viernes, 22 de mayo de 2015

"El viaje a Oriente" (análisis personal introspectivo).

Comentaba en mi entrada anterior que la última lectura de "El viaje a Oriente", de Hermann Hesse, me había sugerido nuevas "sensaciones", muy diferentes a las que experimenté siendo mucho más joven, cuando leí por primera vez el introspectivo relato del escritor alemán.

Hoy "siento" de manera diferente este pequeño libro; lo saboreo de forma distinta y lo valoro desde una nueva perspectiva vital.
Cuando era joven tan solo vi "poesía" en este onírico relato de Hesse; disfruté con la fantasía que de él emanaba y me "distraje" paladeando su sugestiva prosa, seductora y hermosa a un tiempo.
Sí, es cierto que ya entonces percibí el carácter angustiado y atormentado del viajero H.H; es cierto que, de alguna manera, "comprendí" que éste era un ser "perdido" en el mundo que deseaba encontrar un camino "salvador". Sin embargo, no realicé ningún análisis reflexivo que me permitiese "profundizar" más allá, ni en la psicología del protagonista ni en el fin último de dicho relato.
No podía, entonces, llegar mucho más lejos en la lectura de "El viaje a Oriente", porque, de hecho, yo tampoco había llegado demasiado lejos en mi vida.

Y es que, durante la primera lectura que hice de "El viaje a Oriente", yo mismo era un alegre viajero del Circulo; alguien que todavía leía por placer y no por pura necesidad vital; era alguien que dibujaba y pintaba, y que todavía se deleitaba escuchando música embriagadora a todas horas.
Fui un joven que, en cierta manera, participó en "El viaje a Oriente", como los risueños Klingsor ("El último verano de Klingsor") y Goldmundo  ("Narciso y Goldmundo"). Era un joven que solo necesitaba amar y emborracharse de vida o, como le dijera en cierta ocasión a una amiga de la que hoy es mi mujer: "Solo necesitaba tener a mi chica cogida de la mano y en la otra mano una cerveza fresquita".
No me puedo quejar, pues todavía hoy, un par de décadas más tarde, sigo teniendo a la misma chica cogida de mi mano; y de tanto en tanto todavía me puedo permitir "evadirme" de la existencia, que no de la vida, saboreando néctares dionisíacos. Pero ya no soy aquel joven alegre y risueño de antaño. Sin duda he cambiado mucho.
Ahora estoy "perdido", como el angustiado H.H que abandonó el Círculo; y, como él, solo ansío volver a reencontrar el gusto por la vida. De la misma manera que el desorientado H.H dejó de tocar el violín y, peor aún, lo empeñó por un puñado de monedas, así, de forma parecida, dejé yo mismo de pintar y vendí mi preciada colección de discos de vinilo.
Perdidas la fe y la esperanza, ya solo me queda intentar "escribir" el relato de lo que fue mi particular viaje a Oriente. De hecho, intento, como el perdido H.H, entrar de nuevo en el Círculo, para salvarme y para poder seguir viajando; para no quedarme, tan solo, viendo pasar la vida mientras se llega la muerte.

Sí, en esta última lectura de "El viaje a Oriente" he reflexionado mucho más, pues es lo que tiene la metamorfosis vital que te transforma, de un alegre y despreocupado Goldmundo a un analítico y serio Narciso. No soy Goldmundo ni puedo ser ya Klingsor, el pintor vitalista; ni siquiera puedo aspirar a ejercer de loco caballero andante. Ahora soy todo sensatez sanchopancesca.

La vida me ha cambiado, y mi transformación también ha hecho mutar el "sentido" de aquellos libros que otrora configuraron mi biografía vital; y, por supuesto, también cambiaron a los protagonistas de las novelas que leí.
Ya poco me dice Hermann Hesse, porque no creo en Buda ni en la vida contemplativa; no creo en la vida fácil en el valle, ya sea en utópicos Paraísos celestiales o en terrenales y ricos jardines como los que disfrutó el despreocupado Siddharta en su juventud.

He comprendido que la vida no se desarrolla en un plácido valle, generoso y garante de recursos, y en cuyo seno la existencia humana transcurre sin problemas. Tampoco me vale el proceder cobarde de quienes construyen un búnquer virtual en su mente, donde dicen hallar la paz interior con ellos mismos y con el mundo.
He aceptado que no soy Klingsor, el despreocupado y vitalista pintor que también fuera compañero de H.H en el Círculo que viajaba a Oriente; ni soy, pues no me lo permiten mis circunstancias vitales, un loco Quijote, ni siquiera puedo ser el atormentado Hermann Hesse que podía permitirse el lujo de escribir, de la misma manera que los ociosos griegos elucubraron sobre el ser y otros ilustres pensadores se dedicaron al vano deporte de filosofar (Ortega y Gasset).

Los autoengaños están bien, son necesarios, pero no les están permitidos a los hombres de carne y hueso. Bien está que Buda, el místico espiritual, se autoengañase por tal de salvarse de la náusea de la nada; bien está que Cristo se autoengañase por tal de hacernos creer en la inmortalidad del alma.
Perdonado está, por supuesto, mi admirado Hermann Hesse, por haber sabido salvarse del suicidio a través de su introspectiva obra literaria y, de paso, por qué no decirlo, haber conseguido vivir de la palabra, que no de los hechos.

Pero mi salvación, estoy seguro de ello, no está en mi interior ni en la creación de bonitas palabras, sino en los hechos de la vida misma; está en la existencia de mis dos hijos, en el quehacer diario que me insta a salvar circunstancias adversas; en los pequeños placeres cotidianos que me recuerdan, mal que sea por breves instantes, que es mejor estar vivo que muerto.
La vida no es contemplación, sino constante quehacer y proyección futura.
¿Quién quiere ser un gordo Buda eternamente "sentado" y meditando?
¿Quién puede desear "viajar a Oriente" cuando es consciente de que es heredero y portador de aquella ancestral energía vital de Occidente, propia de hombres de carne y hueso?

1 comentario:

  1. Dario Giorno, gracias a ti por tu reconocimiento.
    Un saludo.

    P.D. En esta misma entrada hay un enlace a un resumen-comentario de la obra "El viaje a Oriente", por si puede interesarte.

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