martes, 4 de febrero de 2014

"Vida de Don Quijote y Sancho", de Unamuno


No es ningún secreto que mi libro preferido del maestro Unamuno, de Don Miguel, como gustaba llamarle Zambrano, es "Del Sentimiento Trágico de la Vida", un libro que recomiendo siempre que puedo, tanto a conocidos reales como virtuales. Por este motivo, me sentí profundamente henchido de orgullo cuando me enteré de que Ramiro de Maeztu, más osado que yo, llegó a decir que "Del Sentimiento Trágico de la Vida" era el mejor libro del mundo escrito por un español. En este libro, seguramente, y entre otras muchas brillantes reflexiones, halló Maeztu la siguiente:

"Ni a un hombre, ni a un pueblo - que es, en cierto sentido, un hombre también - se le puede exigir un cambio que rompa la unidad  y la continuidad de su persona. Se le puede cambiar mucho, hasta por completo casi; pero dentro de continuidad."

"Vida de Don Quijote y Sancho" es, sin embargo, la obra cumbre de Unamuno en el parecer de otros muchos críticos y pensadores, aunque la mayoría de ellos coinciden en señalar que ambos libros (éste y "Del Sentimiento") representan lo mejor del pensador vasco.
El mismo Unamuno, y como queda constancia en el libro, escribió "Vida de Don Quijote y Sancho" tras sentir la necesidad de redimirse de una de sus tantas proclamas grandilocuentes en la que, ebrio de provocación, exclamó: "¡Muera Don Quijote!, ¡viva Alonso Quijano el bueno!" .
Así era Don Miguel, un eterno ser contradictorio, que tan pronto veía en la obra más universal de la literatura española todo un compendio de los males que aquejaban a España, como se obligaba, arrepentido, a ensalzar el Quijote como la única guía espiritual necesaria para salvar al pueblo español.
No voy ahora a reflexionar sobre la intencionalidad de la provocadora proclama de Unamuno, en la que muchos han visto una crítica hacia un Estado quijotesco, ebrio de épica, y una reivindicación del pueblo, bueno e inocente, a través de la figura de Alonso Quijano, el ser humano de carne y hueso.
El propio Unamuno llegó a decir de sí mismo: No, no soy fascista ni bolchevique; soy un solitario, lo cual justificaba, en cierto modo, su exacerbada libertad individual para poder permitirse ser y decir lo que quisiera, cuando quisiera y sobre lo que quisiera. ¿Solía contradecirse? Pues no pasaba nada, porque contradecirse, según Don Miguel, y para la exasperación de muchos, era lo humano.

Sí quiero señalar, pero, la manera tan peculiar en que Unamuno se retracta de su ataque a la figura del Quijote: se atreve, ni más ni menos, que a reescribirlo desde su subjetivo punto de vista; osa incluso interpretar la intencionalidad del propio Cervantes, criticándole a éste que no supiera plasmar en su propia obra aquello que él mismo veía con claridad meridiana pero que el universal manco de Lepanto fue incapaz de transmitir.
¡Genial! Bien dijo también Unamuno sobre sí mismo que "el no era objetivo, pues, en tanto que sujeto, era subjetivo".
Y eso es, precisamente, "Vida de Don Quijote y Sancho", un maravilloso ensayo subjetivo que, a medida que se lee, deja al descubierto la desnuda personalidad y el yo atormentado de Unamuno. Todo el libro es en sí mismo una confesión del ser de Unamuno, una autobiografía del díscolo rector de Salamanca; un robo descarado, si se prefiere, a la autoría de Cervantes, del cual tan pronto loa su maestría como afea su no saber hacer.
Unamuno se dedica en definitiva, capítulo a capítulo, a diseccionar y revelarnos la psicología de Don Quijote, personaje que representa el sueño de Gloria del insignificante Alonso Quijano, y la de Sancho Panza, el fiel reflejo del individuo sensato apegado a la tierra. Encontramos, una vez más, el antagonismo "forma vs materia", idea vs vida, temas recurrentes en la obra del maestro. Pero también, de nuevo, la eterna contradicción unamuniana, pues después de criticar a Sancho, tildándole de mente alcornoqueña, de veleta sin criterio propio; de arribista y oportunista, y después de echarle en cara otras tantas lindezas, Unamuno acabará por reconocerle la bondad intrínseca de su proceder; el proceder del pueblo inocente e inconsciente que se preocupa, tan solo, por vivir el día a día.
En realidad, tanto Alonso Quijano como Sancho Panza son pueblo; dos maneras o modos de ser pueblo; dos maneras de vivir o de entender la vida: la del pueblo que se exige grandes ideales y sueña con la gloria y con destinos universales y la del pueblo resignado, religado vitalmente a una constante lucha por subsistir.
Unamuno ensalzará al pueblo representado por Alonso Quijano; al pueblo que se obliga a ser y a transcender a través de bellos ideales; al pueblo dispuesto a participar en la Sta cruzada de hallar el sagrado sepulcro de Don Quijote, es decir, al pueblo soñador dispuesto a rechazar la pedagogía social de los hipócritas y falsos bachilleres y barberos, guardianes de la cordura, para resucitar al perfecto caballero, noble y esforzado, que pueda salvar a España.
Así, Unamuno elogiará al bueno de Alonso Quijano, noble espíritu que se obliga a servir bellos ideales, sin egoísmo y sin afán de lucro, mientras despreciará, en un primer momento, el proceder que él denominará sanchopancesco, el de los barrigas agradecidas y serviles, materialistas, interesados y oportunistas.

Pero finalmente, a lo largo de brillantes disertaciones, Unamuno entenderá que en España, nuestra bendita España, no caben Quijotes, héroes que, a la postre, serán ridiculizados y estigmatizados, primero, para ser posteriormente despreciados y vilipendiados; entenderá que no hay lugar para la épica ni para la búsqueda de grandilocuentes glorias; comprenderá, como Alonso Quijano en su lecho de muerte, que no merece la pena ser Quijote en nuestra dolorosa España.
Y así, finalmente, Unamuno le recomendará al bueno de Alonso que se convierta en humilde pastor, que se case con Aldonza Lorenzo, la mujer de carne y hueso, y que se olvide de la ficticia Dulcinea. Le aconsejará, en definitiva, que se torne sanchopancesco para poder vivir en tierras españolas que no entienden de Glorias ni de destinos universales.
De nuevo la exposición del drama de "vivir sin vivir en nosotros mismos" (tan propio de la mística española). La eterna duda por decidir quiénes queremos ser; la lucha entre el ideal utópico y el pragmatismo resignado; el fiel reflejo del contradictorio pensamiento unamuniano, en ocasiones tan sachopancesco que era elogiado por las izquierdas, y en otras ocasiones tan desmesuradamente patriótico que era tomado como referencia por las derechas.
Yo creo, y es opinión personal, que el pensamiento contradictorio de Unamuno, poeta más que filósofo, agnóstico antes que ateo, soñador y pragmático a un tiempo, era y es el único posible en nuestra invertebrada España llena de particularismos; solo la contradicción cabe en quienes reconocemos en  España la necesidad de soñar con proyectos comunes que nos permitan encontrar el vertebrador Sepulcro de Don Quijote, pero, al tiempo, también gustamos del apego a la tierra, a lo sencillo y mundano. Solo cabe la contradicción cuando un pueblo no sabe hallar la conciliación. Y es que somos un pueblo que no ha sabido conciliar la épica con la alegría de vivir. Somos un pueblo que no ha sabido tomar a España como la cosa seria e importante que es, desde una seriedad jocosa que pueda ver en la vida poesía prometedora y constructiva, pero también alegre y faldicorta.
Al último Quijote, último héroe español que pretendió tal reconciliación, lo crucificaron ante la cobardía de muchos, la indiferencia de otros y la inmoralidad de todos. Se llamaba José Antonio Primo de Rivera. Y todavía hoy, su egregia figura sigue siendo motivo de burlas, cuando no de desprecio, por parte de quienes se arrogaron para sí mismos el calificativo de "justos".
¡Mejor seamos todos pastores! Los españoles no damos pa más...

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