"La fragata infernal" es una dolorosa e incómoda película que deja un amargo regusto final.
Como bien señala Peter Sloterdijk, en su magnífica "Crítica de la razón cínica", el pequeño relato de Herman Melville, titulado en realidad "Billy Budd", constituye un claro ejemplo de lo que el filósofo alemán denomina inversión moral-cultural, es decir, un ilustrativo caso donde la víctima pierde su inocencia en aras de perseguir una pérfida finalidad:
"El derecho se convierte en una instancia que puede ser utilizada como instrumento de una voluntad perversa" (Peter Sloterdijk).
Siempre he sospechado que, en no pocas ocasiones, muchas causas políticas y/o ideológicas se han ataviado con los ropajes de un calculado victimismo por tal de lograr determinados fines.
La historia nos muestra numerosos ejemplos en los que ciertas conciencias, ebrias de su propia verdad, se victimizaron (o siguen victimizándose) convenientemente por tal de poder derrotar o superar a poderosos adversarios. Volveremos a ello más adelante.
¿Dónde estriba la "dolorosa" originalidad de "La fragata infernal?
La historia del grumete Billy Budd, un joven alegre y carismático, se me antoja cargada de numerosas connotaciones bíblicas. Por un lado, el personaje del bondadoso e inocente muchacho (Terence Stamp) simbolizaría la figura de Abel, mientras que el personaje del malvado suboficial de armas (Robert Ryan) ejercería de resentido y envidioso Caín.
Mientras veía la película tampoco pude evitar establecer comparaciones con los personajes unamunianos de la novela "Abel Sánchez"; ese sempiterno antagonismo entre el individuo jovial, vitalista y alegre (Abel Sánchez) y el ser atormentado y resentido (Joaquín Monegro).
Sin embargo, yo diría que aún podemos observar una analogía bíblica más evidente si consideramos al joven Billy Budd, inocente y puro, como una suerte de nuevo mesías, y al frustrado suboficial como un dogmático y férreo Caifás dispuesto a todo por tal de preservar su autoridad a base de un cumplimiento excesivamente estricto de las normas. De hecho, resultará del todo evidente que el capitán de la fragata (magnífico Peter Ustinov) acabará haciendo las veces de Poncio Pilato.
Veamos:
El grumete Billy Budd es sustraído a la fuerza (reclutado según las leyes del mar) del navío "Derechos del hombre" (significativo nombre) para servir en "El indomable", una fragata infernal donde la justicia es obviada por las implacables "leyes del mar", aplicadas en toda su crudeza por el malvado suboficial de armas. El mesiánico Billy, todo bondad e ingenuidad, pronto se hará amigo de toda la tripulación y se ganará las simpatías de los oficiales; de todos, salvo las del susodicho suboficial de armas, el cual sentirá un profundo odio y desprecio hacia el joven que, antes sus ojos, alcanzaba un inmerecido "estado de gracia" místico.
La originalidad de este "nuevo Caifás" (suboficial de armas) la encontraremos en la manera en que conseguirá "crucificar" al bondadoso mesías: convirtiéndose él mismo en víctima.
Después de acosar al joven Billy incesantemente y de crear numerosas amonestaciones falsas para que éste fuese castigado con el látigo, el perverso suboficial logrará finalmente que el pacífico y tranquilo grumete pierda los nervios y le agreda. Entonces, el malvado cae al suelo y se golpea mortalmente mientras esboza una perversa sonrisa, pues sabe que su muerte obligará (derecho marítimo en mano) a que Billy sea ejecutado según las leyes de la guerra en el mar. Y todo ello ocurre ante la presencia del capitán, que deberá optar por impartir justicia o aplicar las leyes.
El perverso malvado, en definitiva, lo que hace es valerse del derecho, el cual protege a las víctimas de sus agresores; pero para ello, perderá su inocencia como víctima, es decir, se convertirá en una víctima culpable. Así, el derecho, en teoría garante de la integridad de los inocentes, se convierte en instrumento de los malvados.
De nuevo, Pilato se lavará las manos. El capitán y el resto de oficiales, a pesar de desear salvar al joven Billy, acabarán sentenciándolo a morir ahorcado, cual si de una crucifixión se tratara.
Victimismo instrumental en la historia.
Todos conocemos o hemos conocido a algunos de esos niños taimados, inteligentes pero con un punto de perversidad, que saben cómo "pinchar" y acosar sibilinamente a otros compañeros, incluso más fuertes que ellos; que saben cómo molestarles y "chincharles" hasta lograr que estos pierdan el "autocontrol" y les suelten un tortazo. Entonces, la pequeña víctima, exenta de toda inocencia, solo tiene que llorar desconsoladamente y magnificar las consecuencias de la agresión para lograr que los profesores castiguen al agresor inocente. Éste, grosso modo, podría decirse que es el argumento central de "La fragata infernal".
Pero, ¿ y si en vez de un taimado niño fuese un suprematismo ideológico el que recurriese a esta inversión de la moral, convirtiendo el derecho en un instrumento al servicio de un determinado fin?
Hoy sabemos, por ejemplo, que el Alzamiento Nacional que desembocó en la Guerra Civil española fue provocado por la Komitern en connivencia con dirigentes del Frente Popular (ver aquí). Sabemos que el frentepopulismo que tomó las riendas de la II República vulneró la legalidad vigente y comenzó una impune cacería de "fachas" y clérigos con la única intención de provocar un Alzamiento que supusiera ese "tortazo" a través del cual pudiesen legitimar su condición de víctima y pedir socorro al Derecho internacional.
¿Qué hace actualmente el más reciente y nuevo suprematismo feminista, sino provocar y tensionar constantemente por tal de conseguir el "tortazo" de rigor que pueda legitimar sus reivindicaciones victimistas y, de paso, poner en evidencia al subyugador patriarcado dominante?
Hilando más fino, "sospechamos" que, en no pocas ocasiones, los servicios de inteligencia y el poder militar también recurren a este tipo de "victimización" e instrumentalización del derecho para legitimar una posterior agresión contra algún objetivo concreto.
También es sabido que los presos de ETA, para deslegitimar al Estado, en ocasiones se autoagredían o provocaban a las fuerzas de seguridad para que les agrediesen, y todo por tal de legitimar su lucha adquiriendo la condición necesaria de víctima.
No cabe duda de que ser víctima, ayer como hoy, puede ser muy rentable si a cambio, eso sí, se está dispuesto a perder la inocencia. ¿Pero a quién le preocupa perder la inocencia en un mundo donde impera un creciente relativismo moral y donde lo único que parece importar es lograr determinados fines, como sea y a través de la instrumentalización que sea?
lunes, 8 de junio de 2015
lunes, 1 de junio de 2015
El feriante de los engaños (cuentecillo pseudofilosófico).
El feriante de este breve pero pedagógico cuento se enorgullecía de su trabajo, y ello a pesar de que algunas mentes preclaras, hace ya mucho tiempo de ello, desenmascararon y dejaron al desnudo al vulgar titiritero que en realidad era. Mas ello no amedrentaba a nuestro taimado maese Pedro, como gustaba de llamarse a sí mismo. ¡Al contrario!, cada vez que alguien le señalaba la inutilidad de su cotidiano quehacer, ora en un pueblo rebosante de gentes, ora en una pequeña aldea de apenas un puñado de habitantes, él se crecía, seguro de ser mucho más que un comediante o un vulgar farsante.
Nuestro singular maese Pedro sabía que la vida era sueño; y no necesitaba saber nada más. El malgastar el tiempo y la vida por aquello tan vano de saber por saber, esa gran trampa de la moral, se lo dejaba a los barberos, curas y bachilleres que siempre se jactaban de ser los más doctos y letrados en sus respectivos oficios.
Nuestro endiosado feriante no necesitaba saber más de lo que ya sabía, ni conocer más de lo que ya conocía, porque él poseía algo mucho más valioso que aquellos pequeños hombrecillos grises que se las daban de sabios; él tenía el poder de crear ilusiones.
Sabía, el muy ladino, que solo necesitaba crear novedosas y divertidas atracciones de feria para que largas filas de niños se rindieran ante su mágico poder ilusorio, siempre promesa de esperanza; sabía, el muy bribón, que la esperanza era, en realidad, el único alimento que necesitaban los hombres de carne y hueso (eternos púberes) antes de convertirse, por obra y gracia de la diosa civilización, en "demasiado humanos".
Pero al vanidoso feriante, tras muchos años de buen oficio, se le presentó un grave problema: se le habían acabo las ideas. O, mejor dicho y explicado: ya no era capaz de crear atracciones ilusionantes que fuesen promesas de esperanza; que significaran, en definitiva, un ansiado fin último por el que cualquier niño estuviese dispuesto a hacer una larga cola durante horas, ¿y por qué no de por vida?, se preguntaba henchido de locura en no pocas ocasiones...
Los niños, ciertamente, eran cada vez eran más exigentes, pero sobre todo impacientes. Sí, al principio todos formaban largas colas para experimentar las atracciones más sugestivas. Pero el goce que proporcionaba cada nueva atracción era breve y efímero; y los niños cada vez se cansaban y hastiaban más pronto de ellas. Pero lo peor de todo era la espera, la larga cola que debían hacer para disfrutar, tan solo, de un par de minutos de diversión. Los niños crecían rápido, y cada nueva generación era más exigente que la anterior. Pronto advirtieron que las largas esperas no eran rentables en términos vitales, aunque ellos, emulando la prepotente vanidad del feriante, prefirieron considerarlo en términos morales. ¡Qué injustas eran aquellas atracciones!
El feriante, gran conocedor del alma de los niños, sabía en realidad lo que estos querían: deseaban el goce eterno, la felicidad ininterrumpida en forma de una atracción vital que no tuviese fin, que nunca terminara. Los niños deseaban y necesitaban ser engañados; necesitaban creer en la existencia de una magnífica atracción que fuese justa ante sus ojos, es decir, que les proporcionara felicidad eterna sin pedirles a cambio ninguna aburrida espera ni ningún indeseable sacrificio.
Ciertamente, aquellos pequeños diosecillos vanidosos ya no eran niños; se habían convertido en humanos, en egocéntricas deidades, justificaciones de sí mismas, que solo ansiaban la felicidad como meta última en sus vidas.
El feriante se dio cuenta de que era imposible que, cada nueva temporada, pudiese tener construida una nueva y costosa atracción. ¿Qué esperaban de él aquellos indóciles caprichosos? ¿Deseaban ser felices por siempre, sin dar nada a cambio? ¿Acaso no sabían cuánto costaba mantener viva una ilusión? ¿Desconocían el trabajo y el esfuerzo que eran necesarios para construir cada una de sus atracciones? Si aquella panda de desagradecidos querían mentiras, él se las daría.
Pero en esas estaba nuestro feriante, urdiendo qué mentiras y engaños proporcionar a los infantes rebeldes, cuando por el horizonte se dibujó una figura en el Sol de Poniente; y aquella figura resultó ser otro feriante, mucho más osado y más cínico que él; pero, sobre todo, más hábil en el arte del engaño.
Ningún niño pudo resistirse a las promesas de diversión de aquel nuevo feriante, más joven y seductor, mesiánico y gran conocedor del alma infantil.
¡Aaaah, pobre maese Pedro, que tan bien creyese conocer el espíritu de los niños! Y sí, claro que lo conocía, y muy bien, pero tardó en darse cuenta de que los mejores titiriteros, como los más seductores feriantes, no son quienes se limitan a maquinar burdos engaños, sino quienes consiguen que los niños, por voluntad propia, se autoengañen y crean, fervientemente, en la felicidad que habrá de proporcionarles una ficticia atracción de feria.
Nuestro singular maese Pedro sabía que la vida era sueño; y no necesitaba saber nada más. El malgastar el tiempo y la vida por aquello tan vano de saber por saber, esa gran trampa de la moral, se lo dejaba a los barberos, curas y bachilleres que siempre se jactaban de ser los más doctos y letrados en sus respectivos oficios.
Nuestro endiosado feriante no necesitaba saber más de lo que ya sabía, ni conocer más de lo que ya conocía, porque él poseía algo mucho más valioso que aquellos pequeños hombrecillos grises que se las daban de sabios; él tenía el poder de crear ilusiones.
Sabía, el muy ladino, que solo necesitaba crear novedosas y divertidas atracciones de feria para que largas filas de niños se rindieran ante su mágico poder ilusorio, siempre promesa de esperanza; sabía, el muy bribón, que la esperanza era, en realidad, el único alimento que necesitaban los hombres de carne y hueso (eternos púberes) antes de convertirse, por obra y gracia de la diosa civilización, en "demasiado humanos".
Pero al vanidoso feriante, tras muchos años de buen oficio, se le presentó un grave problema: se le habían acabo las ideas. O, mejor dicho y explicado: ya no era capaz de crear atracciones ilusionantes que fuesen promesas de esperanza; que significaran, en definitiva, un ansiado fin último por el que cualquier niño estuviese dispuesto a hacer una larga cola durante horas, ¿y por qué no de por vida?, se preguntaba henchido de locura en no pocas ocasiones...
Los niños, ciertamente, eran cada vez eran más exigentes, pero sobre todo impacientes. Sí, al principio todos formaban largas colas para experimentar las atracciones más sugestivas. Pero el goce que proporcionaba cada nueva atracción era breve y efímero; y los niños cada vez se cansaban y hastiaban más pronto de ellas. Pero lo peor de todo era la espera, la larga cola que debían hacer para disfrutar, tan solo, de un par de minutos de diversión. Los niños crecían rápido, y cada nueva generación era más exigente que la anterior. Pronto advirtieron que las largas esperas no eran rentables en términos vitales, aunque ellos, emulando la prepotente vanidad del feriante, prefirieron considerarlo en términos morales. ¡Qué injustas eran aquellas atracciones!
El feriante, gran conocedor del alma de los niños, sabía en realidad lo que estos querían: deseaban el goce eterno, la felicidad ininterrumpida en forma de una atracción vital que no tuviese fin, que nunca terminara. Los niños deseaban y necesitaban ser engañados; necesitaban creer en la existencia de una magnífica atracción que fuese justa ante sus ojos, es decir, que les proporcionara felicidad eterna sin pedirles a cambio ninguna aburrida espera ni ningún indeseable sacrificio.
Ciertamente, aquellos pequeños diosecillos vanidosos ya no eran niños; se habían convertido en humanos, en egocéntricas deidades, justificaciones de sí mismas, que solo ansiaban la felicidad como meta última en sus vidas.
El feriante se dio cuenta de que era imposible que, cada nueva temporada, pudiese tener construida una nueva y costosa atracción. ¿Qué esperaban de él aquellos indóciles caprichosos? ¿Deseaban ser felices por siempre, sin dar nada a cambio? ¿Acaso no sabían cuánto costaba mantener viva una ilusión? ¿Desconocían el trabajo y el esfuerzo que eran necesarios para construir cada una de sus atracciones? Si aquella panda de desagradecidos querían mentiras, él se las daría.
Pero en esas estaba nuestro feriante, urdiendo qué mentiras y engaños proporcionar a los infantes rebeldes, cuando por el horizonte se dibujó una figura en el Sol de Poniente; y aquella figura resultó ser otro feriante, mucho más osado y más cínico que él; pero, sobre todo, más hábil en el arte del engaño.
Ningún niño pudo resistirse a las promesas de diversión de aquel nuevo feriante, más joven y seductor, mesiánico y gran conocedor del alma infantil.
¡Aaaah, pobre maese Pedro, que tan bien creyese conocer el espíritu de los niños! Y sí, claro que lo conocía, y muy bien, pero tardó en darse cuenta de que los mejores titiriteros, como los más seductores feriantes, no son quienes se limitan a maquinar burdos engaños, sino quienes consiguen que los niños, por voluntad propia, se autoengañen y crean, fervientemente, en la felicidad que habrá de proporcionarles una ficticia atracción de feria.
viernes, 22 de mayo de 2015
"El viaje a Oriente" (análisis personal introspectivo).
Comentaba en mi entrada anterior que la última lectura de "El viaje a Oriente", de Hermann Hesse, me había sugerido nuevas "sensaciones", muy diferentes a las que experimenté siendo mucho más joven, cuando leí por primera vez el introspectivo relato del escritor alemán.
Hoy "siento" de manera diferente este pequeño libro; lo saboreo de forma distinta y lo valoro desde una nueva perspectiva vital.
Cuando era joven tan solo vi "poesía" en este onírico relato de Hesse; disfruté con la fantasía que de él emanaba y me "distraje" paladeando su sugestiva prosa, seductora y hermosa a un tiempo.
Sí, es cierto que ya entonces percibí el carácter angustiado y atormentado del viajero H.H; es cierto que, de alguna manera, "comprendí" que éste era un ser "perdido" en el mundo que deseaba encontrar un camino "salvador". Sin embargo, no realicé ningún análisis reflexivo que me permitiese "profundizar" más allá, ni en la psicología del protagonista ni en el fin último de dicho relato.
No podía, entonces, llegar mucho más lejos en la lectura de "El viaje a Oriente", porque, de hecho, yo tampoco había llegado demasiado lejos en mi vida.
Y es que, durante la primera lectura que hice de "El viaje a Oriente", yo mismo era un alegre viajero del Circulo; alguien que todavía leía por placer y no por pura necesidad vital; era alguien que dibujaba y pintaba, y que todavía se deleitaba escuchando música embriagadora a todas horas.
Fui un joven que, en cierta manera, participó en "El viaje a Oriente", como los risueños Klingsor ("El último verano de Klingsor") y Goldmundo ("Narciso y Goldmundo"). Era un joven que solo necesitaba amar y emborracharse de vida o, como le dijera en cierta ocasión a una amiga de la que hoy es mi mujer: "Solo necesitaba tener a mi chica cogida de la mano y en la otra mano una cerveza fresquita".
No me puedo quejar, pues todavía hoy, un par de décadas más tarde, sigo teniendo a la misma chica cogida de mi mano; y de tanto en tanto todavía me puedo permitir "evadirme" de la existencia, que no de la vida, saboreando néctares dionisíacos. Pero ya no soy aquel joven alegre y risueño de antaño. Sin duda he cambiado mucho.
Ahora estoy "perdido", como el angustiado H.H que abandonó el Círculo; y, como él, solo ansío volver a reencontrar el gusto por la vida. De la misma manera que el desorientado H.H dejó de tocar el violín y, peor aún, lo empeñó por un puñado de monedas, así, de forma parecida, dejé yo mismo de pintar y vendí mi preciada colección de discos de vinilo.
Perdidas la fe y la esperanza, ya solo me queda intentar "escribir" el relato de lo que fue mi particular viaje a Oriente. De hecho, intento, como el perdido H.H, entrar de nuevo en el Círculo, para salvarme y para poder seguir viajando; para no quedarme, tan solo, viendo pasar la vida mientras se llega la muerte.
Sí, en esta última lectura de "El viaje a Oriente" he reflexionado mucho más, pues es lo que tiene la metamorfosis vital que te transforma, de un alegre y despreocupado Goldmundo a un analítico y serio Narciso. No soy Goldmundo ni puedo ser ya Klingsor, el pintor vitalista; ni siquiera puedo aspirar a ejercer de loco caballero andante. Ahora soy todo sensatez sanchopancesca.
La vida me ha cambiado, y mi transformación también ha hecho mutar el "sentido" de aquellos libros que otrora configuraron mi biografía vital; y, por supuesto, también cambiaron a los protagonistas de las novelas que leí.
Ya poco me dice Hermann Hesse, porque no creo en Buda ni en la vida contemplativa; no creo en la vida fácil en el valle, ya sea en utópicos Paraísos celestiales o en terrenales y ricos jardines como los que disfrutó el despreocupado Siddharta en su juventud.
He comprendido que la vida no se desarrolla en un plácido valle, generoso y garante de recursos, y en cuyo seno la existencia humana transcurre sin problemas. Tampoco me vale el proceder cobarde de quienes construyen un búnquer virtual en su mente, donde dicen hallar la paz interior con ellos mismos y con el mundo.
He aceptado que no soy Klingsor, el despreocupado y vitalista pintor que también fuera compañero de H.H en el Círculo que viajaba a Oriente; ni soy, pues no me lo permiten mis circunstancias vitales, un loco Quijote, ni siquiera puedo ser el atormentado Hermann Hesse que podía permitirse el lujo de escribir, de la misma manera que los ociosos griegos elucubraron sobre el ser y otros ilustres pensadores se dedicaron al vano deporte de filosofar (Ortega y Gasset).
Los autoengaños están bien, son necesarios, pero no les están permitidos a los hombres de carne y hueso. Bien está que Buda, el místico espiritual, se autoengañase por tal de salvarse de la náusea de la nada; bien está que Cristo se autoengañase por tal de hacernos creer en la inmortalidad del alma.
Perdonado está, por supuesto, mi admirado Hermann Hesse, por haber sabido salvarse del suicidio a través de su introspectiva obra literaria y, de paso, por qué no decirlo, haber conseguido vivir de la palabra, que no de los hechos.
Pero mi salvación, estoy seguro de ello, no está en mi interior ni en la creación de bonitas palabras, sino en los hechos de la vida misma; está en la existencia de mis dos hijos, en el quehacer diario que me insta a salvar circunstancias adversas; en los pequeños placeres cotidianos que me recuerdan, mal que sea por breves instantes, que es mejor estar vivo que muerto.
La vida no es contemplación, sino constante quehacer y proyección futura.
¿Quién quiere ser un gordo Buda eternamente "sentado" y meditando?
¿Quién puede desear "viajar a Oriente" cuando es consciente de que es heredero y portador de aquella ancestral energía vital de Occidente, propia de hombres de carne y hueso?
Hoy "siento" de manera diferente este pequeño libro; lo saboreo de forma distinta y lo valoro desde una nueva perspectiva vital.
Cuando era joven tan solo vi "poesía" en este onírico relato de Hesse; disfruté con la fantasía que de él emanaba y me "distraje" paladeando su sugestiva prosa, seductora y hermosa a un tiempo.
Sí, es cierto que ya entonces percibí el carácter angustiado y atormentado del viajero H.H; es cierto que, de alguna manera, "comprendí" que éste era un ser "perdido" en el mundo que deseaba encontrar un camino "salvador". Sin embargo, no realicé ningún análisis reflexivo que me permitiese "profundizar" más allá, ni en la psicología del protagonista ni en el fin último de dicho relato.
No podía, entonces, llegar mucho más lejos en la lectura de "El viaje a Oriente", porque, de hecho, yo tampoco había llegado demasiado lejos en mi vida.
Y es que, durante la primera lectura que hice de "El viaje a Oriente", yo mismo era un alegre viajero del Circulo; alguien que todavía leía por placer y no por pura necesidad vital; era alguien que dibujaba y pintaba, y que todavía se deleitaba escuchando música embriagadora a todas horas.
Fui un joven que, en cierta manera, participó en "El viaje a Oriente", como los risueños Klingsor ("El último verano de Klingsor") y Goldmundo ("Narciso y Goldmundo"). Era un joven que solo necesitaba amar y emborracharse de vida o, como le dijera en cierta ocasión a una amiga de la que hoy es mi mujer: "Solo necesitaba tener a mi chica cogida de la mano y en la otra mano una cerveza fresquita".
No me puedo quejar, pues todavía hoy, un par de décadas más tarde, sigo teniendo a la misma chica cogida de mi mano; y de tanto en tanto todavía me puedo permitir "evadirme" de la existencia, que no de la vida, saboreando néctares dionisíacos. Pero ya no soy aquel joven alegre y risueño de antaño. Sin duda he cambiado mucho.
Ahora estoy "perdido", como el angustiado H.H que abandonó el Círculo; y, como él, solo ansío volver a reencontrar el gusto por la vida. De la misma manera que el desorientado H.H dejó de tocar el violín y, peor aún, lo empeñó por un puñado de monedas, así, de forma parecida, dejé yo mismo de pintar y vendí mi preciada colección de discos de vinilo.
Perdidas la fe y la esperanza, ya solo me queda intentar "escribir" el relato de lo que fue mi particular viaje a Oriente. De hecho, intento, como el perdido H.H, entrar de nuevo en el Círculo, para salvarme y para poder seguir viajando; para no quedarme, tan solo, viendo pasar la vida mientras se llega la muerte.
Sí, en esta última lectura de "El viaje a Oriente" he reflexionado mucho más, pues es lo que tiene la metamorfosis vital que te transforma, de un alegre y despreocupado Goldmundo a un analítico y serio Narciso. No soy Goldmundo ni puedo ser ya Klingsor, el pintor vitalista; ni siquiera puedo aspirar a ejercer de loco caballero andante. Ahora soy todo sensatez sanchopancesca.
La vida me ha cambiado, y mi transformación también ha hecho mutar el "sentido" de aquellos libros que otrora configuraron mi biografía vital; y, por supuesto, también cambiaron a los protagonistas de las novelas que leí.
Ya poco me dice Hermann Hesse, porque no creo en Buda ni en la vida contemplativa; no creo en la vida fácil en el valle, ya sea en utópicos Paraísos celestiales o en terrenales y ricos jardines como los que disfrutó el despreocupado Siddharta en su juventud.
He comprendido que la vida no se desarrolla en un plácido valle, generoso y garante de recursos, y en cuyo seno la existencia humana transcurre sin problemas. Tampoco me vale el proceder cobarde de quienes construyen un búnquer virtual en su mente, donde dicen hallar la paz interior con ellos mismos y con el mundo.
He aceptado que no soy Klingsor, el despreocupado y vitalista pintor que también fuera compañero de H.H en el Círculo que viajaba a Oriente; ni soy, pues no me lo permiten mis circunstancias vitales, un loco Quijote, ni siquiera puedo ser el atormentado Hermann Hesse que podía permitirse el lujo de escribir, de la misma manera que los ociosos griegos elucubraron sobre el ser y otros ilustres pensadores se dedicaron al vano deporte de filosofar (Ortega y Gasset).
Los autoengaños están bien, son necesarios, pero no les están permitidos a los hombres de carne y hueso. Bien está que Buda, el místico espiritual, se autoengañase por tal de salvarse de la náusea de la nada; bien está que Cristo se autoengañase por tal de hacernos creer en la inmortalidad del alma.
Perdonado está, por supuesto, mi admirado Hermann Hesse, por haber sabido salvarse del suicidio a través de su introspectiva obra literaria y, de paso, por qué no decirlo, haber conseguido vivir de la palabra, que no de los hechos.
Pero mi salvación, estoy seguro de ello, no está en mi interior ni en la creación de bonitas palabras, sino en los hechos de la vida misma; está en la existencia de mis dos hijos, en el quehacer diario que me insta a salvar circunstancias adversas; en los pequeños placeres cotidianos que me recuerdan, mal que sea por breves instantes, que es mejor estar vivo que muerto.
La vida no es contemplación, sino constante quehacer y proyección futura.
¿Quién quiere ser un gordo Buda eternamente "sentado" y meditando?
¿Quién puede desear "viajar a Oriente" cuando es consciente de que es heredero y portador de aquella ancestral energía vital de Occidente, propia de hombres de carne y hueso?
jueves, 14 de mayo de 2015
"El viaje a Oriente" de Hermann Hesse.
Ha vuelto a caer en mis manos el pequeño librito "El viaje a Oriente", de mi estimado Hermann Hesse. Fue mi hija, el otro día, la que me lo entregó después de que el susodicho libro estuviese reposando, no sé durante cuánto tiempo, en su nutrida biblioteca, junto a otros libros.
De hecho, me confesó mi hija, me lo devolvía virgen e inmaculado, sin haber leído ni una sola de sus páginas y para poder "hacer sitio" a otras creaciones literarias más de su gusto.
Supongo que la lectura de "El viaje a Oriente" no era la más adecuada para una niña de 11 años que solo deseaba leer los "tochos" de literatura fantástica de Geronimo Stilton y Kika superbruja.
Ahora, con 13 años, a mi hija le ha dado por leer las novelas romántico-juveniles del ínclito John Greene. Bueno, me digo a mí mismo, poco a poco madurará, y quizás dentro de unos años comience a deleitarse con nuestros Unamuno o Pío Baroja; quizás incluso rebusque en mi egregia biblioteca las obras de Hermann Hesse. Allí estarán, esperándola pacientemente todas ellas.
Volví a releer "El viaje a Oriente", como no podría ser de otra manera, y no sin que antes mi mujer volviese a "señalarme" la patológica compulsión que me obliga a leer libros que ya he leído en otras ocasiones, o que me insta a ver películas que ya he visionado con anterioridad.
Y sin embargo, repetir lecturas no es ejercicio baladí, porque al releer una obra, sobre todo si han pasado unos años desde la última vez que fue leída, se extraen nuevas enseñanzas que otrora nos pasaron desapercibidas.
El libro es el mismo y su contenido sigue exponiendo las mismas ideas que cuando lo leí por primera vez, hace ya la friolera de 17 años. Y, sin embargo, ahora "El viaje a Oriente" se me antoja un libro diferente, distinto... Quizás sea yo quien ha cambiado, ¿tal vez sea yo "el diferente"?
¿Qué es "El viaje a Oriente"?
El libro constituye, en sí mismo, otro de los muchos análisis introspectivos con los que Hesse, a través de la catarsis literaria, intentó salvar su alma; un nuevo ensayo para salvarse de la nada y de la angustia vital.
El viaje a Oriente narra las andanzas y hazañas de un Círculo de viajeros que protagoniza una Cruzada hacia Oriente, siendo "Oriente" una metáfora para referirse a la meta espiritual que cada uno de los viajeros lleva a cabo. Todos los viajeros comparten el mismo viaje y el mismo fin último: buscarse (conocerse) a sí mismos y hallar "el sentido del ser". Pero a veces el grueso del grupo se divide y cada pequeño grupúsculo toma caminos diferentes, pues hay tantos caminos posibles para llegar al fin último (conocimiento) como deseos y voluntades individuales. De hecho, en numerosas ocasiones, algunos viajeros se pierden por algún tiempo y deambulan solitarios hasta que vuelven a reencontrarse con alguno de los grupos del Círculo. Otros, los que pierden definitivamente la fe y la esperanza durante el viaje, nunca regresarán y se olvidarán del Círculo y de todo lo que éste significó en sus vidas.
Pues bien, uno de los viajeros del Círculo que acabará por "perderse" será el propio Hermann Hesse, el cual será el narrador de tan peculiar historia y aparecerá con las siglas "H. H." (sus iniciales).
¿Y qué significará perderse u olvidarse del Círculo?
Olvidar el Círculo, que será tanto como abandonar la mística Cruzada a Oriente, significará perder la esperanza y la fe en cualquier referente espiritual; significará acabar sumido en la angustia existencial a la que aboca, irremediablemente, la razón. Olvidarse del Círculo sería el análogo a olvidarse de uno mismo y de las cuestiones más importantes sobre la vida, a las cuales solo se puede llegar a través de la irracionalidad inherente al ser humano: el arte, la poesía, la religión, la música, la imaginación...
Hermann Hesse, alma atormentada, reconocerá haberse perdido; confesará haber "huido" del Círculo, y se acusará a sí mismo de haber abandonado, cobardemente, el peregrinaje hacia Oriente que habría de darle un sentido a su vida y, por tanto, le salvaría de la nada.
Cuando el propio Hesse se da cuenta de que su vida fuera del Círculo, lejos de satisfacerle, tan solo le sume en el sentimiento trágico de vivir, intenta por todos los medios volver a participar en el viaje a Oriente, es decir, intentará "reencontrarse" a sí mismo para poder salvarse del suicidio.
¿Pero cómo podrá volver al Círculo y, así, recuperar la esperanza y la alegría de vivir?
El desorientado H. H. (Hermann Hesse) tan solo acertará a recordar a otro viajero: Leo, un compañero alegre y vitalista que era el "alma espiritual" del Círculo; que era un criado, servicial y solícito, amigo de todos y enemigo de nadie. Y lo recordará, a pesar de que el resto de integrantes y los hechos del propio viaje se iban borrando de su mente, porque antes de que él mismo (H.H) abandonase el Círculo, fue Leo quien desertó del grupo sin previo aviso, de repente. Pero H.H aún recordaba a Leo, sobre todo porque el desconfiado H.H llegó a creer que su compañero, antes de su huida, le robó un preciado medallón que él guardaba celosamente.
Así pues, H.H, tras mucho reflexionar, llegará a la conclusión de que para encontrar de nuevo al Círculo primero deberá dar con el paradero de Leo.
El reencuentro de H.H con Leo, o consigo mismo.
H.H solo consigue recordar a Leo porque, como se verá a lo largo de la narración, el vitalista compañero simbolizaba, en realidad, al niño inocente y puro que todos somos antes de perder la fe y la esperanza; Leo era el mismísimo H.H, pero también era, al tiempo, todos y cada uno de los integrantes del Círculo; era el UNO absoluto, el supremum, o como Hermann Hesse se referirá a él en su novela: el Superior de los Superiores.
Leo era ante todo servicial y estaba al servicio de los demás, porque él era la vida misma; porque amaba y respetaba la música, la poesía, y cualquier manifestación mística y/o religiosa procedentes de cualquier cultura o de cualquier grupo humano. Leo era, en definitiva, la antítesis de la razón, pues la alegría que emanaba de alguien tan vivo y lleno de fe y esperanza solo podía nacer de la irracionalidad.
Conocerse a uno mismo es difícil, cuando no tarea imposible, pero es el deporte filosófico de preguntarnos sobre nosotros mismos, y sobre la vida (única verdad radical), lo que da sentido a nuestra existencia.
No importa que no hallemos respuestas a las preguntas más trascendentes sobre "el ser", como no importaba, realmente, que el viaje a Oriente de H.H no llevase a parte alguna; se trata en ambos casos de hacer camino y de caminar, hacia cualquier dirección, pero con alegría y esperanza.
Cuando se pierde la fe, la alegría y la esperanza, no importa en qué idea o meta, religión, misticismo, sueño o fantasía, se pierden las ganas de vivir; es entonces cuando abandonamos el Círculo (la vida) y quedamos sumidos en la angustia frente a la nada.
Y frente a la nada solo quedan dos alternativas: abandonarnos a una existencia inauténtica de autoinmolación que, en el peor de los casos, nos conducirá hacia el suicidio, o intentar reencontrarnos con el niño inocente que éramos cuando todavía creíamos en la magia, en los sueños y en la vida eterna.
Pero, como decía, si llegar a conocernos a nosotros mismos ya supone en sí mismo una ardua tarea, más difícil todavía resultará reencontrarnos después de habernos perdido en el Círculo, o en la vida; más difícil será recuperar la fe una vez la perdimos por dictamen de la todopoderosa diosa Razón.
Para que H.H pudiese encontrar a Leo, es decir, para que pudiera reencontrarse consigo mismo, primero tuvo que sentir un profundo arrepentimiento por haber abandonado el Círculo (la vida) y después tuvo que expiar sus culpas aceptando el castigo que le sería impuesto por la vida misma (Leo). Leo, de hecho, es el análogo al ser, o el sentido del ser, al cual solo podemos acceder a través de humildad ontológica (Heidegger), con alegría, pero también con atención reflexiva y expectante.
El viaje, como no podía ser de otra manera, acaba místicamente, con H.H fusionándose con Leo, con el UNO absoluto. La comunión final de H.H con y en "lo otro" se consuma tras la necesaria meditación reflexiva que le instó a conocerse a sí mismo y a conciliarse con el Ser, la vida o Dios, como cada uno de nosotros prefiramos llamar al UNO o al Superior de los Superiores.
La relectura de "El viaje a Oriente" me ha hecho reflexionar sobre mí mismo y sobre las influencias de una misma obra literaria en diferentes momentos de nuestra vida. Ver aquí: "análisis personal introspectivo".
De hecho, me confesó mi hija, me lo devolvía virgen e inmaculado, sin haber leído ni una sola de sus páginas y para poder "hacer sitio" a otras creaciones literarias más de su gusto.
Supongo que la lectura de "El viaje a Oriente" no era la más adecuada para una niña de 11 años que solo deseaba leer los "tochos" de literatura fantástica de Geronimo Stilton y Kika superbruja.
Ahora, con 13 años, a mi hija le ha dado por leer las novelas romántico-juveniles del ínclito John Greene. Bueno, me digo a mí mismo, poco a poco madurará, y quizás dentro de unos años comience a deleitarse con nuestros Unamuno o Pío Baroja; quizás incluso rebusque en mi egregia biblioteca las obras de Hermann Hesse. Allí estarán, esperándola pacientemente todas ellas.
Volví a releer "El viaje a Oriente", como no podría ser de otra manera, y no sin que antes mi mujer volviese a "señalarme" la patológica compulsión que me obliga a leer libros que ya he leído en otras ocasiones, o que me insta a ver películas que ya he visionado con anterioridad.
Y sin embargo, repetir lecturas no es ejercicio baladí, porque al releer una obra, sobre todo si han pasado unos años desde la última vez que fue leída, se extraen nuevas enseñanzas que otrora nos pasaron desapercibidas.
El libro es el mismo y su contenido sigue exponiendo las mismas ideas que cuando lo leí por primera vez, hace ya la friolera de 17 años. Y, sin embargo, ahora "El viaje a Oriente" se me antoja un libro diferente, distinto... Quizás sea yo quien ha cambiado, ¿tal vez sea yo "el diferente"?
¿Qué es "El viaje a Oriente"?
El libro constituye, en sí mismo, otro de los muchos análisis introspectivos con los que Hesse, a través de la catarsis literaria, intentó salvar su alma; un nuevo ensayo para salvarse de la nada y de la angustia vital.
El viaje a Oriente narra las andanzas y hazañas de un Círculo de viajeros que protagoniza una Cruzada hacia Oriente, siendo "Oriente" una metáfora para referirse a la meta espiritual que cada uno de los viajeros lleva a cabo. Todos los viajeros comparten el mismo viaje y el mismo fin último: buscarse (conocerse) a sí mismos y hallar "el sentido del ser". Pero a veces el grueso del grupo se divide y cada pequeño grupúsculo toma caminos diferentes, pues hay tantos caminos posibles para llegar al fin último (conocimiento) como deseos y voluntades individuales. De hecho, en numerosas ocasiones, algunos viajeros se pierden por algún tiempo y deambulan solitarios hasta que vuelven a reencontrarse con alguno de los grupos del Círculo. Otros, los que pierden definitivamente la fe y la esperanza durante el viaje, nunca regresarán y se olvidarán del Círculo y de todo lo que éste significó en sus vidas.
Pues bien, uno de los viajeros del Círculo que acabará por "perderse" será el propio Hermann Hesse, el cual será el narrador de tan peculiar historia y aparecerá con las siglas "H. H." (sus iniciales).
¿Y qué significará perderse u olvidarse del Círculo?
Olvidar el Círculo, que será tanto como abandonar la mística Cruzada a Oriente, significará perder la esperanza y la fe en cualquier referente espiritual; significará acabar sumido en la angustia existencial a la que aboca, irremediablemente, la razón. Olvidarse del Círculo sería el análogo a olvidarse de uno mismo y de las cuestiones más importantes sobre la vida, a las cuales solo se puede llegar a través de la irracionalidad inherente al ser humano: el arte, la poesía, la religión, la música, la imaginación...
Hermann Hesse, alma atormentada, reconocerá haberse perdido; confesará haber "huido" del Círculo, y se acusará a sí mismo de haber abandonado, cobardemente, el peregrinaje hacia Oriente que habría de darle un sentido a su vida y, por tanto, le salvaría de la nada.
Cuando el propio Hesse se da cuenta de que su vida fuera del Círculo, lejos de satisfacerle, tan solo le sume en el sentimiento trágico de vivir, intenta por todos los medios volver a participar en el viaje a Oriente, es decir, intentará "reencontrarse" a sí mismo para poder salvarse del suicidio.
¿Pero cómo podrá volver al Círculo y, así, recuperar la esperanza y la alegría de vivir?
El desorientado H. H. (Hermann Hesse) tan solo acertará a recordar a otro viajero: Leo, un compañero alegre y vitalista que era el "alma espiritual" del Círculo; que era un criado, servicial y solícito, amigo de todos y enemigo de nadie. Y lo recordará, a pesar de que el resto de integrantes y los hechos del propio viaje se iban borrando de su mente, porque antes de que él mismo (H.H) abandonase el Círculo, fue Leo quien desertó del grupo sin previo aviso, de repente. Pero H.H aún recordaba a Leo, sobre todo porque el desconfiado H.H llegó a creer que su compañero, antes de su huida, le robó un preciado medallón que él guardaba celosamente.
Así pues, H.H, tras mucho reflexionar, llegará a la conclusión de que para encontrar de nuevo al Círculo primero deberá dar con el paradero de Leo.
El reencuentro de H.H con Leo, o consigo mismo.
H.H solo consigue recordar a Leo porque, como se verá a lo largo de la narración, el vitalista compañero simbolizaba, en realidad, al niño inocente y puro que todos somos antes de perder la fe y la esperanza; Leo era el mismísimo H.H, pero también era, al tiempo, todos y cada uno de los integrantes del Círculo; era el UNO absoluto, el supremum, o como Hermann Hesse se referirá a él en su novela: el Superior de los Superiores.
Leo era ante todo servicial y estaba al servicio de los demás, porque él era la vida misma; porque amaba y respetaba la música, la poesía, y cualquier manifestación mística y/o religiosa procedentes de cualquier cultura o de cualquier grupo humano. Leo era, en definitiva, la antítesis de la razón, pues la alegría que emanaba de alguien tan vivo y lleno de fe y esperanza solo podía nacer de la irracionalidad.
Conocerse a uno mismo es difícil, cuando no tarea imposible, pero es el deporte filosófico de preguntarnos sobre nosotros mismos, y sobre la vida (única verdad radical), lo que da sentido a nuestra existencia.
No importa que no hallemos respuestas a las preguntas más trascendentes sobre "el ser", como no importaba, realmente, que el viaje a Oriente de H.H no llevase a parte alguna; se trata en ambos casos de hacer camino y de caminar, hacia cualquier dirección, pero con alegría y esperanza.
Cuando se pierde la fe, la alegría y la esperanza, no importa en qué idea o meta, religión, misticismo, sueño o fantasía, se pierden las ganas de vivir; es entonces cuando abandonamos el Círculo (la vida) y quedamos sumidos en la angustia frente a la nada.
Y frente a la nada solo quedan dos alternativas: abandonarnos a una existencia inauténtica de autoinmolación que, en el peor de los casos, nos conducirá hacia el suicidio, o intentar reencontrarnos con el niño inocente que éramos cuando todavía creíamos en la magia, en los sueños y en la vida eterna.
Pero, como decía, si llegar a conocernos a nosotros mismos ya supone en sí mismo una ardua tarea, más difícil todavía resultará reencontrarnos después de habernos perdido en el Círculo, o en la vida; más difícil será recuperar la fe una vez la perdimos por dictamen de la todopoderosa diosa Razón.
Para que H.H pudiese encontrar a Leo, es decir, para que pudiera reencontrarse consigo mismo, primero tuvo que sentir un profundo arrepentimiento por haber abandonado el Círculo (la vida) y después tuvo que expiar sus culpas aceptando el castigo que le sería impuesto por la vida misma (Leo). Leo, de hecho, es el análogo al ser, o el sentido del ser, al cual solo podemos acceder a través de humildad ontológica (Heidegger), con alegría, pero también con atención reflexiva y expectante.
El viaje, como no podía ser de otra manera, acaba místicamente, con H.H fusionándose con Leo, con el UNO absoluto. La comunión final de H.H con y en "lo otro" se consuma tras la necesaria meditación reflexiva que le instó a conocerse a sí mismo y a conciliarse con el Ser, la vida o Dios, como cada uno de nosotros prefiramos llamar al UNO o al Superior de los Superiores.
La relectura de "El viaje a Oriente" me ha hecho reflexionar sobre mí mismo y sobre las influencias de una misma obra literaria en diferentes momentos de nuestra vida. Ver aquí: "análisis personal introspectivo".
miércoles, 22 de abril de 2015
Razón cínica en "San Manuel Bueno, mártir", de Unamuno.
Leyendo la magnífica "Crítica de la razón cínica", de Sloterdijk, experimenté una suerte de liberación existencial muy parecida a la que, en su día, sentí con la lectura de "Del sentimiento trágico de la vida", del genial Miguel de Unamuno.
Después de mucho releer y reflexionar sobre mis admirados Ortega y Unamuno, he llegado a la conclusión de que estos dos PENSADORES (con mayúsculas) tuvieron la desgracia de ser profetas en las tierras de Occidente más yermas y estériles para la inteligencia: España. ¿Qué repercusión mediática habrían tenido las obras de nuestros dos autores patrios si estos hubiesen tenido la suerte de nacer en países más maduros y preparados para "soportar o manejar" la verdad?
¡Qué distintas, por ejemplo, se me antojan Alemania y España! Y, sin embargo, las filosofías de Ortega, como las de Unamuno y Zubiri, estuvieron sin duda a la altura de los grandes pensadores germanos: Husserl, Nietzsche, Heidegger...
La obra de Sloterdijk ("Crítica de la razón cínica") es minuciosa y sistemática; constituye, en mi opinión, un ambicioso y completo manual de filosofía que gira en torno a uno de los grandes temas filosóficos: la verdad. En esta obra, Sloterdijk se descubre ante el mundo como uno de los más grandes pensadores de los últimos tiempos. Yo diría, incluso, que estaría a la altura del mismísimo Kant, con la diferencia de que la transparencia y claridad de Sloterdijk hace mucho más digerible y comprensible su obra.
Si, en palabras de Ortega, la "claridad" debería ser cortesía obligada del filósofo, entonces no cabe duda alguna de que Sloterdijk es el filósofo más cortés que he leído, con el permiso, por supuesto, de nuestro Ortega, infatigable caballero siempre defensor de la claridad.
Pero seamos justos, porque la descarnada desocultación o desenmascaramiento de la verdad que hace Sloterdijk, con la maestría del filósofo, ya la hizo también nuestro Unamuno, solo que a través de la intuición y del leguaje poético; a través, sobre todo, de la literatura (ensayo, poesía, novela...).
Unamuno, como Sloterdijk, nos desvela un terrible secreto en su obra "Del sentimiento trágico de la vida"; un secreto guardado celosamente por los guardianes de la "verdad"; un secreto que no debe ser aireado inconscientemente por los ilustrados que lo custodian, porque las masas no saben manejar la verdad.
Contaba Unamuno en uno de sus artículos ("Almas sencillas", de 1933) cómo el prior de un monasterio castellano le recriminó su célebre obra "Del sentimiento trágico de vivir", diciéndole que lo que allí dijo era cosa que debía callarse, aunque se pensara, y si fuese posible incluso callárselo uno a sí mismo.
¿Pero cuál fue el terrible secreto que Unamuno desveló y que no solo debía callarse ante los demás, sino que, incluso, en palabras del prior, uno debía callarse a sí mismo?
Unamuno desenmascaró, ni más ni menos, que el cinismo prepotente y señorial de la religión, descubrió al mundo cómo un grupo de ilustrados cínicos (las élites intelectuales de la Iglesia) se obligaba a custodiar una falsa verdad por mor de salvaguardar la razón de ser de la humanidad; por mor de dar un sentido a la vida de los hombres de carne y hueso. Unamuno dejó al desnudo la razón utilitaria: ¿resulta útil y beneficioso mantener determinados engaños?
Unamuno bautizó a ese sentimiento agónico, de quienes viven a través de la razón utilitaria y según unas creencias en las que en realidad no creen, como un sentimiento trágico de vivir. Y así tuvo que hacerlo nuestro tan español Unamuno, porque él mismo era un alma atormentada que deseaba creer y se obligaba a creer, pero la terca razón le impedía creer con auténtica fe.
Pues bien, dicho sentimiento trágico, o conflicto entre fe y razón, que nos insta a defender una "verdad" utilitaria, es lo que Sloterdijk denomina razón cínica.
¿Qué es, al cabo, la razón cínica sino una verdad que se justifica a sí misma (sin importar su falsedad) diciéndose a sí misma que es buena en tanto que útil?
Sloterdijk, a lo largo de su reveladora obra "Crítica de la razón cínica", y como Unamuno, no solo desnudará (desenmascarará) las falacias de la razón cínica que subyacen en el suprematismo de las religiones, sino que irá más lejos y hará lo propio con el resto de "verdades" (conciencias verdaderas) surgidas de diferentes ideologías suprematistas, tales como el marxismo.
Sloterdijk demostrará, impecables argumentos de razón mediante, que la historia de la humanidad ha sido, y es, una lucha constante entre los diferentes grupos de poder por tal de imponer sus respectivas prepotencias señoriales; por mor de imponer unilateralmente sus respectivos programas de vida o de domesticación.
La historia avanza, y en la medida que unas prepotencias son desenmascaradas, es decir, en la medida que sus razones cínicas son descubiertas, otras, que se autolegitimarán como liberadoras, acabarán ocupando los vacíos de fe dejados por sus predecesoras, aunque no podrán evitar imponerse con parecida prepotencia señorial. Y esto es así porque las masas necesitan autoengañarse y ser engañadas. Cuando el engaño de Dios ya no pudo sostenerse entre las masas, aparecieron otras "verdades" dispuestas a llenar el hueco nihilista dejado por el suprematismo religioso. Aparecerían, así, a lo largo del SXX, los grandes suprematismos ideológicos derivados del marxismo, los cuales, volviendo a erigirse en nuevos señores cínicos, ebrios de razón utilitaria, acabarían imponiendo una conciencia verdadera a través de nuevos engaños y unilateralmente, eliminando (cosificando) cualquier otra posible conciencia antagónica.
Al respecto del autoengaño, Unamuno expresó lo siguiente en una entrevista concedida al escritor griego Nikos Kazantzaki:
El rostro de la verdad es terrible. ¿Cuál es nuestro deber? Ocultar la verdad al pueblo (... )Así es la vida. Engañar, engañar al pueblo para que el miserable tenga la fuerza y el gusto por vivir. Si supiera la verdad, ya no podría, ya no querría vivir. El pueblo tiene necesidad de mitos, de ilusiones; el pueblo tiene necesidad de ser engañado. Esto es lo que lo sostiene en la vida. Justamente acabo de escribir un libro sobre este asunto.
El libro al que se refiere Unamuno, al final de esta valiente reflexión, es "San Manuel Bueno, mártir", publicado en 1933.
Obsérvese que han pasado casi dos décadas desde que Unamuno expusiera el mismo problema del autoengaño en "Del sentimiento trágico de la vida" (1912), haciendo gala de un vasto conocimiento, tanto filosófico como de cultura general, que dificultaba la difusión de sus reflexiones entre un público poco instruido. Sin embargo, con la novela del heroico y campechano párroco, más clara y asequible a la comprensión de la generalidad de lectores, Unamuno pareciera que hubiese decidido hacer caso omiso a las advertencias de aquel prior que le censurara haber ejercido de imprudente Prometeo.
Conclusión
Sloterdijk definirá al marxismo como una prepotencia esquizofrénica (ver aquí) y le acusará de convertirse en un nuevo cinismo señorial, dispuesto a salvaguardar su "verdad" incluso siendo consciente de la falsedad de la misma.
Y si Marx fue un gran cínico... ¿no podría decirse lo mismo del unamuniano "San Manuel Bueno"?
¿Qué instó a Unamuno a considerar a su humilde párroco como un mártir? ¿Acaso el "bueno" de Don Manuel no se comportaba como un gran cínico dispuesto a traicionar "la verdad" en aras de garantizar la felicidad de sus feligreses?
¿Y qué tienen en común los grandes supremacismos cínicos (religiosos o ideológicos)?
Pues que todos ellos se arrogan ser portadores de la verdad y la justicia.
Sí, lo sé, la verdad es terrible, y por eso necesitamos creer en cualquier mentira, aunque no deja de resultar "curioso" comprobar cómo, instados por la clase de persona que seamos, preferiremos unos u otros engaños. Y, al final, algunos privilegiados, o iluminados, se obcecan tanto en creer, que incluso pudieran pasar por fervientes y sinceros creyentes, puros e inocentes.
Pero si la verdad no existe, tampoco existe la inocencia. Todos somos culpables, y cómplices, de permitir, razón cínica mediante, que unos u otros supremacismos (el de los hunos o el de los hotros, que diría Unamuno) atenten contra lo más sagrado que es la VIDA y la libertad individual.
Después de mucho releer y reflexionar sobre mis admirados Ortega y Unamuno, he llegado a la conclusión de que estos dos PENSADORES (con mayúsculas) tuvieron la desgracia de ser profetas en las tierras de Occidente más yermas y estériles para la inteligencia: España. ¿Qué repercusión mediática habrían tenido las obras de nuestros dos autores patrios si estos hubiesen tenido la suerte de nacer en países más maduros y preparados para "soportar o manejar" la verdad?
¡Qué distintas, por ejemplo, se me antojan Alemania y España! Y, sin embargo, las filosofías de Ortega, como las de Unamuno y Zubiri, estuvieron sin duda a la altura de los grandes pensadores germanos: Husserl, Nietzsche, Heidegger...
La obra de Sloterdijk ("Crítica de la razón cínica") es minuciosa y sistemática; constituye, en mi opinión, un ambicioso y completo manual de filosofía que gira en torno a uno de los grandes temas filosóficos: la verdad. En esta obra, Sloterdijk se descubre ante el mundo como uno de los más grandes pensadores de los últimos tiempos. Yo diría, incluso, que estaría a la altura del mismísimo Kant, con la diferencia de que la transparencia y claridad de Sloterdijk hace mucho más digerible y comprensible su obra.
Si, en palabras de Ortega, la "claridad" debería ser cortesía obligada del filósofo, entonces no cabe duda alguna de que Sloterdijk es el filósofo más cortés que he leído, con el permiso, por supuesto, de nuestro Ortega, infatigable caballero siempre defensor de la claridad.
Pero seamos justos, porque la descarnada desocultación o desenmascaramiento de la verdad que hace Sloterdijk, con la maestría del filósofo, ya la hizo también nuestro Unamuno, solo que a través de la intuición y del leguaje poético; a través, sobre todo, de la literatura (ensayo, poesía, novela...).
Unamuno, como Sloterdijk, nos desvela un terrible secreto en su obra "Del sentimiento trágico de la vida"; un secreto guardado celosamente por los guardianes de la "verdad"; un secreto que no debe ser aireado inconscientemente por los ilustrados que lo custodian, porque las masas no saben manejar la verdad.
Contaba Unamuno en uno de sus artículos ("Almas sencillas", de 1933) cómo el prior de un monasterio castellano le recriminó su célebre obra "Del sentimiento trágico de vivir", diciéndole que lo que allí dijo era cosa que debía callarse, aunque se pensara, y si fuese posible incluso callárselo uno a sí mismo.
¿Pero cuál fue el terrible secreto que Unamuno desveló y que no solo debía callarse ante los demás, sino que, incluso, en palabras del prior, uno debía callarse a sí mismo?
Unamuno desenmascaró, ni más ni menos, que el cinismo prepotente y señorial de la religión, descubrió al mundo cómo un grupo de ilustrados cínicos (las élites intelectuales de la Iglesia) se obligaba a custodiar una falsa verdad por mor de salvaguardar la razón de ser de la humanidad; por mor de dar un sentido a la vida de los hombres de carne y hueso. Unamuno dejó al desnudo la razón utilitaria: ¿resulta útil y beneficioso mantener determinados engaños?
Unamuno bautizó a ese sentimiento agónico, de quienes viven a través de la razón utilitaria y según unas creencias en las que en realidad no creen, como un sentimiento trágico de vivir. Y así tuvo que hacerlo nuestro tan español Unamuno, porque él mismo era un alma atormentada que deseaba creer y se obligaba a creer, pero la terca razón le impedía creer con auténtica fe.
Pues bien, dicho sentimiento trágico, o conflicto entre fe y razón, que nos insta a defender una "verdad" utilitaria, es lo que Sloterdijk denomina razón cínica.
¿Qué es, al cabo, la razón cínica sino una verdad que se justifica a sí misma (sin importar su falsedad) diciéndose a sí misma que es buena en tanto que útil?
Sloterdijk, a lo largo de su reveladora obra "Crítica de la razón cínica", y como Unamuno, no solo desnudará (desenmascarará) las falacias de la razón cínica que subyacen en el suprematismo de las religiones, sino que irá más lejos y hará lo propio con el resto de "verdades" (conciencias verdaderas) surgidas de diferentes ideologías suprematistas, tales como el marxismo.
Sloterdijk demostrará, impecables argumentos de razón mediante, que la historia de la humanidad ha sido, y es, una lucha constante entre los diferentes grupos de poder por tal de imponer sus respectivas prepotencias señoriales; por mor de imponer unilateralmente sus respectivos programas de vida o de domesticación.
La historia avanza, y en la medida que unas prepotencias son desenmascaradas, es decir, en la medida que sus razones cínicas son descubiertas, otras, que se autolegitimarán como liberadoras, acabarán ocupando los vacíos de fe dejados por sus predecesoras, aunque no podrán evitar imponerse con parecida prepotencia señorial. Y esto es así porque las masas necesitan autoengañarse y ser engañadas. Cuando el engaño de Dios ya no pudo sostenerse entre las masas, aparecieron otras "verdades" dispuestas a llenar el hueco nihilista dejado por el suprematismo religioso. Aparecerían, así, a lo largo del SXX, los grandes suprematismos ideológicos derivados del marxismo, los cuales, volviendo a erigirse en nuevos señores cínicos, ebrios de razón utilitaria, acabarían imponiendo una conciencia verdadera a través de nuevos engaños y unilateralmente, eliminando (cosificando) cualquier otra posible conciencia antagónica.
Al respecto del autoengaño, Unamuno expresó lo siguiente en una entrevista concedida al escritor griego Nikos Kazantzaki:
El rostro de la verdad es terrible. ¿Cuál es nuestro deber? Ocultar la verdad al pueblo (... )Así es la vida. Engañar, engañar al pueblo para que el miserable tenga la fuerza y el gusto por vivir. Si supiera la verdad, ya no podría, ya no querría vivir. El pueblo tiene necesidad de mitos, de ilusiones; el pueblo tiene necesidad de ser engañado. Esto es lo que lo sostiene en la vida. Justamente acabo de escribir un libro sobre este asunto.
El libro al que se refiere Unamuno, al final de esta valiente reflexión, es "San Manuel Bueno, mártir", publicado en 1933.
Obsérvese que han pasado casi dos décadas desde que Unamuno expusiera el mismo problema del autoengaño en "Del sentimiento trágico de la vida" (1912), haciendo gala de un vasto conocimiento, tanto filosófico como de cultura general, que dificultaba la difusión de sus reflexiones entre un público poco instruido. Sin embargo, con la novela del heroico y campechano párroco, más clara y asequible a la comprensión de la generalidad de lectores, Unamuno pareciera que hubiese decidido hacer caso omiso a las advertencias de aquel prior que le censurara haber ejercido de imprudente Prometeo.
Conclusión
Sloterdijk definirá al marxismo como una prepotencia esquizofrénica (ver aquí) y le acusará de convertirse en un nuevo cinismo señorial, dispuesto a salvaguardar su "verdad" incluso siendo consciente de la falsedad de la misma.
Y si Marx fue un gran cínico... ¿no podría decirse lo mismo del unamuniano "San Manuel Bueno"?
¿Qué instó a Unamuno a considerar a su humilde párroco como un mártir? ¿Acaso el "bueno" de Don Manuel no se comportaba como un gran cínico dispuesto a traicionar "la verdad" en aras de garantizar la felicidad de sus feligreses?
¿Y qué tienen en común los grandes supremacismos cínicos (religiosos o ideológicos)?
Pues que todos ellos se arrogan ser portadores de la verdad y la justicia.
Sí, lo sé, la verdad es terrible, y por eso necesitamos creer en cualquier mentira, aunque no deja de resultar "curioso" comprobar cómo, instados por la clase de persona que seamos, preferiremos unos u otros engaños. Y, al final, algunos privilegiados, o iluminados, se obcecan tanto en creer, que incluso pudieran pasar por fervientes y sinceros creyentes, puros e inocentes.
Pero si la verdad no existe, tampoco existe la inocencia. Todos somos culpables, y cómplices, de permitir, razón cínica mediante, que unos u otros supremacismos (el de los hunos o el de los hotros, que diría Unamuno) atenten contra lo más sagrado que es la VIDA y la libertad individual.
lunes, 20 de abril de 2015
Yihadismo, el transparente velo de la muerte.
Hace ya algunos años vi una interesante película francesa titulada "Entre les murs" (2008). La película en cuestión explicaba con bastante acierto los conflictos que se sucedían en una humilde clase de un colegio francés en un barrio marginal.
Muchas películas, desde que en 1967 la magnífica "Rebelión en las aulas" nos mostrara la problemática interacción entre profesores y alumnos, han intentado profundizar en el porqué del progresivo deterioro y decadencia de los sistemas educativos en el mundo Occidental.
La mayoría de los filmes que han abordado el creciente y preocupante tema de los "alumnos rebeldes" se han centrado en analizar los diferentes factores psicológicos y/o sociológicos que, en el parecer de nuestra humanista civilización occidental, han sido las causas primeras que explicarían la génesis y proliferación de alumnos conflictivos: desarraigo socio-cultural, entornos marginales, hijos de familias desestructuradas...
Y es que la bienintencionada civilización occidental, ebria de humanismo judeocristiano, jamás ha sido capaz de realizar, o ensayar al menos, valientes análisis que le obligaran a mirar "más allá del bien y del mal". Occidente, de hecho, lleva décadas culpabilizándose, cilicio en mano, de su propio declive, buscando la redención de sus pecados a través de una cobarde e imparable autoinmolación vital.
Los complejos de culpabilidad, los remordimientos y arrepentimientos, han doblegado a la otrora orgullosa y digna civilización occidental hasta el punto de que sus granjas-escuelas ya solo crían y ceban ganado humano resignado para ser sacrificado.
El análisis de cualquier conflicto, individual o colectivo, siempre estará sesgado por el tipo de ideología (filosofías o creencias religiosas) que subyazca en el mismo; estará sesgado por las motivaciones y/o intereses de "una parte" de las gentes o individuos que han hecho suya una ideología para imponerla.
¿Y QUÉ ES UNA IDEOLOGÍA?
Una ideología no es más que la justificación de la razón de ser de una determinada clase de personas.
Como bien dijera Ortega, y yo suscribo, el problema de España, como el de Occidente, no es tanto un conflicto entre clases sociales como entre clases de personas.
La dialéctica marxista, obcecada en sobredimensionar el peso de las variables socio-económicas en el análisis de la realidad, obvió la variable más relevante, a la postre la única verdad radical: la vida.
La vida no entiende de clases sociales ni de economías, solo entiende de hombres de carne y hueso; solo entiende de personas que se saben conscientes (portadoras de un yo unipersonal) e insertas en un entorno siempre hostil e incierto (circunstancias vitales).
Cuando un supremacismo cualquiera, ideológico o religioso, niega la vida misma, está negando la razón de ser de los hombres de carne y hueso; está negando la posibilidad de ser de una determinada clase de persona.
El ser siempre es posibilidad abierta a la vida, a la misma realidad. Bien decía Zubiri que "el hombre es arrojado desnudo a la realidad". Y una vez inmerso en la realidad que es la vida, añado yo, su orgullosa y salvaje desnudez es vestida, aunque mejor sería decir disfrazada o transvestida, con los ropajes domesticadores de la ideología social de turno. Pero... ¿con los ropajes de qué ideología?
¿QUÉ IDEOLOGÍA SE HA IMPUESTO EN OCCIDENTE?
Nuestras decadentes aulas, el fallido sistema educativo de Occidente en general, es consecuencia del rechazo ideológico de una determinada posibilidad del ser. Nuestras aulas ha tiempo que negaron la razón de ser de una clase de personas: la de aquellos hombres de carne y hueso orgullosos de ser pastores y custodios de la vida.
Nuestro sistema educativo, o pedagogía social, como lo bautizara acertadamente nuestro genial Unamuno, es hijo legítimo del antivital marxismo o, lo que es lo mismo, heredero de aquella perversa moral judeocristiana que Marx bien supo reinterpretar en beneficio exclusivo de una clase de personas; un tipo de personas que, cuales prepotentes diosecillos y en aras de la JUSTICIA, instaban a los últimos hombres libres a convertirse en humanos, demasiado humanos y civilizados; tan humanos como para poner la otra mejilla; tan civilizados como para preferir su propia autoinmolación vital antes que enfrentarse a sus miedos.
En Occidente, en definitiva, se ha impuesto la resignación cobarde y claudicante; se ha impuesto la moral del mártir vs la del guerrero; la del endiosado humano que se erige en esencia misma del ser vs la del celoso y responsable pastor del ser. Sartre, y con él todo el supremacismo marxista, se ha impuesto a Heidegger; la ciudad agustina, civilizada y tolerante, se ha impuesto a la barbarie de la provincia en comunión con la naturaleza. Vemos que todo en Occidente ha sido imposición... ¿sometimiento al cabo?
EL SOMETIMIENTO (ISLAM) Y LA PAZ SOCIAL
Si algo debemos reconocerle al Islam es su honestidad al proclamar, libre y sin miedos, su fin último en la historia: someter a la humanidad a los dictados de Alá, la única verdad.
El último supremacismo occidental que pretendió algo "parecido", proclamando su verdad henchido de prepotente orgullo, fue derrotado en la II GM por los mismos garantes de la moral judeocristiana que tan condescendientes y permisivos se muestran hoy con el Islam. ¿Por qué?
La película "Entre les murs" nos debería hacer reflexionar mucho, pero sobre todo en una escena, cuando un sufrido profesor debe soportar que sus alumnos musulmanes le critiquen por no utilizar nombres árabes en los ejemplos de su clase de lengua. El profesor es boicoteado porque sus alumnos defienden con orgullo una verdad para la que fueron adoctrinados. La política que sigue el centro educativo es la de poner siempre la otra mejilla, y no hacer nada por mor de comprar la paz social. Y, sin embargo, llegará un momento en el que el paciente profesor perderá los nervios y, por una nimiedad, será denunciado por una alumna, la cual pondrá en peligro su carrera como docente.
Resulta inevitable no ver la semejanza entre el tolerante y humanista profesor de "Entre les murs" y la actitud pasiva de la cobarde y claudicante civilización de Occidente; ambos siempre poniendo la otra mejilla, siempre encajando golpe tras golpe; siempre obcecados en comprar paces bizantinas y, total, para al final acabar siendo sometidos.
La vida lo llena todo, no entiende de "vacíos" ni de "negociaciones".
¿Alguien se atreverá a negarme esta VERDAD?
Toda domesticación social es sometimiento a una verdad, e incluso el hombre más de carne y hueso, libre y salvaje, está sujeto a las normas sociales de un clan o una tribu, ergo también es domesticado para aceptar y creer en determinadas verdades. Sin embargo, sí disponemos de un pequeño margen de libertad para decidir cómo queremos ser sometidos: ¿a través del miedo cobarde que nos insta a menospreciarnos, o a través de una voluntad de poder orgullosa y prepotente que nos reafirme?
Quiero decir, con todo lo expuesto anteriormente, que el hombre puro de carne y hueso no existe mas que como concepto, pues éste siempre estará inmerso o sometido a determinadas verdades a través de su socialización. Al final, siempre creeremos en lo que nos han hecho creer y desearemos aquello que, manipulación y condicionamiento social mediante, nos han hecho desear.
Así pues, no podemos culpar a los yihadistas por ser lo que son, pues nunca un fin último fue tan transparente y claro, honesto y sincero, como el de estos hombres de carne y hueso que matan y mueren como celosos pastores de la verdad (su verdad). Porque la vida sabe muy bien que dos razones de ser antagónicas no pueden coexistir al mismo tiempo y en un mismo espacio vital; siempre una verdad (razón de ser) someterá a la otra. No existen los "vacíos" ni las negociaciones vitales, porque los hombres de carne y hueso necesitan creer, sí o sí, y, como ya he dejado escrito en otras reflexiones, el que no crea en el Dios cristiano creerá en un dios musulmán, y el que no crea en dioses creerá en la cienciología, en espiritualismos cripto-budistas o en suprematistas Estados comunistas. La cuestión es creer en un absoluto o fin último.
Creer es una necesidad vital que nos "cura" del sentimiento trágico de vivir y nos aleja de la autoinmolación a la que nos insta el nihilismo desesperanzador.
Pero... ¿el humanismo judeocristiano nos salvará de la autoimolación?
¿Estaría ya muerta, de facto, la civilización Occidental, pero nadie se atreve a certificar su defunción?
¿Se podría considerar VIVA una verdad o razón de ser que permanece impasible ante los desmanes, violaciones, asesinatos, y crueles ejecuciones, que está perpetrando el Estado Islámico? ¿Cree realmente nuestra humanista civilización Occidental que la vida es "negociable"? ¿Cree de verdad que la paz se puede comprar? ¿Cree, todavía, que es posible una "Alianza entre Civilizaciones?
Occidente piensa y actúa como un alegre e inconsciente niño pequeño.
El otro día, viendo en la TV las noticias sobre las últimas ejecuciones del Estado Islámico, mi hijo acertó a pasar por allí, y curioso me preguntó:
- ¿Pero, por qué los matan?
- Porque son cristianos, le respondí.
-¿Y qué tiene de malo ser cristiano? - preguntó el pequeño.
- Nada - le respondí hipócritamente.
- ¡Pues vaya problema!- exclamó con júbilo mi hijo- pues que digan que no son cristianos y ¡ya está!
- De esta manera - concluyó mi hijo feliz- a lo mejor se salvan...
Y así, a través de su infantil autoengaño, mi hijo se marchó contento, como contentos y felices marchan quienes creen que la mejor manera de escapar al transparente velo de la muerte del yihadismo es comprando la paz social, aunque sea renegando de ellos mismos y de su herencia histórico-cultural.
miércoles, 3 de diciembre de 2014
España comunista.
INTRODUCCIÓN
José, un comentarista de este humilde blog, me decía que, hasta hace poco, se negaba o no quería creer en mis pesimistas análisis de la realidad.
He descubierto está reflexión, escrita en 2014, donde ya se podía prever, perfectamente, todo lo que estaba por llegar y que, desgraciadamente, ya estamos padeciendo.
Desde hace ya algunos años vengo sosteniendo, en diferentes foros y a través de debates dialécticos, que España es esencialmente comunista, es decir, que su idiosincrasia, forma de ser y de pensar, ha estado desde siempre orientada a la consecución de utópicos supremacismos.
Habrá quien erróneamente me rebata, argumentando que la esencia más española, a lo largo de la historia, ha sido el catolicismo. Sin embargo, lejos de rebatirme, me estará dando la razón.
Y es que, sin la presencia a lo largo de los siglos de un retrógrado catolicismo, que impregnó de utópico supremacismo la conciencia colectiva de las masas, jamás hubiese sido posible en España la deconstrucción o reinterpretación del mismo en forma de doctrina comunista.
El catolicismo, de hecho, lejos de impedir la proliferación del comunismo se convirtió en su necesario caldo de cultivo. Tan solo bastó, para ello, que alguien se diera cuenta de que allí donde el supremacismo religioso hablaba de creyentes desposeídos era necesario, adaptándose a nuevos contextos históricos, referirse a creyentes proletarios.
Fue el ingenioso Marx quien supo ver que las masas necesitaban creer en un fin último utópico; y frente al engaño del supremacismo religioso (alcanzar la felicidad en la otra vida) supo articular un nuevo engaño, o nueva conciencia, que prometería la felicidad en un idealista Estado socialista.
No volveré a insistir en los más que evidentes paralelismos entre cristianismo y marxismo, pero sí señalaré que aquellas sociedades, que históricamente sí supieron desprenderse del supremacismo católico, evolucionaron hacia ideologías liberales más respetuosas con las libertades individuales.
Podríamos concluir, por tanto, que si el protestantismo, sobre todo el anglosajón, propició y favoreció un pensamiento más liberal, el catolicismo fue el padre religioso de un hijo comunista y ateo. Sí, es cierto que padre e hijo creen en diferentes aspiraciones supremacistas pero, al cabo, los dos son fervientes creyentes y persiguen parecidos fines últimos en forma de utópicos mundos felices (paraíso y socialismo utópico). "De tal palo tal astilla".
Si profundizamos al respecto, resulta fácil comprobar que, tanto el catolicismo como el comunismo hacen mayor hincapié en la necesidad de trabajar comunitariamente, mientras que protestantismo y liberalismo enfatizan más en las bondades del esfuerzo y el sacrificio individual.
La creación de una sociedad comunista conllevará, por tanto, a una serie de indeseables consecuencias:
CONSECUENCIAS
Destierro del esfuerzo: la primera consecuencia, inevitable, en una sociedad que se conduzca y apueste por el trabajo comunitario en detrimento del trabajo más individual, es que se creará una sociedad igualitaria que no distinguirá entre los mejores y los peores; no diferenciará a los más esforzados de los más perezosos. Si todos deben aportar, teóricamente, una misma cantidad de fuerza de trabajo a cambio de una igual o parecida retribución... ¿Para qué destacar o sobresalir? ¿Para qué un esfuerzo superior al de otro igual si, al cabo, ambos obtendrán los mismos beneficios?
Destierro del mérito y la excelencia: despreciado el esfuerzo como fuente generadora, no solo de trabajo, sino también de progreso y de riqueza, se formará una sociedad mediocre que no sentirá aspiración ninguna por mejorarse a sí misma; que evitará cualquier sacrificio necesario para aspirar a la excelencia. El vacío dejado por la ausencia de una ciudadanía responsable, defensora de sus derechos pero también cumplidora con sus obligaciones a través del trabajo esforzado, será ocupado por unas masas eternamente descontentas e insatisfechas, que buscarán la felicidad a través del mínimo esfuerzo y reclamarán que sea el Estado quien garantice su bienestar.
Pobreza generalizada: cualquier sociedad que destruye a sus propias élites intelectuales, desterrando el mérito y la excelencia de sus aulas, es una sociedad condenada a la autoinmolación vital. Sin la creación aristocrática (de los mejores) ninguna sociedad puede progresar ni evolucionar, sino que permanecerá anclada en un triste y sempiterno presente de miseria. La pobreza acabará instalándose en todas las capas sociales de la población y los mejores, de haberlos, se verán obligados a emigrar a sociedades que sí sepan valorar sus conocimientos y, sobre todo, que reconozcan su esfuerzo personal.
Estado omnipotente: una vez empobrecida la sociedad, hasta el punto de que se muestre incapaz de crear riqueza, porque no existen las suficientes iniciativas privadas generadoras de la misma, el Estado no tendrá más remedio que asumir el rol de empresario para dinamizar la actividad económica y garantizar la supervivencia de la población. Pero dichas acciones dinamizadoras, en tanto que alejadas de las leyes del mercado libre, serán inútiles e improductivas, es decir, no generarán riqueza , pues se llevarán a cabo sobredimensionando el peso de las administraciones públicas. Se crearán ingentes cantidades de funcionarios, que desempeñarán labores innecesarias, las cuales, sin embargo, justificaran la creación de puestos de trabajo. Trabajo, repito, que no solo no generará riqueza, sino que estará destinado a expoliar fiscalmente al resto de la ciudadanía. La clase funcionarial se convertirá, así, en nueva clase privilegiada.
Inevitable dictadura o despotismo político: cuando la población, ya empobrecida, comprenda que no tiene ningún futuro en la feliz sociedad comunitaria que se le prometió, se rebelará o buscará la manera de emigrar a sociedades más maduras y garantes de las libertades individuales. Pero para entonces, cualquier intento de revolución o de disidencia política, así como cualquier intento de huida, será duramente reprimido por un régimen totalitario provisto de un poderoso ejército leal, pero también consentido por un numeroso cuerpo de funcionarios, sumisos y serviles, que no pondrán en peligro sus privilegios y prebendas por tal de defender las libertades del resto de la población.
ANÁLISIS DE LA SOCIEDAD ESPAÑOLA
No hace falta ser demasiado sagaz para comprobar cómo, todas y cada una de las anteriores consecuencias, derivadas de las políticas propias de Estados comunistas, se han dado en España. Tan solo faltan por desarrollarse los dos últimos estadios, que ya llegarán.
Pero ¿Cómo ha sido posible que en una sociedad calificada como liberal o neoliberal (sobre todo por la opinión pública) se hayan dado los tres primeros estadios que caracterizan a todo sistema comunista?
La respuesta es clara: porque España nunca ha sido liberal. De hecho, el liberalismo nunca ha sido una alternativa política real en España.
La socialdemocracia ensayada en España, durante lo que dio en llamarse la Transición, nunca hizo suyos los valores propios del liberalismo, ya que el diseño de dicha falsa socialdemocracia se realizó con el consenso de las anteriores fuerzas del régimen franquista (Falangismo e Iglesia Católica) y las emergentes fuerzas políticas de la oposición (socialismo y comunismo). España se conjuró, desde la derecha y la izquierda, para seguir manteniendo "vivas" las cadenas represoras de la auténtica libertad, que no es libertad económica (como sostiene el marxismo) sino libertad vital.
Vemos, por tanto, que España fue víctima de la tormenta perfecta: la confabulación de los diferentes supremacismos, religiosos y políticos, que durante siglos habían desterrado las ideas liberales de la vida de los españoles.
Así, no debe resultar extraño que, todavía hoy, pocos españoles puedan explicar qué entienden por liberalismo, menos aún que comprendan los principios básicos del liberalismo filosófico.
Resulta realmente increíble la frivolidad con la que la generalidad de las gentes de España no dudan en culpar al liberalismo de todos sus males.
¿Acaso nuestras aulas y nuestros sistemas pedagógicos están orientados al mérito y la excelencia?
¿Se valora en España el esfuerzo y el sacrificio personal?
¿Acaso no deben emigrar nuestros mejores cerebros de un país incapaz de apostar y promocionar la excelencia?
Y, sin embargo, como en los mejores regímenes comunistas, España es uno de los países europeos con mayor número de administraciones fiscalizadoras (centrales, autonómicas y locales) y es uno de los países con mayor cantidad de funcionarios y políticos. ¿Es esto propio de un sistema "liberal"?
¿De verdad que nadie puede ver que España es, en su misma esencia, claramente comunista?
El tradicional grito de guerra en España, tanto desde las derechas como desde las izquierdas, siempre ha sido: ¡más Estado!
Ahora tan solo hace falta que la esencia comunista, desde tiempo inmemorial inherente a la razón de ser española, se nos abra y se desoculte en el claro de las urnas, para legitimarse y materializarse por la vía "democrática", ya que, en su día, no pudo hacerlo a través de inconscientes y peregrinas revoluciones frentepopulistas.
Y por fin, en nuestras graves circunstancias presentes, aparecerá una nueva oportunidad histórica (favorecida por el dolor de una cruenta crisis) para que la esencia del comunismo, que siempre ha estado entre nos, latente y al acecho, esperando el momento de "asaltar los cielos", vuelva a reivindicar con orgullo prepotente su razón de ser.
Una vez más, el insoportable dolor de una época, y el descontento generalizado (frustración, resentimiento y ansias revanchistas) de las masas, es aprovechado por los defensores de imposibles sistemas utópico-esquizofrénicos.
Ahora solo falta, en definitiva, que alguien (¿Podemos, quizás?) se encargue de desarrollar los dos últimos estadios (Estado omnipotente y dictadura) que caracterizan a toda buena sociedad comunista que se precie de serlo.
viernes, 31 de octubre de 2014
"Hombre" de Martin Ritt
He vuelto a ver "Hombre", un western poco conocido pero que, sin duda, es un film más que correcto. A mí me gusta, a pesar de que muestra un ritmo de acción algo lento. La película aborda interesantes dilemas existenciales y realiza disecciones psicológicas muy acertadas sobre unos personajes sometidos a la presión de unas circunstancias fuertemente adversas.
No pude evitar encontrar paralelismos con "La Diligencia" de Ford. De hecho, creo que el abanico de personajes que viajaban, tanto en la diligencia fordiana como en la rittiana, resultaban parecidas muestras representativas de una misma población siempre universal: la mujer fuerte y con carácter, el señor aparentemente respetable que resulta ser un vulgar ladrón; y el individuo serio y distante, estigmatizado por el grupo, que finalmente ejercerá de héroe. Y, por último, la gran masa que, a modo de comparsa, servirá para que los protagonistas desempeñen sus roles.
Paul Newman está genial, sin duda su mejor papel interpretativo en un western, pero también podemos hallar algunas escenas sabrosonas por parte de los malosos bandidos que asaltarán la diligencia, como la que sucede cuando el líder de la banda debe hacerse con un billete para viajar en el transporte y, al no quedar plazas, coacciona a los viajeros hasta que amedranta a un soldado y se hace con la suya. Y todo ello ante las miradas atónitas y atemorizadas del resto de pasajeros, en lo que constituye un magnífico retrato de la insolidaridad y cobardía ante la desgracia del prójimo.
La película, de hecho, es dura y arremete sin concesiones contra la naturaleza humana; contra la inmoralidad, la cobardía y la indignidad de unos personajes que necesitarán de su correspondiente mesías, y el sacrificio del mismo (Paul Newman), para justificar la trascendental esencia del ser humano; para justificar el necesario sacrificio de los mejores por tal de salvar los principios y las bases de la civilización.
Me gustó esa diligencia de "Hombre", ese micromundo repleto de diferentes tipos humanos; habitado por distintas clases de personas expuestas al drama de vivir; y me gustó, principalmente, porque en pocas películas como en ésta puede apreciarse en toda su plenitud la miseria humana.
Analicemos los arquetipos presentes en tan excelente western:
El hombre libre: Paul Newman encarna al perfecto superhombre, a la hermosa bestia rubia que sabe que su existencia solo tiene sentido en la media que pueda preservar su vida y su libertad; que es consciente de que debe prescindir de determinadas consideraciones morales para poder llevar una existencia auténtica, fijando su mirada "más allá del bien y del mal".
De hecho, el personaje de Newman, John Russell, es un tipo individualista y seguro de sí mismo. El hecho de ser mestizo y de haber sido criado en el seno de las costumbres apaches, le alejan de las miserias e hipocresías propias de la moral del "hombre blanco". Su egoísmo no debe interpretarse como una inmoralidad, pues es tan solo un mecanismo de defensa; es el egoísmo de quienes han entendido que la libertad es su bien más preciado. John Russell, desde luego, estaría más cerca de poder considerarse un anarquista, centrado en la preservación de su yo individual, antes que un altruista humanista preocupado por el prójimo.
Algunos críticos, legitimando la creencia de que la civilización occidental es superior a cualquier cultura primitiva, han señalado - erróneamente en mi opinión- que Russell buscaba "integrarse" en la sociedad de esos personajes humanos, demasiado humanos y ebrios de valores morales, que le estigmatizaban por su condición de mestizo. No es así.
Los grandes humanistas de la civilización occidental, que siempre dan por sentadas las bondades morales heredadas del judeocristianismo, son incapaces de realizar cualquier análisis o interpretación reflexiva que no esté sesgada por sus apriorísticas creencias. John Russell tan solo pretendía ser libre siendo él mismo, conduciéndose según los principios de su propia moral. ¿Para qué necesitaba la "aprobación" de un grupo de cínicos e hipócritas?
Pero, atención, en "Hombre" también son hombres libres los integrantes del grupo de bandidos, individuos que no solo miran, como Russell, "más allá del bien y del mal", sino que además viven y actúan más allá del bien y del mal. Ya analizaremos más adelante este importante matiz diferenciador.
El hombre cínico: aparece representado por el corrupto agente indígena, que no duda en robar a los apaches de la reserva que está a su cargo. Pero el arquetipo del cinismo también queda muy bien retratado a través del personaje del corrupto sheriff que, aliándose con los bandidos, abandonará el bando de los "hombres de bien" para lucrarse a través del asalto a la diligencia.
Obsérvese que estos individuos también son egoístas. Pero no debemos confundir - error habitual- el egoísmo libertario de John Russell - que se debe a sí mismo porque es consciente del sacro deber de preservar su vida - del egoísmo cínico de quienes, aparentando una altruista bonhomía, carecen de escrúpulos morales y no dudan en sacrificar al prójimo por tal de satisfacer sus particularistas fines.
Por supuesto, podríamos detenernos a analizar al resto de los personajes, pero estos no resultan relevantes en la dialéctica - lucha de contrarios- que se plantea entre dos formas de vida: la vida auténtica (libre) vs la vida del autoengaño (cínica). El resto de los personajes es ganado domesticado, es decir, son individuos tan humanos y civilizados que ya dejaron de ser "hombres" y se olvidaron de mirar "más allá del bien y del mal".
Análisis existencial.
Sé que he abusado excesivamente del término "más allá del bien y del mal", pero es que resulta del todo inevitable realizar una reflexión existencial, sobre la vida y la muerte, sin tener presentes los condicionantes morales. La moral, de hecho, será la encargada de convertir a los "hombres" de carne y hueso en humanos sumisos y dóciles; la moral será la encargada de domesticar a los últimos hombres libres por tal de convertirlos en ganado resignado.
Pocas películas como "Hombre" han abordado - magistralmente en mi opinión - la eterna pugna filosófica obcecada en determinar el origen de la esencia humana: ¿es el existencialismo un humanismo o el hombre es, tan solo, el pastor del Ser?
¿El Dasein (el ser-ahí) podría entenderse como un hombre preocupado por el cuidado del Ser o como un humano que se justifica a sí mismo como esencia?
Hombre vs humano: el hombre libre, todavía inmerso en la naturaleza y actuando como pastor en la misma, en contraposición al hombre que dejó de serlo por tal de devenir humano, demasiado humano y civilizado.
Nos encontramos, de nuevo, ante el sempiterno antagonismo entre la provincia heideggeriana vs la humanista civilización sartriana. Un dilema existencial todavía no resuelto; dos concepciones existenciales sobre la esencia del ser que se han demostrado fallidas, en tanto ninguna ha sido capaz de salvar al ser humano del anonadamiento o angustia frente a la nada: el nihilismo desesperanzador.
Democracia: o de cómo Sartre vence a Heidegger ante las masas.
Resulta relativamente fácil que hoy, como ayer, Sartre venza a Heidegger ante las adormiladas conciencias colectivas de las masas occidentales. Sartre siempre vencerá por dictamen democrático, es decir, siempre podrá legitimar moralmente su existencialismo humanista ante el Occidente civilizado, pues el humanismo sartriano - reinterpretación marxista de la teoría de la liberación cristiana- jamás se atrevió, como sí hiciera Heidegger, a mirar "más allá del bien y del mal".
Y digo "mirar", que no necesariamente actuar o vivir "más allá del bien y del mal", porque sigue existiendo una delgada línea roja que separa la mera contemplación reflexiva de la acción decidida. Dicha delgada línea roja sería lo que Nietzsche denominó voluntad de poder.
Sí, es cierto, Sartre, como otrora Jesucristo, lo sigue teniendo relativamente fácil para seducir a unas masas occidentales todavía ebrias de excesivo "humanismo", lo cual, por cierto, le va de perlas a los dogmáticos suprematismos de turno (comunismo e islamismo), que no dudan en aprovecharse de tan ventajosa circunstancia.
Sin embargo, las élites intelectuales sí escucharon atentamente a Heidegger; es más, fueron incapaces en su momento, tras la II GM, de condenarle por supuesto colaboracionismo con el nacionalsocialismo.
¿Por qué el mundo intelectual no fue capaz de condenar a Heidegger?
Pues porque el pensador alemán se obligó a ver; se obligó a buscar el sentido del Ser a través de su magnífica obra "Ser y tiempo"; se obligó a analizar la existencia a través de un riguroso método fenomenológico, intentando evitar los sesgos de la tradición y la moral judeocristiana; se obligó en definitiva a ser honesto y, por consiguiente, no tuvo más remedio que mirar "más allá del bien y del mal". ¿Le condenarían por ser honesto y mirar más allá de la moral humanista?
Oligarquía: o de cómo Heidegger supera a Sartre ante las élites intelectuales.
En su magnífico ensayo "Carta sobre el humanismo", Heidegger le enmienda la plana al endiosado "humanismo" y, de paso, a Sartre.
Tras comprender la verdad que encierra este pequeño pero valiosísimo ensayo, las mentes más preclaras no tuvieron más remedio que aceptar que, efectivamente, aquel humanismo que tanto dijo defender la dignidad de los hombres, a fuer de humanizarlos, acabó convirtiéndolos en esclavos serviles de una civilización cuyo fin último era, en definitiva, domesticarlos.
Cualquier intelectual que se precie, por poco que haya reflexionado sobre el tema, es consciente de estar inmerso en una vida inauténtica pre-programa a través de pedagogía social. Y, peor aún, cualquiera que se obligue a mirar más allá del bien y del mal llegará a la conclusión de que toda teoría de la liberación o suprematismo (religioso o ideológico) acabará inevitablemente diseñando e implantando nuevos programas de domesticación.
Quedó demostrado que el humanismo era tan solo domesticación, porque la gran civilización, el gran ente social que conforma la humanidad, solo puede gestionarse a través de programas de vida que "domestiquen", que controlen y proporcionen falsos sentidos a la existencia de los hombres.
Triunfo del cinismo
A las élites intelectuales se les planteó, entonces, un grave dilema: ¿debían ser honestos y mirar a la Nada, cara a cara, sin miedo ni esperanza? ¿O sería preferible el autoengaño cínico, por tal de poder seguir manteniendo "viva" la esperanza de una cada vez más decadente y nihilista civilización?
Como bien habrá sospechado el lector que se haya obligado a llegar hasta este punto de mi larga reflexión, las élites intelectuales vendieron su alma al Diablo, a la cruda realidad, y optaron por el autoengaño del cinismo antes que por la dolorosa opción de obligarse a ser honestos.
Desde entonces, desde que finalizara la II GM, decidieron estigmatizar al suprematismo nacionalsocialista, sin duda ebrio de una orgullosa voluntad de poder que ponía en peligro los mismos cimientos de la civilización. Pero con la caída del suprematismo nacionalsocialista también caía en desgracia, al menos para las mentes menos ilustradas, la honesta metafísica de Heidegger.
Así tenía que ser, porque el suprematismo nazi era demasiado orgulloso y honesto; tan honesto que reveló su verdad a los cuatro vientos, jactándose de una superioridad moral que le permitía actuar "más allá del bien y del mal".
El cinismo de quienes se sentían obligados a preservar el falso humanismo de la civilización occidental, estableciendo morales que definieran perfectamente lo "bueno" y lo "malo", no tuvo más remedio que aliarse con el mismo Diablo; con el único capaz de hacer creer a las masas ignorantes que el existencialismo seguía siendo un humanismo: el comunismo.
Solo hay una actitud existencial que no puede permitirse un programa de vida domesticador: la honestidad. Por este mismo motivo, mientras los garantes del humanismo de Occidente se mostraban públicamente intolerantes con Heidegger, en privado, círculos intelectuales de Europa y de EEUU, entendieron que era necesario "civilizar la provincia heideggeriana" o, como dijera Habermas: "se hacía necesario pensar a Heidegger contra Heidegger".
El triunfo del cinismo ideológico, capaz de pervertir la verdad y de legitimar cualquier medio inmoralmente, ha acabado justificando una nueva clase de hombre que vive y actúa "más allá del bien y del mal"; un hombre que sabe la verdad, al menos la intuye, pero que se cuida mucho de no comunicársela a las masas; un hombre que sabe que no existen morales universales que puedan limitar su voluntad de poder pero que, al tiempo, se esforzará por hacer creer a los demás que deben seguir sumisamente determinados valores morales.
La figura del prototípico hombre cínico se legitimará a través del escaparate público, aparentando talante democrático y proclamando defender unos valores éticos y morales, pero en su quehacer privado obrará y se conducirá tan solo en beneficio propio y de sus particularistas intereses.
Sacrificio de la honestidad
Bueno, y aquí quería llegar.
La película "Hombre" concluye con la muerte voluntaria de John Russell, el cual da su vida para salvar a una rehén. Y con la muerte del anárquico y libertario Russell se rubrica, una vez más, el triunfo del domesticador humanismo que nos insta a la autoinmolación vital. Marx, una vez más, acaba con los sueños libertarios de Bakunin.
A través de su sacrificio, Russell se trascendentaliza y pasa de ser un simple hombre de carne y hueso a convertirse en todo un ser humano henchido de esencia. ¡Tomad ejemplo!
Pero sin Dios... ¿para qué sirvió el sacrificio voluntario de Russell dando su vida por el prójimo?
Sirvió, tan solo, para salvaguardar la moral de los cínicos, pues mientras los ingenuos hombres honestos se autoinmolan, los cínicos sobreviven. Por eso los cínicos deben continuar haciéndonos creer que Dios existe o, en su defecto, deben convencernos de que lo más inherente al ser humano es conducirse a través del cumplimento de loables valores éticos y morales.
Veamos qué sucede en la escena final de "Hombre":
Los bandidos tienen como rehén a la mujer del corrupto agente indígena, y a cambio de su liberación exigen canjearla por el dinero robado en la reserva de los apaches.
John Russell analiza fríamente la situación y advierte al grupo de que quien se preste voluntario para realizar el intercambio no saldrá con vida. Por supuesto no sería él quien arriesgase su vida por la mujer del corrupto agente indígena.
Mientras, el marido de la rehén, gran cínico sabedor de la terrible verdad, le confiesa a otro de los pasajeros:
- No hay nada después de la muerte.
- ¿De verdad? - le pregunta su interlocutor. ¿Está usted seguro de ello?
- Nada, no hay nada - responde seguro el corrupto.
Y, en consecuencia, el cínico corrupto, como Russell, también decide no arriesgar su vida, ni siquiera por tal de salvar la de su mujer.
Obsérvese, sin embargo, que los motivos de ambos hombres son completamente distintos: el egoísmo que le insta a Russell a preservar su propia vida, y el miedo a la Nada en el caso del cínico.
Cuando ya parece que la suerte de la rehén está echada, una mujer del grupo, viendo que nadie está dispuesto a sacrificarse por la pobre desgraciada, decide presentarse voluntaria para llevar a cabo el intercambio con los bandidos. Gana la moral judeocristiana. Tiene que ser una mujer quien ponga a prueba a los "hombres" de verdad.
Es entonces cuando Russell, el egoísta honesto, decide ocupar su lugar.
¿Por qué? ¿Por qué se presenta voluntario para el sacrificio?
Pues porque así lo exige el moral humanismo que programa nuestras vidas y, sobre todo, para hacer creer a los espectadores que un hombre libre siempre puede elegir: el camino malo o erróneo de los bandidos o el camino de los "hombres" de bien.
A los cínicos no les interesa que todos los que sean capaces de "mirar" más allá del bien y del mal acaben obrando "mal", es decir, no les interesa que estos se interpongan vitalmente contra sus propios intereses. Los cínicos saben que los bandidos son un caso perdido, son hombres libres que ya no solo miran sino que actúan más allá de cualquier valor moral. El bandido sabe, como lo sabe Russell, que la moral es un invento para subyugar a las masas; y por ello jamás se sacrificará por nada, ni por nadie, que no sea él mismo. El cínico, como el bandido, también conoce esta verdad.
Así, el cínico corrupto intuye que los bandidos escucharon a Heidegger con atención, ergo no puede esperar piedad de ellos, pero aún confía en que los últimos hombres ingenuos se dejen seducir por falsos humanismos y acaben autoinmolándose, muriendo voluntariamente y permitiéndole salvar su cínico pellejo.
Y los cínicos ganan la partida que es la vida, pues mientras los ingenuos se sacrifican, combatiendo a los malvados, ellos logran salvar sus hipócritas culos.
Los últimos hombres libres se matan entre sí: el bandido y el ingenuo Russell mueren, sabedores de que no hay nada más allá de la vida, mientras que los cínicos sobreviven y ganan tiempo. Todo se reduce a vivir más tiempo cuando ya no hay dioses que garanticen vidas eternas.
Sin embargo, el genial director Martin Ritt, aún habiéndose doblegado a las exigencias de un final moralizador y humanista, no pudo evitar reconocer la honestidad del bandido, el cual, antes de morir, quiso conocer el nombre de aquel "hombre" de carne y hueso que, como él, supo mirar más allá del bien y del mal:
- ¿Cuál era su nombre? - fueron las últimas palabras del moribundo bandido.
- Se llamaba John Russell- le contestó el conductor de la diligencia.
Así, se consumó el reconocimiento entre iguales, entre dos hombres libres; y así terminó uno de los mejores westerns de todos los tiempos, con una impagable lección vital: mientras los últimos hombres libres se matan entre sí, los cínicos corruptos sobreviven, amparados en la doble moralidad de un decadente humanismo.
miércoles, 29 de octubre de 2014
Del resentimiento al desprecio prepotente.
"Todo resentido que ha sido despreciado es susceptible de convertirse en un prepotente que también despreciará" Herr Goldmundo.
Leyendo un magnífico artículo de Manuel Fernández sobre "la rebelión de las minorías" no pude evitar "inspirarme" y desarrollar de un tirón y a vuelapluma una larga reflexión al respecto.
Nos alerta Manuel Fernández del creciente avance del fenómeno de las rebeliones minoritarias, sobre todo en lo concerniente a las aspiraciones secesionistas en diferentes puntos de Europa (Irlanda, Escocia, Cataluña, País Vasco, la Padania, el Veneto...).
Sostiene Manuel, y yo lo suscribo, que las causas de dichos movimientos secesionistas no son tanto económicas como ideológicas.
Yo señalo, en una línea más nietzscheana, que las causas primigenias de toda revolución son siempre psicológicas y que el motor de toda rebelión , minoritaria o de masas, es siempre el resentimiento.
De hecho, yo no diferenciaría entre "rebelión de minorías" y "rebelión de masas", pues en el fondo toda rebelión minoritaria aspira a convertirse en rebelión de masas mayoritaria.
Siempre es una minoría selecta, en la más orteguiana acepción del término, quien crea y hace, quien propone y proclama nuevas ideas; nuevas alternativas de vida, procesos de cambios y, por supuesto, articula y legitima revoluciones. Después, serán las masas quienes, "motivadas" por las circunstancias, se adherirán a las propuestas de "salvación o fin último utópico" de los líderes revolucionarios de turno.
A partir de Adorno y otros filósofos de la Escuela de Frankfurt se articularon dialécticas alternativas a la lucha de clases marxista: la dialéctica de la Ilustración y la dialéctica Negativa.
Las nuevas dialécticas de la liberación, o nuevos enfoques de lucha contra las prepotencias dominadoras, optaron por la resistencia y la provocación en vez de por las acciones directas de otrora, más propias del marxismo-leninismo.
Así, provocando y a través de la resistencia negativa, las nuevas teorías liberalizadoras comenzarán a enfrentarse a las prepotentes sociedades dominantes. Desde entonces, los pechos desnudos de las activistas feministas, o sus vientres con pintadas a favor del aborto, sustituirían a los radicales cócteles Molotov. Las minorías ecologistas, a su vez, también desnudarán sus cuerpos y escenificarán psicodramas públicos para protestar contra el maltrato de los animales.
Las protestas, como vemos, se centrarán en la provocación y en la negación, a través de la resistencia pasiva, para así cuestionar los valores considerados como dominantes.
También las ideologías nacionalistas (a excepción de ETA en el País Vasco) optaron por prescindir de las acciones directas y, como en Cataluña, apostaron por la provocación (colocación de esteladas) y la resistencia pasiva (hacer caso omiso al dictamen de la legalidad institucional vigente).
¿Pero a qué aspiran estas minorías rebeldes, ya sean feministas, ecologistas o nacionalistas?
Como todos los suprematismos ideológicos, aspiran a la consecución de fines últimos que, por supuesto, ellos creen más justos, más humanos, más garantes de las libertades colectivas.
Sin embargo, para que una ideología cualquiera pueda legitimar su conciencia verdadera y, así, pueda hacer creer a las masas que la razón está de su parte, resulta inevitable que articule y ponga en práctica una serie de estrategias:
Primera estrategia: las nuevas ideologías deberán convencer a la mayor parte posible de la ciudadanía de que sus nuevas propuestas de liberación son mejores que las dominadoras. Para ello no les quedará más remedio que autolegitimarse como las únicas conciencias verdaderas (más justas, más humanas...) y deberán cosificar (deshumanizar) a las conciencias de las prepotencias dominadoras, considerándolas falsas.
Segunda estrategia: solo una reducida élite intelectual, grupo de teóricos o ideólogos, será capaz de hacer un análisis reflexivo consciente, capaz de alcanzar el sumum grado del cinismo: llegar a legitimar cualquier medio, por inmoral que sea, por tal de lograr ansiados fines últimos.
Así, será inevitable que las revolucionarias élites intelectuales recurran a la demagogia y a la retórica falaz para seducir y convencer a las masas.
Rechazadas popularmente las vías más violentas, en una postmodernidad marcada por el pacifismo y el miedo a la muerte, la mentira será considerada por las élites rebeldes como una "pecata minuta", o pequeño mal necesario para conquistar la voluntad popular. Las argumentaciones falaces en todas sus formas: reduccionismos, tergiversaciones, falsas analogías, etc... serán utilizadas y propagadas desde cualquier medio de poder a su alcance (sistemas educativos, medios de información...).
Tercera estrategia: la falaz retórica de las minorías rebeldes tendrá como objetivo principal alimentar el resentimiento de las masas, es decir, deberá apelar a sus sentimientos y emociones más irracionales, porque solo desde la irracionalidad se podrá sugestionar (manipulación psicológica) a las masas para que éstas se autoengañen y acaben reconociéndose como víctimas de agravios y/o humillaciones históricas.
Así pues, a través de la siguiente tríada estratégica, que podríamos denominar de autolegitimación - argumentación falaz - sugestión se propondrán nuevos cambios sociales (programas de vida) provocando, para ello, cambios psicológicos en la conciencia colectiva: resentimientos - voliciones- desprecios.
La dinámica de la psicología colectiva evolucionaría de la siguiente manera:
Primera etapa de resentimiento: culminará tras haber predispuesto a la ciudadanía al odio y al rencor contra un enemigo prepotente (proceso de victimización mediante), ya sea contra una falsa conciencia ideológica burguesa, una sociedad patriarcal, o un supuesto Estado opresor.
Segunda etapa de creación de voliciones populares: se propone una solución (nuevo cambio) para que la ciudadanía abandone su condición de víctima; el cambio deberá ser deseado por las masas, es decir, la mayoría de la ciudadanía deberá creer en la necesidad de liberarse de la prepotencia dominante de turno. Y para ello, las élites rebeldes crearán voliciones y deseos, pero de forma sutil, de manera que la ciudadanía se autoengañe creyendo que dicha volición ha nacido espontáneamente de la voluntad del pueblo.
Tercera etapa de desprecio prepotente: la supuesta víctima* despreciada acabará convirtiéndose, inevitablemente, en despreciador prepotente. Y lo más curioso de todo será que, una vez convertida en señorial dominadora, también será incapaz de percibirse a sí misma como un nueva prepotencia dominante.
* Obsérvese que escribo "supuesta víctima", pues en todo proceso de manipulación y condicionamiento social no importa tanto que la víctima lo sea, realmente, como el hecho de que ésta llegue a percibirse como tal (interiorización consciente).
martes, 2 de septiembre de 2014
Marxismo: prepotencia esquizofrénica.
Introducción.
Pienso que una de las tareas más urgentes de los pensadores del SXXI debería consistir en desenmascarar (poner al desnudo) las falacias y contradicciones de los últimos supremacismos dogmáticos: islamismo y comunismo.
Nada diré sobre el suprematismo islámico, pues siguiendo las directrices de la timorata, silente y claudicante Ilustración occidental actual, me limitaré a acomodarme para ver cuándo y cómo se dispararán definitivamente las alarmas frente a tan grave amenaza. Seguramente cuando ya sea demasiado tarde.
Sí argumentaré, pero, contra su homónimo hermano dogmático; un neocomunismo, hasta hace poco residual (Rusia, China, Venezuela, Corea del Norte...) que amenaza con proliferar (de hecho ya lo está haciendo) en las decadentes sociedades de Occidente, sobre todo en los países más pobres y, por tanto, con menor tradición liberal: Italia, Grecia y España.
No volveré a referirme a las brillantes críticas que del marxismo hiciera Bertrand Russell, que llegó a tildarlo de pseudofilosófico, ni a las de nuestro genial Ortega, que se refirió al mismo como pseudomoral eslava. Alejándome de la crítica filosófica, que ya ha demostrado sobradamente las falacias de la teoría marxista, me limitaré a reivindicar y "publicitar" la magnífica crítica, desde una perspectiva psicologista, que ha realizado el filósofo alemán Peter Sloterdijk.
Sloterdijk califica al propio Marx de pensador esquizofrénico, para demostrarnos, con su habitual estilo comunicador, elegante y claro, cómo la teoría de la liberación marxista fue desde sus inicios una taimada prepotencia que se cuidó mucho de no parecerlo para, así, deslegitimar sin posibles obstáculos ideológicos a las prepotencias contrarias (burguesas).
Nos dice Sloterdijk, en definitiva, que Marx fue un gran cínico que combatió ideologías señoriales (prepotentes y seguras de su verdad) convirtiéndose, para ello y a su vez, en un señor celoso de su propio feudo de verdad.
Esquizofrenia ideológica de Marx y Engels.
Consiguieron Marx y Engels desvelar una verdad, difícil de rebatir a día de hoy: todos los individuos estamos programados socialmente desde el mismo momento de nuestro nacimiento.
Hasta aquí, nada que objetar. Efectivamente, el ente orgánico social tiene como finalidad última programar y diseñar propuestas de vida, o como dice Sloterdijk con su habitual crudeza: diseñar programas de domesticación, cuya finalidad será garantizar la pervivencia del ente social.
Marx y Engels denominaron alienación al hecho de que todos los individuos estemos programados desde el momento de nacer para aceptar unas determinadas normas y reglas sociales, por supuesto aceptándolas como buenas y beneficiosas para el bien común. ¡Faltaría más!
Marx desnudó las falacias de la verdad burguesa, la cual argumentaba defender valores garantes del bienestar común (de todos), cuando en realidad lo único que hacía era servir a sus propios intereses de clase, de clase señorial y, por tanto, prepotente.
Marx no tuvo más remedio, para poner al desnudo el egoísmo disfrazado de bonhomía de las clases burguesas, que demostrar la relatividad de la verdad. De hecho, se cargó de un plumazo las verdades absolutas y universales, las cuales fueron acusadas de ser creadas por y para servir los intereses de las clases sociales dominantes.
Pero entonces a Marx se le plantearon dos problemas a los cuales, en el parecer de Sloterdijk, no supo dar solución sin para ello convertirse, a su vez, en un cínico señorial y prepotente.
Primer problema referente a la verdad: ¿Cómo habríamos de creer en la verdad irrefutable (absoluta) del socialismo utópico cuando el mismo Marx, junto a Engels, certificó la defunción de las verdades absolutas y universales?
Segundo problema referente a la alienación: Si todos los hombres estamos pre-programados socialmente para aceptar como buenos unos determinados valores, es decir, si nacemos alienados... ¿Cómo podemos liberarnos de dicha alienación y ser conscientes de nuestra propia libertad?
Respecto al primer problema que se le planteó al marxismo, éste no dudó, sobre todo a partir de las tesis leninistas, en legitimar la dictadura del proletariado. Reconociendo que la única verdad absoluta que existe es que no existe verdad absoluta alguna, al marxismo solo le quedó justificar su verdad a través de la negación, crítica en mano, del resto de verdades a las cuales denominó, porque sí, falsas conciencias.
Así, de manera parecida a como hace el supremacismo islámico, el supremacismo ideológico comunista no tiene empacho alguno en proclamar su verdad otorgándole el calificativo de conciencia verdadera. ¿No os recuerda a aquello de Alá es el único Dios y Mahoma su profeta?
Al final, Marx no tendría más remedio que reconocer que su verdad no dejaba de ser otra verdad más, otro tipo de conciencia diferente al de otras prepotencias, y lo haría ya en 1843 cuando dejó escrito:
"No por casualidad el comunismo ha visto surgir contra él otras doctrinas socialistas, ya que él mismo solo es una realización especial y unilateral del principio socialista".
En el parecer de Sloterdijk, este reconocimiento del carácter unilateral del comunismo constituye, en sí mismo, un elemento común con el fascismo, pues no acepta otras conciencias como verdaderas, es decir, niega al resto de partes o alternativas ideológicas: las cosifica.
En lo concerniente al segundo problema, Marx fue mucho más señorial y prepotente, pues defendió que para ser conscientes de nuestros estados de alienación y poder salir de los mismos, había que negar cualquier principio de subjetividad, es decir, en un pintoresco ejercicio esquizofrénico liberó a los individuos de la conciencia burguesa, programada socialmente, para subyugarles a la nueva conciencia proletaria.
Por este motivo, por el hecho de que el marxismo, y sobre todo el comunismo, apostaran por otra suerte de alienación o programa de vida, al cabo también esclavizador, tanto Marx como Engels no tuvieron más remedio que deslegitimar, a través de la burla y la crítica inmisericorde, a dos de los más grandes teóricos de la auténtica libertad individual: Max Stirner y Bakunin.
Pienso que una de las tareas más urgentes de los pensadores del SXXI debería consistir en desenmascarar (poner al desnudo) las falacias y contradicciones de los últimos supremacismos dogmáticos: islamismo y comunismo.
Nada diré sobre el suprematismo islámico, pues siguiendo las directrices de la timorata, silente y claudicante Ilustración occidental actual, me limitaré a acomodarme para ver cuándo y cómo se dispararán definitivamente las alarmas frente a tan grave amenaza. Seguramente cuando ya sea demasiado tarde.
Sí argumentaré, pero, contra su homónimo hermano dogmático; un neocomunismo, hasta hace poco residual (Rusia, China, Venezuela, Corea del Norte...) que amenaza con proliferar (de hecho ya lo está haciendo) en las decadentes sociedades de Occidente, sobre todo en los países más pobres y, por tanto, con menor tradición liberal: Italia, Grecia y España.
No volveré a referirme a las brillantes críticas que del marxismo hiciera Bertrand Russell, que llegó a tildarlo de pseudofilosófico, ni a las de nuestro genial Ortega, que se refirió al mismo como pseudomoral eslava. Alejándome de la crítica filosófica, que ya ha demostrado sobradamente las falacias de la teoría marxista, me limitaré a reivindicar y "publicitar" la magnífica crítica, desde una perspectiva psicologista, que ha realizado el filósofo alemán Peter Sloterdijk.
Sloterdijk califica al propio Marx de pensador esquizofrénico, para demostrarnos, con su habitual estilo comunicador, elegante y claro, cómo la teoría de la liberación marxista fue desde sus inicios una taimada prepotencia que se cuidó mucho de no parecerlo para, así, deslegitimar sin posibles obstáculos ideológicos a las prepotencias contrarias (burguesas).
Nos dice Sloterdijk, en definitiva, que Marx fue un gran cínico que combatió ideologías señoriales (prepotentes y seguras de su verdad) convirtiéndose, para ello y a su vez, en un señor celoso de su propio feudo de verdad.
Esquizofrenia ideológica de Marx y Engels.
Consiguieron Marx y Engels desvelar una verdad, difícil de rebatir a día de hoy: todos los individuos estamos programados socialmente desde el mismo momento de nuestro nacimiento.
Hasta aquí, nada que objetar. Efectivamente, el ente orgánico social tiene como finalidad última programar y diseñar propuestas de vida, o como dice Sloterdijk con su habitual crudeza: diseñar programas de domesticación, cuya finalidad será garantizar la pervivencia del ente social.
Marx y Engels denominaron alienación al hecho de que todos los individuos estemos programados desde el momento de nacer para aceptar unas determinadas normas y reglas sociales, por supuesto aceptándolas como buenas y beneficiosas para el bien común. ¡Faltaría más!
Marx desnudó las falacias de la verdad burguesa, la cual argumentaba defender valores garantes del bienestar común (de todos), cuando en realidad lo único que hacía era servir a sus propios intereses de clase, de clase señorial y, por tanto, prepotente.
Marx no tuvo más remedio, para poner al desnudo el egoísmo disfrazado de bonhomía de las clases burguesas, que demostrar la relatividad de la verdad. De hecho, se cargó de un plumazo las verdades absolutas y universales, las cuales fueron acusadas de ser creadas por y para servir los intereses de las clases sociales dominantes.
Pero entonces a Marx se le plantearon dos problemas a los cuales, en el parecer de Sloterdijk, no supo dar solución sin para ello convertirse, a su vez, en un cínico señorial y prepotente.
Primer problema referente a la verdad: ¿Cómo habríamos de creer en la verdad irrefutable (absoluta) del socialismo utópico cuando el mismo Marx, junto a Engels, certificó la defunción de las verdades absolutas y universales?
Segundo problema referente a la alienación: Si todos los hombres estamos pre-programados socialmente para aceptar como buenos unos determinados valores, es decir, si nacemos alienados... ¿Cómo podemos liberarnos de dicha alienación y ser conscientes de nuestra propia libertad?
Respecto al primer problema que se le planteó al marxismo, éste no dudó, sobre todo a partir de las tesis leninistas, en legitimar la dictadura del proletariado. Reconociendo que la única verdad absoluta que existe es que no existe verdad absoluta alguna, al marxismo solo le quedó justificar su verdad a través de la negación, crítica en mano, del resto de verdades a las cuales denominó, porque sí, falsas conciencias.
Así, de manera parecida a como hace el supremacismo islámico, el supremacismo ideológico comunista no tiene empacho alguno en proclamar su verdad otorgándole el calificativo de conciencia verdadera. ¿No os recuerda a aquello de Alá es el único Dios y Mahoma su profeta?
Al final, Marx no tendría más remedio que reconocer que su verdad no dejaba de ser otra verdad más, otro tipo de conciencia diferente al de otras prepotencias, y lo haría ya en 1843 cuando dejó escrito:
"No por casualidad el comunismo ha visto surgir contra él otras doctrinas socialistas, ya que él mismo solo es una realización especial y unilateral del principio socialista".
En el parecer de Sloterdijk, este reconocimiento del carácter unilateral del comunismo constituye, en sí mismo, un elemento común con el fascismo, pues no acepta otras conciencias como verdaderas, es decir, niega al resto de partes o alternativas ideológicas: las cosifica.
En lo concerniente al segundo problema, Marx fue mucho más señorial y prepotente, pues defendió que para ser conscientes de nuestros estados de alienación y poder salir de los mismos, había que negar cualquier principio de subjetividad, es decir, en un pintoresco ejercicio esquizofrénico liberó a los individuos de la conciencia burguesa, programada socialmente, para subyugarles a la nueva conciencia proletaria.
Por este motivo, por el hecho de que el marxismo, y sobre todo el comunismo, apostaran por otra suerte de alienación o programa de vida, al cabo también esclavizador, tanto Marx como Engels no tuvieron más remedio que deslegitimar, a través de la burla y la crítica inmisericorde, a dos de los más grandes teóricos de la auténtica libertad individual: Max Stirner y Bakunin.
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