martes, 30 de mayo de 2017

"Dialéctica de la Ilustración" de Horkheimer y Adorno (parte II)


Introducción.

El prólogo de 1969 (tras la derrota del nazismo) indicaba que la teoría de la DI atribuía a la verdad un momento temporal, es decir, señalaba que la verdad sería aquella institucionalizada y reconocida por el Dasein histórico en cada período histórico concreto.
Antes, en el prólogo de 1944-1947, la DI se proponía comprender por qué la humanidad, en vez de entrar en un verdadero estado humano (humanismo) se hundía en un nuevo género de barbarie (en alusión al nacionalsocialismo).

La tesis era la siguiente:

El pensamiento triunfante, en cuanto abandona su elemento crítico, se convierte en instrumento de lo existente (pensamiento dominante).

Tras la II GM no serán necesarios los censores para garantizar la supremacía de un pensamiento dominante, ya que toda la sociedad, a través de la opinión pública, actuará, de facto, como gran censora.
Las masas son educadas técnicamente (pedagogía y condicionamietno social) para caer en el despotismo.
La falsa claridad, expresión alternativa del mito, consistirá en una ocultación a través de la familiaridad del concepto. Heidegger se refirió, de forma parecida, a la vida inauténtica del Das-man, donde la vida cotidiana (institucionalizada) impedía la pre-ocupación por el sentido del ser.

La vida actual tecnificada, al tiempo que domina la naturaleza, también domina al hombre. Entonces el espíritu del hombre se desvanece y se convierte en bien de consumo; el hombre se transforma en consumidor de bienes, pero también en un bien cultural universalizado, domesticado y "entontecido" al mismo tiempo, por las antropotécnicas civilizadoras de la ideología de turno.

Capítulo I, concepto de Ilustración.


El objetivo primero de la Ilustración consiste en liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores. Y para ello, la Ilustración pretende disolver los mitos y la imaginación mediante la ciencia.
El saber para dominar la naturaleza instrumentaliza el saber como poder; poder para dominar el medio físico, pero también para domesticar (civilizar) a los hombres.
Este saber, entendido como saber como poder, se remonta a las consideraciones de Bacon y Lutero, para quienes no importaba la satisfacción en alcanzar la virtud de la verdad (el conocimiento por el conocimiento), sino la operatividad de la misma. Había que saber para poder hallar los procedimientos más eficaces, para trabajar y obrar logrando hacer, es decir, consiguiendo consumar la idea en hecho.

Las primeras cosmologías presocráticas intentaron racionalizar las causas primeras (agua, tierra, fuego...), pero, a partir de Platón, los dioses fueron absorbidos por el logos filosófico. La razón se impuso al mito imaginativo, pues, desde siempre, la Ilustración vio en el mito la proyección de lo subjetivo en la Naturaleza (los dioses tienen forma de hombre porque los hombres los crearon - Jenófanes- ).
la Ilustración, por tanto, no acepta la subjetividad, sino que pretende reducirlo todo a una unidad objetiva o conocimiento universal. A través de la razón y la lógica, la Ilustración crea sistemas para reducir la historia a hechos y las cosas a materia.

Paradoja: los mitos víctimas de la Ilustracion (logos filosófico) ya eran producto de la propia Ilustración. No podía haber mito sin logos; sin las narraciones y explicaciones que representaban e interpretaban el mundo. El mito ya tenía como objetivo primero someter el mundo al hombre, es decir, dominarlo ("...que los hombres manden en los peces del mar y en las aves del cielo.").
Así, la esencia (sentido y significado) de las cosas mundanas se reducirá a materia o substrato de dominio; el ser de la cosa-en-sí se convertirá en el ser-para-él (para el hombre).

La Ilustración evoluciona y se perfecciona a lo largo de la historia, disolviendo las verdades de determinados períodos históricos, crítica mediante, y sustituyéndolas por nuevas verdades más acordes con el logos o la razón imperante del momento.

Evolución histórica de la Ilustración.

La verdad postulada por la magia, todavía religada al mundo y respetando la esencia de la cosa en-sí, fue sustituida por la verdad del mito, que, en tanto ya era Ilustración, se ensoñoreaba del mundo. Frente a la trascendencia, se impodrá el principio de la inmanencia: todo acontecer es repetición (ciencia empírica) y solo hay autoconservación que implica que lo distinto se iguale.
La autoconservación exige repetición del fenómeno y la igualación de lo distinto; no cabe la injusticia de lo diferente.
Será esta obsesión de la Ilustración por negar lo diferente, la que paradójicamente, al tiempo que liberará a los hombres dándoles un sí-mismo particular, los someterá y dominará (domesticará) igualándolos (uniformándolos) a los demás hombres (ej: comunismo).
La Ilustración, en tanto que antropotécnica civilizadora y domesticadora, nunca reconoció del todo la singularidad o diferencia del ser-en-sí mismo, por lo que articuló normas y reglas para el parque humano, es decir, necesitó hacer uso de la fuerza del derecho coactivo (coacción social).
La unidad del colectivo manipulado, pedagogía social mediante, siempre supone la negación de cada individuo particular.

No podemos decir, por tanto, que los totalitarismos (nazismo y comunismo) sean recaídas en la barbarie, pues, muy al contrario, significan el triunfo del humanismo más ilustrado y civilizador, criador y domesticador de hombres, que imponen la igualdad represiva.

La conciencia del ser-en-sí del individuo (pensamiento) reconoció tempranamente "su" verdad (existía en tanto se pensaba a sí misma), pero no podía tener certeza de la verdad del ser-en-sí de las cosas; no podía acceder a la esencia trascendente que en las cosas era más que su realidad ya conocida. Heidegger se referió al ser del ente, una verdad esquiva que se mostraba al tiempo que se ocultaba, y que Zubiri reconoció como una realidad que era más que la suma de sus partes.
El hombre primitivo experienció la complejidad enigmática del ser, o de la realidad abierta ante él, como algo sobrenatural, como sustancia espiritual que era inaccesible a través de sus órganos sensoriales.
Así pues, el hombre sumido en el enigma de lo sobrenatural, desdoblará la naturaleza, reconociéndole a esta un ser de la cosa aparente observable (accesible a los sentidos) y una esencia o espíritu que dará lugar al mito.
La angustia ante el enigma y la complejidad del ser, ante la vida y la realidad abierta, instará al ser humano a desarrollar una dialéctica que enfrentará la naturaleza (lo aparente) vs el mito (la esencia o espíritu).
La razón ilustrada creerá que para superar la angustia, la pre-ocupación por la cuestión del ser (Heidegger), o el problema teologal (Zubiri), bastará con dominar la naturaleza, es decir, bastará con saber y conocer (ciencia) por tal de disolver al mito y la verdad trascendente que este representa. La Ilustración pretenderá separar ciencia y poesía para, así, superar los relatos míticos, y para ello se apropiará del lenguaje, que pasará de la palabra al lenguaje científico y de este al puro cálculo (método científico).
Cada uno de los dos principios aislados, Ciencia y Arte, conduce a la destrucción de la verdad. Ya Platón proscribió la poesía con el mismo desdén que el positivismo proscribe al idealismo. Desde entonces, el arte es un proscrito, pues se sustrae del contexto de la realidad aparente para entrar en contacto con lo mágico. En la obra de arte se desdobla la cosa en apariencia y en esencia o sentido que se desoculta a través de la misma creación artística (Heidegger).
El protestantismo creyó hallar el principio trascendente de la verdad (su esencia) aferrándose a la palabra (logos), pero Heidegger sostuvo que el ser era inaccesible a través del lenguaje formal y tradicional, y que era necesario recurrir al lenguaje poético.
Al final, hallar la verdad siempre será cuestión de fe, ya sea teniendo fe en la religión o en la razón.

La Ilustración, sin embargo, identifica el pensamiento con la matemática (ciencia) y eleva a las matemáticas a instancia absoluta e incuestionable. Pero, como bien señaló Husserl, al matematizar la naturaleza, la naturaleza pasa a ser idealizada, convirtiéndose el pensamiento en instrumento.
El positivismo, erigido en juez de la Razón Ilsutrada, no aceptará el estudio de mundos mágicos, religiosos o metafísicos, pues no desea salir de su círculo materialista-realista.

Kant concluyó en la "Crítica de la razón pura" que lo que puede ser penetrado por la ciencia no es el ser. Así, la Ilustración se centrará tan solo en el dato, en el proceso científico de la repetición que no va más allá de lo objetivo. Y el mundo se verá, siguiendo a Kant, como un gigantesco juicio analítico.
De esta manera, la razón ilustrada reifica (cosifica) las almas. Y los individuos, convertidos en "cosas", hacen lo que la sociedad espera de ellos (alienación). El individuo es programado socialmente, normativizado y domesticado. De lo que se trata es de que el propio individuo, sin ser consciente de ello, acepte su propia autoalienación, para, así, lograr su autoconservación (seguridad y protección). La tecnología (antropotécnica) convertirá al individuo en instrumento al servicio del fin social.
Las normas y reglas, coacción social, exigen sumisión, pues solo en tanto el hombre es dominado puede este, al tiempo, garantizar su autoconservación.
A través de la subordinación de toda la vida (naturaleza y seres humanos) a las exigencias de la autoconservación, la minoría que manda garantiza su propia seguridad y la del TODO.
Desde siempre, el hombre ha tenido que elegir entre la sumisión a la naturaleza o la sumisión a una sociedad que domine la naturaleza y le garantice su autoconservación.

Frase genial: De la inmadurez de los sometidos vive la excesiva madurez de la sociedad.

Los hombres son reducidos a simples seres iguales entre sí por el aislamiento en la colectividad coactivamente dirigida, ya que el poder del sistema crece sobre los hombres en la medida que los sustrae del poder de la naturaleza.
Solo si el espíritu (conciencia) se reconoce humildemente (humildad ontológica) como dominio puede disolver su pretensión de dominar. Todo espíritu-conciencia que se arrogue ser el único verdadero tenderá a no reconocer su pretensión de dominar en cuanto alcance el poder; se mostrará como una conciencia prepotente y cínica que lo único que hará será sustituir a un dominador por otro.
En este último punto subyace la crítica de Horkheimer y Adorno al marxismo:
El marxismo elevó la necesidad de justificar sus fundamentos degradando al espíritu (conciencia individual) y sometiéndolo por tal de aspirar a una cima suprema y utópica. Así, absorbió las libertades individuales, convirtiéndose con ello en un totalitarismo socialista.

viernes, 5 de mayo de 2017

Unamuno, hijos y proyectos vitales.

Introducción

Llega un momento en la vida en que, inevitablemente, hacemos un balance sobre nuestra existencia. Nos preguntamos si nuestro paso por el mundo habrá tenido algún sentido; evaluamos el éxito o fracaso de nuestros proyectos vitales y caemos en la cuenta de que mientras estuvimos viviendo estresados, y sacrificándonos para llevarlos a cabo, la vida se nos "iba pasando" mientras se nos llegaba la muerte.
Siempre olvidamos que tan solo somos "seres para la muerte"; vivimos endiosados, seguros de que, por fuer, nuestra existencia debe positivarse a través de una autorrealización personal que hemos de buscar estudiando, trabajando, esforzándonos, sacrificándonos...

Hijos

Puede parecer falso o pretencioso, pero la verdad (así lo creo yo) es que, en líneas generales, no me arrepiento de cómo ha transcurrido mi vida. Tomé decisiones erradas y otras acertadas, sufrí mucho y disfruté aún más. O no... no sé. Supongo que la percepción final, a la hora de hacer la lectura de nuestra balanza vital, depende de si nuestras formas de ser y de pensar tienden más al pesimismo o al optimismo existencial.
Yo bien sé que toda mi vida he sido, y sigo siendo, un pesimista irredento. He sentido el sentimiento trágico de vivir, doloroso y desgarrador, mucho antes de haber conocido la magnífica obra de mi admirado Unamuno. El maestro Don Miguel no me enseñó ni me descubrió nada, sino que me "salvó" de mi particular dolor mostrándome el suyo. En no pocas ocasiones, leyendo a Unamuno, he creído verme a mí mismo sintiendo y pensando lo mismo que él, haciéndome las mismas preguntas que él y dando las mismas respuestas que él.
Antes de leer "Niebla", y el hermoso pasaje en que Unamuno creyó vivenciar su propia muerte, sintiendo un frío escalofrío que le recorría la espalda, yo ya había experienciado esa misma sensación angustiosa en muchas ocasiones.
Cuando descubrí al filósofo Don Fulgencio, personaje de "Amor y pedagogía", dedicándose a calcular los años que vivieron los pensadores que más admiraba, también me recordé a mí mismo, siendo adolescente, realizando cálculos parecidos.
Cuanto más leía a Unamuno más me veía reflejado en él. Así, caí en la cuenta de que Unamuno no me gustaba porque fuese uno de los filósofos españoles más brillantes, que también, sino porque yo mismo era Unamuno y me enrogullecía de ser Unamuno.
Leer "Del sentimiento trágico de la vida" fue como leerme a mí mismo; significó encontrarme, cara a cara, con mis sempiternos pensamientos existenciales sobre la vida y la muerte.
Sí, sí, dejar huella en la eternidad y un legado para la humanidad es importante, pero más importante es vivir y perdurar, prolongar la ex-sistencia de nuestro ser en el mundo, mal que sea sufriendo y pasando calamidades. Mejor ser que no ser. Siempre se trata de la misma cuestión shakespeariana.
Y fue en su obra magna "Del sentimiento trágico de la vida" donde Unamuno nos habló de los hijos, de su razón de ser, que no es otra que la de permitir que nuestra existencia perdure a través de la de ellos.
Dicha creencia, de perdurar a través de nuestros hijos, no deja de ser un estúpido sentimentalismo, como lo denominara el propio Unamuno. ¿Pero qué le queda al ser humano indigente, que sabe que solo "es para la muerte", mas que consolarse, o autoengañarse, con terapéuticos sentimentalismos?

Justificando autoengaños

Para cualquiera que se obligue a ser mínimamente racional, resulta obvia la falsedad del autoengaño consistente en necesitar creer que nos perpetuaremos a través de nuestros hijos. Cualquier espíritu libre, celoso de la salvaguarda de su particular e individual yo, sabe que al morir no solo dejará de existir su materia corpórea, sino también su conciencia subjetiva, o alma, por decirlo más poéticamente.
La fantasía recurrente de imaginarnos muertos, ya fuere en un paraíso terrenal, o vagando libres por el universo convertidos en alguna suerte de energía, no tendría sentido alguno si no fuera porque dicha existencia postmortem abriría una maravillosa y ansiada posibilidad; la posibilidad de poder ser testigos del devenir vital de nuetros hijos.
¿Quién no se ha imaginado que, tras morir, se convierte en un espíritu etéreo que, desde el más allá, sigue curioso y expectante las vidas de sus descendientes?
A través del autoengaño de la inmortalidad fantaseamos para poder aceptar el tránsito de una existencia activa, en la que somos los protagonistas del drama que es nuestro vivir, a una existencia pasiva donde ya solo podríamos ejercer de meros espectadores.
Una vez muertos ya solo podríamos sentir, vivenciar y experienciar emociones a través de la telenovela que protagonizarían nuestros hijos y nietos y, por qué no, todas las sucesivas generaciones herederas de la "sangre de nuestra propia sangre".
Pero la fantasía o autoengaño también se reafirma a través de una promesa de esperanza; la esperanza de que, en otra vida, podremos reencontrarnos con todos nuestros seres queridos, con nuestros padres y con nuestros hijos.
¿No resulta realmente maravilloso comprobar hasta qué punto nuestra sed de inmortalidad, nos insta a urdir las más fantásticas e imposibles ensoñaciones?

Verdad en el autoengaño.

Sí, los autoengaños son fantásticos y resultan absurdos para las mentes más racionales, pero hay algo de verdad en la necesidad de instarnos a creer que nuestras vidas tendrán sentido en la medida en que estas puedan perdurar a través de las de nuestros hijos.
En toda creencia poética, mística o religiosa, subyace un imperativo vital, orgánico y material, que tiene una verdadera razón de ser; que tiene sentido y significado: el de posibilitar que el género humano perviva. Los individuos podrán morir, pero no así la especie humana. Por esta razón, los hombres, en tanto que padres, se sacrificarán por la especie a través del sacrificio al que se obligan por sus hijos.
El viejo Dios de los judíos entendió que si quería imponer su voluntad sobre los hombres de carne y hueso, estos tendrían que ofrecerle su bien más preciado: los hijos.
Abraham, el hombre domado y civilizado por la antropotécnica de la religión, se doblegó ante las exigencias de su Señor y se dispuso a sacrificar a su hijo en una pira funeraria; se dispuso a sacrificar a la vida misma en aras de rendir culto a una idea, a un sueño, a una locura de la razón humana. Y así, Abraham devino humano, tan humano que se olvidó de comportarse como un hombre de carne y hueso.
Y, sin embargo, los hombres de carne y hueso también aceptan el sacrificio, pero el propio, no el de la sangre de su sangre, no el de la carne que ha de ser promesa de vida y esperanza.
Llegados a cierta edad, quienes tenemos hijos entendemos que nuestro tiempo ya pasó. Los más sesudos psicólogos y psicoanalistas lo llaman la crisis de los 40, que bien podría ser en algunos casos la de los 50 o la de los 60. Comprendemos, al alcanzar estas edades "críticas", que ya hicimos por nosotros todo lo que debíamos o pudimos hacer. Y entonces, resignados, aceptamos que solo cabe seguir luchando por nuestros hijos. Aceptamos el maravilloso autoengaño de seguir viviendo dándolo todo sin esperar nada a cambio. ¿Cabe mayor sacrificio?
Sin embargo, a quienes hemos vivido toda la vida en una constante crisis existencial, no tiene que venirnos ningún "comecocos" a ponernos en orden las seseras, las cuales, por cierto, nunca estuvieron dormidas, sino, al contrario, siempre permanecieron despiertas y expectantes a los dictados del ser.
Las crisis normativizadas (reconocidas socialmente), de tener algún sentido, solo lo tendrían para quienes nunca se preocuparon por la cuestión del ser; servirían de "toque de atención" para quienes vivieron descuidados, ignorando a la de la guadaña, creyéndose dioses inmortales.
¿Pero qué han de decirles a los espíritus libres los curas y bachilleres guardianes de la razón, custodios de las normas y reglas del parque humano, que estos ya no sepan?
Los espíritus libres ya saben perfectamente que han de autoengañarse, sí o sí, pero lo harán de acorde con la verdad vivenciada en sus conciencias, y no conforme a los engaños terapéuticos institucionalizados por vulgares poetas y titiriteros al servicio de la pedagogía social.