domingo, 3 de septiembre de 2017

La psicología como antropotécnica de domesticación.

Introducción.

Un "leído ilustrado" es un humanista civilizado y endiosado en la soberbia de quienes creen pertenecer al círculo de los alfabetizados.
Decía Peter Sloterdijk que el humanismo, en sus orígenes, se constituyó como un reducido "club" de alfabetizados; un reducido círculo elitista formado por quienes sabían leer y, por tanto, se erigían en custodios del saber. Dicho círculo fue ampliándose a lo largo de la historia, a través de un constante esfuerzo por universalizar y transmitir al conjunto de la humanidad el saber que solo era accesible a unos pocos elegidos.
El primer ministro francés, Édouard Philippe, ha escrito un libro con un título muy "sugestivo" al respecto de lo que hablo: "Des hommes qui lisent". El título resulta en sí mismo muy significativo. El autor podría haber titulado su obra como "Les hommes qui lisent" (los hombres que leen) , pero ese "des", que podríamos traducir por "aquellos", o los pocos hombres que, entre muchos, leen, vuelve a hacer hincapié en ese carácter de grupo selecto propio del círculo de los alfabetizados, o ilustrados, como se prefiera. No todos los hombres leen.

¿Quiénes pertenecen al club de los alfabetizados?


La pregunta no es en absoluto baladí. El primer ministro francés, por lo visto, asegura que él mismo se convirtió en convencido liberal por haberse obligado a cuestionar, leyendo mucho, las "verdades" que, a través de la pedagogía social, había recibido. Nada que objetar. De hecho, yo mismo he seguido una trayectoria intelectual (permítaseme la soberbia) muy parecida. Me declaro convencido liberal, pero con matices que corrigen el exceso de "idealismo" (liberalismo puro) y que, ahora, no viene al caso comentar.
Pareciera que Édouard Philippe nos dijera que solo a través de la lectura podríamos llegar a "ilustrarnos", no solo para pertenecer al selecto club de los alfabetizados (civilizados humanistas), sino, más importante aún, para formar parte de los guardianes que custodian la Verdad (con mayúsculas).
¿Y qué verdad custodian nuestros humanistas ilustrados? Pareciera que Édouard Philippe se estuviese refiriendo a la "verdad liberal". Pero haciendo memoria, recordé a otro "ilustrado", español en este caso, y de cuyo nombre no quiero acordarme, que, para referirse a quienes pertenecían al selecto club de los "buenos y justos" humanistas, los denominaba leídos marxistas.

Está claro que para pertenecer al club de los alfabetizados hay que leer mucho, hay que ser una "persona leída"; en este crucial punto coinciden el primer ministro francés (liberal)  y nuestro "anónimo" intelectual marxista. Sin embargo, resulta obvio que la verdad que debe ser custodiada (liberalismo vs marxismo) no es la misma para ambos ilustrados, de lo cual cabe concluirse que "diferentes" clases de hombres, por mucho que lean, harán suyas diferentes verdades a las que guardar celosamente.
Pero la verdad, no lo olvidemos, no solo debe ser guardada, sino, más importante aún, debe ser transmitida e inculcada en las masas, debe ser aceptada por la mayoría de los hombres que no leen o que no se obligan a leer lo suficiente. Por esta razón, el ilustrado primer ministro francés aboga por articular un sistema educativo orientado a acrecentar el número de hombres que lean. ¿Pensará que, así, la verdad liberal hará libres, mejores, más buenos y justos a los ciudadanos? También Marx creyó firmemente que la verdad marxista, "su verdad", haría libres a los hombres, más buenos y justos.

Inculcar verdades.


Si la verdad pertenenece a los leídos, a los ilustrados y civilizados humanistas, y estos desean que "sus" respectivas verdades sean adoptadas por todo el conjunto de una sociedad, los guardianes de dichas verdades deberán valerse de antropotécnicas civilizadoras, es decir, deberán servirse de herramientas que les permitan transmitir sus verdades (cosmovisiones ideológicas) para aumentar (universalizar) el círculo de los alfabetizados (hombres que leen y saben).
La primera y más importante herramienta (antropotécnica) que utilizan los hombres para civilizarse a sí mismos y a otros hombres (domarlos y domesticarlos en una verdad) es la que adopta la forma de un sistema educativo encargado de alejar a las masas de la barbarie de los "brutos" (no leídos) y, así, acercarlos a las bondades de los buenos civilizados (ya leídos y, por tanto, ya domesticados).
Pero el sistema educativo tan solo es un conjunto de granjas-escuelas (Peter Sloterdijk) destinado a engordar y cebar ganado humano (domarlo y domesticarlo) en determinadas "verdades". Y de nada sirve un entramado educativo, por numerosos que sean los recursos materiales de los que disponga, si, primero, no hay un "alma o espíritu" que le dote de esencia y/o significado; si primero no hay una conciencia colectiva verdadera que sea deseada por las masas.

Efectivamente, los no leídos tienen que ser seducidos y convencidos de que necesitan leer, de que necesitan aprender y conocer para poder pertenecer al selecto círculo de los alfabetizados. Pero para poder convencerles de que es necesario leer, aprender y saber, hay que lograr, primero, que los futuros lectores estén dispuestos a esforzarse y sacrificarse.

¡He aquí el gran obstáculo con el que chocan todas las conciencias ilustradas que necesitan fervientes creyentes para sus verdades institucionalizadas!
Desde tiempos inmemoriales, las élites ilustradas han despreciado a las masas ignorantes, pero no tanto por la ignorancia intrínseca a las mismas, que también, como por la indocilidad y rebeldía que éstas mostraban ante las verdades que debían ser conquistadas con sacrificio y esfuerzo.
Las masas no desean esforzarse ni sacrificarse, sino satisfacer sus apetitos más particulares (individuales) con el mínimo trabajo posible, si ello fuere posible.

¿Cómo lograr el autosacrificio voluntario de un individuo?


Las antropotécnicas destinadas a lograr domar y domesticar (civilizar) al ser humano han ido perfeccionándose a lo largo de la historia. El primigenio poder coactivo, sustentado en el uso de la fuerza, solo requería herramientas rudimentarias, tales como látigos, grilletes, galeras y mazmorras, para poder controlar a las masas y, así, conseguir que los individuos aceptaran determinadas verdades. Muy pronto, sin embargo, las conciencias ilustradas entendieron que las antropotécnicas coactivas, que abusaban del uso de la fuerza, no eran tan eficaces como las antropotécnicas seductoras para conseguir que las voluntades individuales se doblegaran ante la suprema voluntad de una verdad institucionalizada.
El círculo de alfabetizados, los "leídos humanistas", entendieron que, efectivamente, el saber era poder, pero ¿sobre qué necesitaban saber y aprender para lograr el sacrificio voluntario de los individuos? Pues necesitaban conocer y comprender la psicología (psicodinámica de la conciencia) no solo de las masas, sino de la generalidad de los individuos. Las nuevas antropotécnicas entendieron que el trabajo de convencer y seducir a las masas, para que se sacrificaran, precisaba del concurso voluntario de cada individuo. Es decir, las conciencias ilustradas descubrieron que tenía que ser el propio individuo quien se exigiese (coaccionara) a sí mismo y, mejor aún, que se sacrificara por una idea y/o causa creyendo firmemente que su autosacrificio era voluntario y fruto de su libre elección.

La psicología como antropotécncia de domesticación.


Los primeros conocedores de la psicología humana descubrieron muy pronto que el miedo era un rasgo inherente a todos los seres vivos, una emoción primaria destinada a preservar y autoconservar la vida del individuo. Entendieron que los peores miedos del ser humano eran los que se generaban desde la desesperanza ante la muerte, el dolor y el sufrimiento.
Pronto, muy pronto, las conciencias ilustradas, ya fueren religiosas y/o ideológicas, comprendieron que para que los individuos superaran sus miedos primarios debían generar esperanzas, es decir, debían creer en susgestivas posibilidades de salvación.
Solo un creyente puede llegar a autosacrificarse voluntariamente (libremente) en aras de defender una verdad, confiado, paradójicamente, de que su sacrificio supondrá, al tiempo, su salvación.

¿Cómo elaborar una magnífica antropotécnica capaz de seducir y convencer a los individuos de que son realmente libres?
Pues conociendo, primero, la psicología humana o lo que, en términos más filosóficos, dio en llamarse conciencia individual y las primeras religiones denominaron alma.

El Yo.


¿Qué es el Yo? Podríamos definirlo como la conciencia que de sí mismo tiene cada individuo. Todo individuo "se sabe y se reconoce" como verdad incuestionable (cogito ergo sum). La verdad del Yo es la primera certeza que tienen los individuos en el ex-sistere (ser-ahí que es el mundo), porque son ellos mismos quienes, valga la redundancia, tienen conciencia de sí mismos; saben que son una realidad en-sí-misma, un ser-en sí.
Así, el Yo es un dios en sí mismo, la razón de ser o verdad primera que, sabiéndose única e irrepetible, reconoce en la vida (su propia perdurabilidad temporal) la única verdad radical. Pero la verdad radical que es la vida (perdurabilidad del ser) no puede entenderse sin la muerte (no-ser). Por esto mismo, la segunda certeza que tiene el Yo, tras reconocerse como un ser-en sí, es que también es un ser para la muerte (Heidegger). El Yo reconoce la tragedia, el sinsentido, de que "su verdad" (la verdad de ser en-sí mismo) se perderá en la nada y dejará de ser, lo cual le generará miedo e incertidumbre (inseguridad) y le provocará angustia existencial.

Las conciencias ilustradas, los leídos alfabetizados, comprendieron que había que domar, controlar y domesticar los miedos individuales, a la postre los causantes de las angustias de las conciencias individuales. Controlando los miedos individuales podrían controlar, también, los miedos colectivos.


Negar el miedo.


No hay que tener miedo, esta es la primera máxima que inculcan todas las conciencias colectivas a las diferentes conciencias individuales a través de la pedagogía social. Los ilustrados leídos saben que si erradican los miedos de las masas estas quedan paralizadas, pacificadas en definitiva y, por tanto, sumisas y controladas.
Un individuo con miedos irracionales e incontrolados es un peligro para otros individuos, pero una masa que actúa movida por el miedo es un peligro para todo el ente social.
Las conciencias ilustradas han descubierto muchas maneras de negar los miedos y de convencer a las conciencias individuales de que no hay que tener miedo. Veamos algunos ejemplos:

Miedo a la muerte: superar el miedo a la muerte (segunda certeza reconocida por la conciencia individual) ha sido históricamente la empresa a la que con más empeño se han dedicado las antropotécnicas civilizadoras. Para ello, las religiones sobre todo, se encargaron de hacerles creer a las masas (primer engaño terapéutico institucionalizado) que sus respectivas conciencias individuales, singulares e irrepetibles, alcanzarían otra vida tras la muerte.
La promesa de vida eterna, pero, conllevaba implícita una exigencia: el sacrificio voluntario de la conciencia individual (la pérdida de su libertad). Si un padre (Abraham) está dispuesto a sacrificar a su propio hijo, no dudará en sacrificar su propia vida por mor de defender una idea o causa convertida en creencia. Solo los creyentes son susceptibles de aceptar el propio autosacrificio.

Miedo a las incertidumbres: pero a medida que el ser humano se fue emancipando de las antropotécnicas religiosas, se hizo necesario que nuevas técnicas de domesticación ocuparan el lugar de las mismas. No tardaron en surgir las ideologías de la felicidad o de la liberación (segundos engaños terapéuticos institucionalizados), que entendieron que muerto Dios (Nietzsche) ya solo cabía apelar al sacrificio de las masas proponiéndoles a estas, a cambio, nuevas promesas de esperanza, ya no tanto de salvación (vida en otro más allá) como de paz y seguridad en la tierra.
Los psicólogos comprendieron que la mejor antropotécnica, tras la posmodernidad, sería la que proporcionara el mayor grado de felicidad al mayor numero posible de individuos (utilitarismo de William James) y los más refinados conocedores de la psicología humana (Marx, mucho más refinado que Freud) comprendieron que la felicidad debía gozarse en el discurrir de una vida terrenal o mundana, que no celestial ni psíquica (terapia psicoanalítica).
Sin embargo, las nuevas promesas de felicidad también llevaban implícitas exigencias de autosacrificio individual, tales como esfuerzo para aprender y mejorarse personalmente. El marxismo, de hecho, despreciaba tanto al lumpemproletariado (subproletarios sin conciencia de clase) como la élite buguesa despreciaba a las masas indóciles incapaces de esforzarse para ser mejores. Todas las conciencias ilustradas, leídos liberales y marxistas, son, al cabo, herederos de la moral Occidental que, desde la antigua Grecia y la vieja moral judeocristiana, creen que el "saber por el saber" (última trampa de la moral en el parecer de Nietzsche) es la máxima virtud a la que debe aspirar toda conciencia individual. Es decir, hay que aspirar a ser un "leído humanista", no importa tanto si liberal o marxista, siguiendo la máxima agustina (judeocristianismo) del "conócete, acéptate, supérate", que se podría traducir fácilmente por "esfuérzate y sacrifícate".

Miedo al fracaso: cuando las masas "olvidaron" el miedo a la muerte (no es lo mismo olvidar que superar) y se sintieron satisfechas en sus felices vidas cotidianas (al menos en las sociedades occidentales de los estados del bienestar) se convirtieron en animales de lujo (Peter Sloterdijk); cada conciencia individual autoafirmó al diosecillo engreido que llevaba dentro, y lo dejó libre, con tanta necedad como soberbia, para exigir que su último miedo fuese negado: el miedo al fracaso.
¡Los dioses no pueden fracasar!
Así, aparecieron nuevas antropotécnicas civilizadoras destinadas a saciar los apetitos de señorío y endiosamiento de cada conciencia individual (tercer engaño terapéutico institucionalizado).
En muchas sociedades occidentales actuales no se permite el fracaso. Los sistemas educativos se han olvidado de las exigencias del humanismo tradicional que pedían trabajo y sacrificio a cambio de bienestar, seguridad y felicidad.
Nunca, como hoy, fueron tan necias las masas, tan necias que se creen dioses con derecho a todo sin dar nada a cambio. Nadie piensa en la muerte, hasta que le llega un cáncer o un infarto al corazón; pocos, muy pocos, se esfuerzan en aprender en sistemas educativos que tienen por norma facilitar el aprobado general, por tal de desterrar el miedo al fracaso de las aulas y garantizar la felicidad de los niños.
Los jóvenes reclaman sus derechos al trabajo, la vivienda y al bienestar pidiendo ayudas, subvenciones y prestaciones sociales. No pueden esforzarse para lograrlos, porque nunca les enseñaron cómo sacrificarse. No tienen miedo a la muerte, ni a las incertidumbres ni al fracaso, y si tienen miedos, no han podido aprender a superarlos, porque tampoco les enseñaron cómo hacerlo.

Conclusión


Las diferentes antropotécnicas humanistas, herramientas terapéuticas institucionalizadas por las conciencias ilustradas, comprendieron la psicología de los individuos, conocieron sus miedos y sus angustias, y optaron, siempre y en todos los momentos históricos, por engañarles terapéuticamente por tal de "civilizarles", es decir, por tal de domarlos y domesticarlos y, así, pacificar y controlar a las masas. Descubrieron que el mejor engaño era el autoengaño al que se obligaba el propio individuo; el autoengaño que, sutil y hábilmente, era programado (mediante condicionamiento social) por los leídos pertenecientes al círculo de alfabetizados, los ilustrados humanistas.
¿Cuál puede ser el futuro de una sociedad que se niega a reconocer sus miedos?
Recientemente, tras el atentado islamista en Barcelona, miles de conciencias individuales se autoengañaron y decidieron proclamar al mundo que ellas "no tenían miedo". ¿No tenían miedo o no querían reconocer sus miedos?
Alguien, llegados a este punto, podría rebatirme recurriendo a las antropotécnicas de nuestro actual humanismo ilustrado, para señalarme que he escrito "atentado islamista" y no "yihadista". Se trataría de domar, así, mi conciencia individual para que mi "opinión" no trascendiera al resto de conciencias individuales, pues de lo que se trata es de afirmar la verdad de la conciencia colectiva (verdad institucionalizada), la cual defiende que no es lo mismo Islam que yihadismo. Y, sin embargo, en el Corán (libro sagrado del Islam) se reconoce explícitamente la obligación de todo buen musulmán de practicar la "lucha santa" (yihad).
Así, se niega una verdad y se niega el derecho legítimo a tener miedo al Islam, y se consigue una masa dócil y pacífica, civilizada y domesticada, engañada y que se insta a autoengañarse para seguir siendo feliz, no obligándose a pre-ocuparse, es decir, se consigue un cuerpo social que reniega del deber de ocuparse con antelación de su devenir futuro y del de las futuras generaciones.

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