El feriante de este breve pero pedagógico cuento se enorgullecía de su trabajo, y ello a pesar de que algunas mentes preclaras, hace ya mucho tiempo de ello, desenmascararon y dejaron al desnudo al vulgar titiritero que en realidad era. Mas ello no amedrentaba a nuestro taimado maese Pedro, como gustaba de llamarse a sí mismo. ¡Al contrario!, cada vez que alguien le señalaba la inutilidad de su cotidiano quehacer, ora en un pueblo rebosante de gentes, ora en una pequeña aldea de apenas un puñado de habitantes, él se crecía, seguro de ser mucho más que un comediante o un vulgar farsante.
Nuestro singular maese Pedro sabía que la vida era sueño; y no necesitaba saber nada más. El malgastar el tiempo y la vida por aquello tan vano de saber por saber, esa gran trampa de la moral, se lo dejaba a los barberos, curas y bachilleres que siempre se jactaban de ser los más doctos y letrados en sus respectivos oficios.
Nuestro endiosado feriante no necesitaba saber más de lo que ya sabía, ni conocer más de lo que ya conocía, porque él poseía algo mucho más valioso que aquellos pequeños hombrecillos grises que se las daban de sabios; él tenía el poder de crear ilusiones.
Sabía, el muy ladino, que solo necesitaba crear novedosas y divertidas atracciones de feria para que largas filas de niños se rindieran ante su mágico poder ilusorio, siempre promesa de esperanza; sabía, el muy bribón, que la esperanza era, en realidad, el único alimento que necesitaban los hombres de carne y hueso (eternos púberes) antes de convertirse, por obra y gracia de la diosa civilización, en "demasiado humanos".
Pero al vanidoso feriante, tras muchos años de buen oficio, se le presentó un grave problema: se le habían acabo las ideas. O, mejor dicho y explicado: ya no era capaz de crear atracciones ilusionantes que fuesen promesas de esperanza; que significaran, en definitiva, un ansiado fin último por el que cualquier niño estuviese dispuesto a hacer una larga cola durante horas, ¿y por qué no de por vida?, se preguntaba henchido de locura en no pocas ocasiones...
Los niños, ciertamente, eran cada vez eran más exigentes, pero sobre todo impacientes. Sí, al principio todos formaban largas colas para experimentar las atracciones más sugestivas. Pero el goce que proporcionaba cada nueva atracción era breve y efímero; y los niños cada vez se cansaban y hastiaban más pronto de ellas. Pero lo peor de todo era la espera, la larga cola que debían hacer para disfrutar, tan solo, de un par de minutos de diversión. Los niños crecían rápido, y cada nueva generación era más exigente que la anterior. Pronto advirtieron que las largas esperas no eran rentables en términos vitales, aunque ellos, emulando la prepotente vanidad del feriante, prefirieron considerarlo en términos morales. ¡Qué injustas eran aquellas atracciones!
El feriante, gran conocedor del alma de los niños, sabía en realidad lo que estos querían: deseaban el goce eterno, la felicidad ininterrumpida en forma de una atracción vital que no tuviese fin, que nunca terminara. Los niños deseaban y necesitaban ser engañados; necesitaban creer en la existencia de una magnífica atracción que fuese justa ante sus ojos, es decir, que les proporcionara felicidad eterna sin pedirles a cambio ninguna aburrida espera ni ningún indeseable sacrificio.
Ciertamente, aquellos pequeños diosecillos vanidosos ya no eran niños; se habían convertido en humanos, en egocéntricas deidades, justificaciones de sí mismas, que solo ansiaban la felicidad como meta última en sus vidas.
El feriante se dio cuenta de que era imposible que, cada nueva temporada, pudiese tener construida una nueva y costosa atracción. ¿Qué esperaban de él aquellos indóciles caprichosos? ¿Deseaban ser felices por siempre, sin dar nada a cambio? ¿Acaso no sabían cuánto costaba mantener viva una ilusión? ¿Desconocían el trabajo y el esfuerzo que eran necesarios para construir cada una de sus atracciones? Si aquella panda de desagradecidos querían mentiras, él se las daría.
Pero en esas estaba nuestro feriante, urdiendo qué mentiras y engaños proporcionar a los infantes rebeldes, cuando por el horizonte se dibujó una figura en el Sol de Poniente; y aquella figura resultó ser otro feriante, mucho más osado y más cínico que él; pero, sobre todo, más hábil en el arte del engaño.
Ningún niño pudo resistirse a las promesas de diversión de aquel nuevo feriante, más joven y seductor, mesiánico y gran conocedor del alma infantil.
¡Aaaah, pobre maese Pedro, que tan bien creyese conocer el espíritu de los niños! Y sí, claro que lo conocía, y muy bien, pero tardó en darse cuenta de que los mejores titiriteros, como los más seductores feriantes, no son quienes se limitan a maquinar burdos engaños, sino quienes consiguen que los niños, por voluntad propia, se autoengañen y crean, fervientemente, en la felicidad que habrá de proporcionarles una ficticia atracción de feria.
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