sus agresores; pero para ello, perderá su inocencia como víctima, es decir, se convertirá en una víctima culpable. Así, el derecho, en teoría garante de la integridad de los inocentes, se convierte en instrumento de los malvados.

De nuevo, Pilato se lavará las manos. El capitán y el resto de oficiales, a pesar de desear salvar al joven Billy, acabarán sentenciándolo a morir ahorcado, cual si de una crucifixión se tratara.

Victimismo instrumental en la historia.

Todos conocemos o hemos conocido a algunos de esos niños taimados, inteligentes pero con un punto de perversidad, que saben cómo "pinchar" y acosar sibilinamente a otros compañeros, incluso más fuertes que ellos; que saben cómo molestarles y "chincharles" hasta lograr que estos pierdan el "autocontrol" y les suelten un tortazo. Entonces, la pequeña víctima, exenta de toda inocencia, solo tiene que llorar desconsoladamente y magnificar las consecuencias de la agresión para lograr que los profesores castiguen al agresor inocente. Éste, grosso modo, podría decirse que es el argumento central de "La fragata infernal".
Pero, ¿ y si en vez de un taimado niño fuese un suprematismo ideológico el que recurriese a esta inversión de la moral, convirtiendo el derecho en un instrumento al servicio de un determinado fin?
Hoy sabemos, por ejemplo, que el Alzamiento Nacional que desembocó en la Guerra Civil española fue provocado por la Komitern en connivencia con dirigentes del Frente Popular (ver aquí). Sabemos que el frentepopulismo que tomó las riendas de la II República vulneró la legalidad vigente y comenzó una impune cacería de "fachas" y clérigos con la única intención de provocar un Alzamiento que supusiera ese "tortazo" a través del cual pudiesen legitimar su condición de víctima y pedir socorro al Derecho internacional.
¿Qué hace actualmente el más reciente y nuevo suprematismo feminista, sino provocar y tensionar constantemente por tal de conseguir el "tortazo" de rigor que pueda legitimar sus reivindicaciones victimistas y, de paso, poner en evidencia al subyugador patriarcado dominante?

Hilando más fino, "sospechamos" que, en no pocas ocasiones, los servicios de inteligencia y el poder militar también recurren a este tipo de "victimización" e instrumentalización del derecho para legitimar una posterior agresión contra algún objetivo concreto.
También es sabido que los presos de ETA, para deslegitimar al Estado, en ocasiones se autoagredían o provocaban a las fuerzas de seguridad para que les agrediesen, y todo por tal de legitimar su lucha adquiriendo la condición necesaria de víctima.
No cabe duda de que ser víctima, ayer como hoy, puede ser muy rentable si a cambio, eso sí, se está dispuesto a perder la inocencia. ¿Pero a quién le preocupa perder la inocencia en un mundo donde impera un creciente relativismo moral y donde lo único que parece importar es lograr determinados fines, como sea y a través de la instrumentalización que sea?


lunes, 1 de junio de 2015

El feriante de los engaños (cuentecillo pseudofilosófico).

El feriante de este breve pero pedagógico cuento se enorgullecía de su trabajo, y ello a pesar de que algunas mentes preclaras, hace ya mucho tiempo de ello, desenmascararon y dejaron al desnudo al vulgar titiritero que en realidad era. Mas ello no amedrentaba a nuestro taimado maese Pedro, como gustaba de llamarse a sí mismo. ¡Al contrario!, cada vez que alguien le señalaba la inutilidad de su cotidiano quehacer, ora en un pueblo rebosante de gentes, ora en una pequeña aldea de apenas un puñado de habitantes, él se crecía, seguro de ser mucho más que un comediante o un vulgar farsante.

Nuestro singular maese Pedro sabía que la vida era sueño; y no necesitaba saber nada más. El malgastar el tiempo y la vida por aquello tan vano de saber por saber, esa gran trampa de la moral, se lo dejaba a los barberos, curas y bachilleres que siempre se jactaban de ser los más doctos y letrados en sus respectivos oficios.
Nuestro endiosado feriante no necesitaba saber más de lo que ya sabía, ni conocer más de lo que ya conocía, porque él poseía algo mucho más valioso que aquellos pequeños hombrecillos grises que se las daban de sabios; él tenía el poder de crear ilusiones.
Sabía, el muy ladino, que solo necesitaba crear novedosas y divertidas atracciones de feria para que largas filas de niños se rindieran ante su mágico poder ilusorio, siempre promesa de esperanza; sabía, el muy bribón, que la esperanza era, en realidad, el único alimento que necesitaban los hombres de carne y hueso (eternos púberes) antes de convertirse, por obra y gracia de la diosa civilización, en "demasiado humanos".

Pero al vanidoso feriante, tras muchos años de buen oficio, se le presentó un grave problema: se le habían acabo las ideas. O, mejor dicho y explicado: ya no era capaz de crear atracciones ilusionantes que fuesen promesas de esperanza; que significaran, en definitiva, un ansiado fin último por el que cualquier niño estuviese dispuesto a hacer una larga cola durante horas, ¿y por qué no de por vida?, se preguntaba henchido de locura en no pocas ocasiones...
Los niños, ciertamente, eran cada vez eran más exigentes, pero sobre todo impacientes. Sí, al principio todos formaban largas colas para experimentar las atracciones más sugestivas. Pero el goce que proporcionaba cada nueva atracción era breve y efímero; y los niños cada vez se cansaban y hastiaban más pronto de ellas. Pero lo peor de todo era la espera, la larga cola que debían hacer para disfrutar, tan solo, de un par de minutos de diversión. Los niños crecían rápido, y cada nueva generación era más exigente que la anterior. Pronto advirtieron que las largas esperas no eran rentables en términos vitales, aunque ellos, emulando la prepotente vanidad del feriante, prefirieron considerarlo en términos morales. ¡Qué injustas eran aquellas atracciones!

El feriante, gran conocedor del alma de los niños, sabía en realidad lo que estos querían: deseaban el goce eterno, la felicidad ininterrumpida en forma de una atracción vital que no tuviese fin, que nunca terminara. Los niños deseaban y necesitaban ser engañados; necesitaban creer en la existencia de una magnífica atracción que fuese justa ante sus ojos, es decir, que les proporcionara felicidad eterna sin pedirles a cambio ninguna aburrida espera ni ningún indeseable sacrificio.
Ciertamente, aquellos pequeños diosecillos vanidosos ya no eran niños; se habían convertido en humanos, en egocéntricas deidades, justificaciones de sí mismas, que solo ansiaban la felicidad como meta última en sus vidas.

El feriante se dio cuenta de que era imposible que, cada nueva temporada, pudiese tener construida una nueva y costosa atracción. ¿Qué esperaban de él aquellos indóciles caprichosos? ¿Deseaban ser felices por siempre, sin dar nada a cambio? ¿Acaso no sabían cuánto costaba mantener viva una ilusión? ¿Desconocían el trabajo y el esfuerzo que eran necesarios para construir cada una de sus atracciones? Si aquella panda de desagradecidos querían mentiras, él se las daría.

Pero en esas estaba nuestro feriante, urdiendo qué mentiras y engaños proporcionar a los infantes rebeldes, cuando por el horizonte se dibujó una figura en el Sol de Poniente; y aquella figura resultó ser otro feriante, mucho más osado y más cínico que él; pero, sobre todo, más hábil en el arte del engaño.
Ningún niño pudo resistirse a las promesas de diversión de aquel nuevo feriante, más joven y seductor, mesiánico y gran conocedor del alma infantil.
¡Aaaah, pobre maese Pedro, que tan bien creyese conocer el espíritu de los niños! Y sí, claro que lo conocía, y muy bien, pero tardó en darse cuenta de que los mejores titiriteros, como los más seductores feriantes, no son quienes se limitan a maquinar burdos engaños, sino quienes consiguen que los niños, por voluntad propia, se autoengañen y crean, fervientemente, en la felicidad que habrá de proporcionarles una ficticia atracción de feria.