viernes, 5 de mayo de 2017

Unamuno, hijos y proyectos vitales.

Introducción

Llega un momento en la vida en que, inevitablemente, hacemos un balance sobre nuestra existencia. Nos preguntamos si nuestro paso por el mundo habrá tenido algún sentido; evaluamos el éxito o fracaso de nuestros proyectos vitales y caemos en la cuenta de que mientras estuvimos viviendo estresados, y sacrificándonos para llevarlos a cabo, la vida se nos "iba pasando" mientras se nos llegaba la muerte.
Siempre olvidamos que tan solo somos "seres para la muerte"; vivimos endiosados, seguros de que, por fuer, nuestra existencia debe positivarse a través de una autorrealización personal que hemos de buscar estudiando, trabajando, esforzándonos, sacrificándonos...

Hijos

Puede parecer falso o pretencioso, pero la verdad (así lo creo yo) es que, en líneas generales, no me arrepiento de cómo ha transcurrido mi vida. Tomé decisiones erradas y otras acertadas, sufrí mucho y disfruté aún más. O no... no sé. Supongo que la percepción final, a la hora de hacer la lectura de nuestra balanza vital, depende de si nuestras formas de ser y de pensar tienden más al pesimismo o al optimismo existencial.
Yo bien sé que toda mi vida he sido, y sigo siendo, un pesimista irredento. He sentido el sentimiento trágico de vivir, doloroso y desgarrador, mucho antes de haber conocido la magnífica obra de mi admirado Unamuno. El maestro Don Miguel no me enseñó ni me descubrió nada, sino que me "salvó" de mi particular dolor mostrándome el suyo. En no pocas ocasiones, leyendo a Unamuno, he creído verme a mí mismo sintiendo y pensando lo mismo que él, haciéndome las mismas preguntas que él y dando las mismas respuestas que él.
Antes de leer "Niebla", y el hermoso pasaje en que Unamuno creyó vivenciar su propia muerte, sintiendo un frío escalofrío que le recorría la espalda, yo ya había experienciado esa misma sensación angustiosa en muchas ocasiones.
Cuando descubrí al filósofo Don Fulgencio, personaje de "Amor y pedagogía", dedicándose a calcular los años que vivieron los pensadores que más admiraba, también me recordé a mí mismo, siendo adolescente, realizando cálculos parecidos.
Cuanto más leía a Unamuno más me veía reflejado en él. Así, caí en la cuenta de que Unamuno no me gustaba porque fuese uno de los filósofos españoles más brillantes, que también, sino porque yo mismo era Unamuno y me enrogullecía de ser Unamuno.
Leer "Del sentimiento trágico de la vida" fue como leerme a mí mismo; significó encontrarme, cara a cara, con mis sempiternos pensamientos existenciales sobre la vida y la muerte.
Sí, sí, dejar huella en la eternidad y un legado para la humanidad es importante, pero más importante es vivir y perdurar, prolongar la ex-sistencia de nuestro ser en el mundo, mal que sea sufriendo y pasando calamidades. Mejor ser que no ser. Siempre se trata de la misma cuestión shakespeariana.
Y fue en su obra magna "Del sentimiento trágico de la vida" donde Unamuno nos habló de los hijos, de su razón de ser, que no es otra que la de permitir que nuestra existencia perdure a través de la de ellos.
Dicha creencia, de perdurar a través de nuestros hijos, no deja de ser un estúpido sentimentalismo, como lo denominara el propio Unamuno. ¿Pero qué le queda al ser humano indigente, que sabe que solo "es para la muerte", mas que consolarse, o autoengañarse, con terapéuticos sentimentalismos?

Justificando autoengaños

Para cualquiera que se obligue a ser mínimamente racional, resulta obvia la falsedad del autoengaño consistente en necesitar creer que nos perpetuaremos a través de nuestros hijos. Cualquier espíritu libre, celoso de la salvaguarda de su particular e individual yo, sabe que al morir no solo dejará de existir su materia corpórea, sino también su conciencia subjetiva, o alma, por decirlo más poéticamente.
La fantasía recurrente de imaginarnos muertos, ya fuere en un paraíso terrenal, o vagando libres por el universo convertidos en alguna suerte de energía, no tendría sentido alguno si no fuera porque dicha existencia postmortem abriría una maravillosa y ansiada posibilidad; la posibilidad de poder ser testigos del devenir vital de nuetros hijos.
¿Quién no se ha imaginado que, tras morir, se convierte en un espíritu etéreo que, desde el más allá, sigue curioso y expectante las vidas de sus descendientes?
A través del autoengaño de la inmortalidad fantaseamos para poder aceptar el tránsito de una existencia activa, en la que somos los protagonistas del drama que es nuestro vivir, a una existencia pasiva donde ya solo podríamos ejercer de meros espectadores.
Una vez muertos ya solo podríamos sentir, vivenciar y experienciar emociones a través de la telenovela que protagonizarían nuestros hijos y nietos y, por qué no, todas las sucesivas generaciones herederas de la "sangre de nuestra propia sangre".
Pero la fantasía o autoengaño también se reafirma a través de una promesa de esperanza; la esperanza de que, en otra vida, podremos reencontrarnos con todos nuestros seres queridos, con nuestros padres y con nuestros hijos.
¿No resulta realmente maravilloso comprobar hasta qué punto nuestra sed de inmortalidad, nos insta a urdir las más fantásticas e imposibles ensoñaciones?

Verdad en el autoengaño.

Sí, los autoengaños son fantásticos y resultan absurdos para las mentes más racionales, pero hay algo de verdad en la necesidad de instarnos a creer que nuestras vidas tendrán sentido en la medida en que estas puedan perdurar a través de las de nuestros hijos.
En toda creencia poética, mística o religiosa, subyace un imperativo vital, orgánico y material, que tiene una verdadera razón de ser; que tiene sentido y significado: el de posibilitar que el género humano perviva. Los individuos podrán morir, pero no así la especie humana. Por esta razón, los hombres, en tanto que padres, se sacrificarán por la especie a través del sacrificio al que se obligan por sus hijos.
El viejo Dios de los judíos entendió que si quería imponer su voluntad sobre los hombres de carne y hueso, estos tendrían que ofrecerle su bien más preciado: los hijos.
Abraham, el hombre domado y civilizado por la antropotécnica de la religión, se doblegó ante las exigencias de su Señor y se dispuso a sacrificar a su hijo en una pira funeraria; se dispuso a sacrificar a la vida misma en aras de rendir culto a una idea, a un sueño, a una locura de la razón humana. Y así, Abraham devino humano, tan humano que se olvidó de comportarse como un hombre de carne y hueso.
Y, sin embargo, los hombres de carne y hueso también aceptan el sacrificio, pero el propio, no el de la sangre de su sangre, no el de la carne que ha de ser promesa de vida y esperanza.
Llegados a cierta edad, quienes tenemos hijos entendemos que nuestro tiempo ya pasó. Los más sesudos psicólogos y psicoanalistas lo llaman la crisis de los 40, que bien podría ser en algunos casos la de los 50 o la de los 60. Comprendemos, al alcanzar estas edades "críticas", que ya hicimos por nosotros todo lo que debíamos o pudimos hacer. Y entonces, resignados, aceptamos que solo cabe seguir luchando por nuestros hijos. Aceptamos el maravilloso autoengaño de seguir viviendo dándolo todo sin esperar nada a cambio. ¿Cabe mayor sacrificio?
Sin embargo, a quienes hemos vivido toda la vida en una constante crisis existencial, no tiene que venirnos ningún "comecocos" a ponernos en orden las seseras, las cuales, por cierto, nunca estuvieron dormidas, sino, al contrario, siempre permanecieron despiertas y expectantes a los dictados del ser.
Las crisis normativizadas (reconocidas socialmente), de tener algún sentido, solo lo tendrían para quienes nunca se preocuparon por la cuestión del ser; servirían de "toque de atención" para quienes vivieron descuidados, ignorando a la de la guadaña, creyéndose dioses inmortales.
¿Pero qué han de decirles a los espíritus libres los curas y bachilleres guardianes de la razón, custodios de las normas y reglas del parque humano, que estos ya no sepan?
Los espíritus libres ya saben perfectamente que han de autoengañarse, sí o sí, pero lo harán de acorde con la verdad vivenciada en sus conciencias, y no conforme a los engaños terapéuticos institucionalizados por vulgares poetas y titiriteros al servicio de la pedagogía social.

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