lunes, 26 de mayo de 2014

Dialécticas de la liberación (cristianismo, marxismo y feminismo).

En una de mis reflexiones, titulada "Crítica al Manifiesto Comunista", señalé, sin profundizar al respecto, los paralelismos que Bertrand Russell halló entre el cristianismo primigenio y el marxismo.
El judaísmo creó originariamente toda su dialéctica en torno al enfrentamiento entre el pueblo de Israel vs los demás pueblos (gentiles) que, además, fueron históricamente sus dominadores. Así nacía, de hecho, la primera dialéctica de la liberación de la historia: el pueblo elegido por Dios frente a los dominadores que impedían su liberación (Egipto, primero, y más tarde Roma).
El cristianismo, que se gestó durante la dominación de Roma, y pronto se convertiría en una alternativa al judaísmo, universalizó la dialéctica de la liberación (urbi et orbi).
La propuesta de liberación cristiana, a través del amor al prójimo, constituyó, de facto, la primera gran deconstrucción filosófica de la historia y, por ende, de la humanidad, para superar a los poderes o fuerzas dominadoras del momento (Roma).
Toda interpretación dialéctica de la historia parte de la idea común de que la lucha entre contrarios es el motor primero, principio y causa, del devenir histórico y de la humanidad.
Así, la dialéctica judeocristiana intentó superar el antagonismo existente entre gentiles y el pueblo elegido, a través de una síntesis de reconciliación: el amor universal a Dios, el cual convertía a todos los hombres en hermanos. Todos iguales, nadie más que nadie. El cristianismo asentaba, así, no solo las bases de un primigenio igualitarismo, sino que además hacía una promesa de vida eterna: aseguraba, tras la muerte, una justa recompensa en el reino de los cielos, que no en la Tierra.

Si nos fijamos, Marx lo único que hizo fue una deconstrucción del judeocristianismo (reinterpretación) para ajustarlo a las necesidades de su época. Así, los otrora grupos antagónicos, gentiles vs cristianos, pasaron a ser los burgueses vs los proletarios. El socialismo utópico ensayó una nueva síntesis reconciliadora entre ambas clases sociales. Por supuesto, la propuesta reconciliadora del socialismo, como antes la del cristianismo, fue unilateral y estuvo impuesta por una de las partes en conflicto. Si el cristianismo obligó a aceptar como conciencia auténtica (la verdadera) la de los cristianos frente a los paganos, el marxismo hizo lo propio y sentenció que la conciencia auténtica (dictamen de la historia mediante) era la proletaria frente a la burguesa. Todos iguales, nadie más que nadie. La ideal comunidad socialista habría de estar formada únicamente por la clase trabajadora.
Allí donde el cristianismo reveló, sagradas escrituras mediante, que Dios era el ente o ser supremo que daba sentido a la existencia humana, Marx hizo lo propio, a través de un nuevo método de análisis que dio en llamarse materialismo dialéctico, para proclamar que el devenir de la historia había dictaminado que la clase proletaria era el nuevo pueblo elegido para construir el utópico y universal socialismo. Esta nueva dialéctica de la liberación, con las mismas aspiraciones de universalidad que el cristianismo, permitiría a todos los trabajadores del mundo sacudirse el yugo opresor de las clases dominantes (burguesía capitalista).

No toca ahora discutir la validez del materialismo dialéctico como método filosófico que se autolegitimó a sí mismo frente al tradicional idealismo, más espiritual y heredero del judeocristianismo. Baste, tan solo, señalar sus aciertos: cuestionar la verdad de las revelaciones (sagradas escrituras) en tanto éstas eran imposibles de probar, y obligarse a analizar la realidad de forma objetiva. El problema, que siempre es el mismo en lo que respecta a métodos de análisis filosóficos, es que estos siempre están sesgados ideológicamente en mayor o menor medida, pues si se acepta que toda verdad es relativa (y el marxismo lo reconoció, de facto, en "El manifiesto comunista") es claro que cualquier análisis o interpretación (diferente perspectiva) de la realidad será susceptible de pecar de subjetividad.

Sin embargo, desde un punto de vista psicológico, Marx fue mucho más inteligente que Jesucristo, y su gran acierto, que a la postre le permitiría lograr una rápida difusión de sus ideas entre las masas, consistió en prometerles a éstas un paraíso terrenal, es decir, les propuso reducir el tiempo del aplazamiento de las recompensas cristianas. Con la consecución de la utópica sociedad proletaria ya no habría que sufrir una vida de miserias para llegar a un incierto paraíso celestial tras la muerte; el paraíso socialista podía lograrse en la Tierra, a través de la lucha del proletariado. Y, lo más importante, podría disfrutarse en vida.

La psicología evolutiva nos ha enseñado que ningún niño hasta lo dos o tres años aproximadamente, es capaz de aplazar recompensas. Los niños son exigentes, impacientes y muy egocéntricos; su yo está orientado a la inmediata satisfacción de sus intereses y necesidades.
El proceso de maduración de los niños pasa por diferentes etapas o estadios, a través de los cuales adquirirán, entre otras habilidades cognitivas, el autocontrol de las emociones y el aplazamiento de las recompensas.
Madurar es difícil, pues exige trabajo y sacrificio. Dicho así, puede parecer políticamente incorrecto, incluso cruel, aseverar que un niño deba sacrificarse. Pero es que, de hecho, todo aprendizaje supone un sacrificio vital. El mero hecho de ir al escuela constituye en sí mismo un sacrificio vital, pues la vida libre que pudiera llevar cualquier niño, respondiendo tan solo a sus instintos e impulsos más naturales, se restringe en aras de una necesaria educación y formación.
¿Y qué supone toda educación, sino un aprender a aplazar recompensas?
El niño aprenderá que solo podrá jugar y divertirse cuando haya cumplido con sus deberes y obligaciones; aprenderá que deberá dominar sus impulsos a través de la socialización; aprenderá, en definitiva, que para obtener un aprobado primero tendrá que esforzarse estudiando y trabajando.
La pedagogía social, de hecho, y también en nuestra madurez, nos sigue enseñando cómo aplazar recompensas a lo largo de toda nuestra existencia: tendremos una jubilación cuando hayamos pasado toda nuestra vida trabajando; dispondremos realmente de nuestra vivienda cuando paguemos la hipoteca al banco...

¡Y hete aquí que aparece el marxismo, dialéctica de la liberación en mano, y nos propone no aplazar nuestras merecidas recompensas vitales!
El mensaje reduccionista que cala entre las masas, por supuesto erróneo, es el de que con el socialismo ya no hay que sacrificarse más; podremos vivir mejor y tendremos nuestras necesidades básicas cubiertas por un bienintencionado Estado protector.
¿Qué niño no suscribiría tan golosa propuesta?
De hecho, desde que el socialismo español implantara la LOGSE, nuestros niños son ahora más felices. Sí, vale, también son más ignorantes, pero ¿Qué importa? Lo importante es que nuestros niños no sufran y que todos reciban su correspondiente aprobado.
¿Que el día de mañana no estarán preparados para encontrar un trabajo? No pasa nada, ellos ya saben que tendrán derecho a prestaciones, subvenciones y a multitud de tipos de ayudas que les garantizarán la subsistencia.
Por supuesto, ni los ideólogos del marxismo ni sus intelectuales son niños. La élite intelectual que todavía se obstina en revisar y actualizar la teoría marxista está constituida por gente de valía, está concienciada (en el sentido más positivo del término) y es portadora, todavía, de loables valores éticos y morales.
El problema es que las masas, las que se muestran fervientes seguidoras de opciones de izquierdas, no votan, en su mayoría al menos, unos ideales de igualdad, justicia y progreso, sino que votan como niños egocéntricos e inmaduros, esperando que el Estado les recompense (satisfaga sus necesidades) como ellos se merecen.
Reclaman derechos y más derechos, pero no quieren saber nada de obligaciones, y si el partido de los suyos les decepciona (pongamos por ejemplo el PSOE) no tienen empacho alguno en votar al PP. ¿Qué importan los valores? De esos hay muchos, lo que las masas desean es la felicidad, no aplazar recompensas a las que tienen derecho porque sí, porque ellas lo valen.
Cuando un sistema comunista llega al poder... ¿Qué es lo primero que se ve obligado a hacer?
Una dictadura. Sí, porque nadie mejor que sus ideólogos saben del carácter rebelde e indócil de las masas. ¿Cómo no habrían de saberlo si fueron ellos, la intelligentsia ideológica, quienes se encargaron de rebelarles contra el sistema, quienes se encargaron de hacerles creer que era posible vivir teniendo todas las necesidades básicas cubiertas y sin sacrificio alguno?

Una vez que las avanzadas sociedades occidentales son conscientes del fracaso del socialismo utópico, no tienen más remedio que crear híbridos ideológicos: socioliberalismo, anarcoliberalismo, anarcocapitalismo...

Pero hete aquí que ante el fracaso de la transmutación de valores llevada a cabo por el marxismo, aparece la Escuela de Frankfurt, con Theodor Adorno al frente de la misma, y se vuelven a ensayar nuevas dialécticas, entre ellas las de la ilustración y la negación.
Ahora, constatada y certificada la crisis ideológica de la postmodernidad, se prescindirá descaradamente de la objetividad racional del materialismo dialéctico y se legitimará abiertamente la irracionalidad del deconstructivismo (interpretación subjetiva de la historia) al servicio de los intereses de diferentes grupos o clases; todos ellos con agravios y cuentas pendientes con el tradicional poder dominante. Nacerá, así, la última y más importante dialéctica de la liberación de la época más reciente: el feminismo.

El feminismo se despoja de la hipocresía del marxismo, aunque la esencia del mismo subyace en su propia razón de ser, como veremos más adelante. Pero con la nueva propuesta de liberación de la mujer, el feminismo reconoce, implícitamente, que el materialismo dialéctico del marxismo fue, tan solo, una herramienta necesaria para disfrazar de racionalidad la primera gran deconstrucción subjetiva de la historia.
Toda deconstrucción es interpretación, hermenéutica al cabo, y está al servicio de los intereses de un grupo que aspira a ostentar el poder; y el feminismo, sin complejos, decide arrogarse el derecho a hacer su propia deconstrucción de la historia según sus intereses de "sexo"*, que no de clase. Nada que objetar. Todo grupo o "parte de", aunque no sea consciente de ello, realiza el mismo ejercicio pseudofilosófico por tal de legitimar su verdad o conciencia auténtica.
El feminismo se muestra con un nuevo espíritu revolucionario, poético y artístico, pacífico y más acorde con las sensibilidades actuales. Ha hecho suyo el dolor de una época sumida en la desesperanza y el nihilismo, como antaño hicieran Marx y Engels durante la deshumanizada revolución industrial, pero el feminismo propone una cura de pensamiento defensivo frente a las proclamas beligerantes de las pretéritas dictaduras proletarias.
El pensamiento defensivo, caracterizado por la resistencia y la oposición pacífica frente a las injusticias, dice no desear el poder, porque ello supondría cometer los mismos errores que las tradicionales sociedades patriarcales dominantes. Pero he ahí una vez más, como bien señala la pensadora María Teresa Zubiaurre, la gran aporía a resolver: ¿Cómo podría el feminismo defender su razón de ser sin aspirar a controlar el poder?

Y sin embargo, a pesar de toda la retórica en torno al pensamiento defensivo que subyace en su dialéctica, el feminismo vuelve a decirnos lo mismo, pero interpretando la realidad desde otra perspectiva y a través de otros valores.
Donde antes había un pueblo elegido (judeocristianimo) y el marxismo propuso una clase elegida (proletariado) ahora será un sexo (femenino) el llamado a llevar a cabo la última gran revolución de la humanidad.
Si el cristianismo propuso una revolución igualitaria entre todos los hombres, y el marxismo entre todos los proletarios, el feminismo propondrá la revolución igualitaria entre sexos (hombres y mujeres). Sin embargo, sus conciencias prepotentes les delatan a todos ellos. El cristianismo solo acepta la salvación del buen cristiano, el marxismo la del proletario consciente y el feminismo la de la mujer rebelde y castradora.
Cada uno de estos supremacismos se muestra beligerante con los herejes de cada época. Pero el feminismo, haciendo uso del pensamiento defensivo, "suaviza" sus formas de lucha y troca la hoguera inquisidora y el gulag reeducador por acciones subversivas y provocadoras (mostrar sus pechos desnudos, profanar iglesias...) y, sobre todo, haciendo boicots y escraches a cualquier hereje que no se reconozca "feminista".
El feminismo pretenderá sustituir el tradicional patriarcado dominante (Dios = padre) por sociedades matriarcales (naturaleza= madre) y por ello resultará inevitable que, frente a la rigidez de la racionalidad masculina, apueste por la flexibilidad de la irracionalidad femenina. La intuición, la sensibilidad y el arte se antepondrán a la razón y la lógica. El amor y el pacifismo serán los valores antagónicos a la competitividad, agresividad y beligerancia masculina.
De nuevo se repite el error del cristianismo y el marxismo de pretender crear una nueva conciencia auténtica de forma unilateral y según los valores e intereses de una "parte de", en este caso desde la perspectiva sesgada del sexo femenino.
Sí, es cierto, cambian las formas, pues allí donde había una instintiva masculinidad dispuesta a dominar haciendo uso de la fuerza, el feminismo ejercerá una resistencia pasiva, transgresora y reivindicativa, por tal de lograr la liberación de la mujer y, a la postre, de toda la humanidad, pues el feminismo se erige, como sus predecesores, en una nueva alternativa o cosmovisión para dar sentido a la existencia humana, pero a través de los valores matriarcales.
Y es llegados a este punto, en lo concerniente al interés en legitimarse como alternativa de salvación universal, cuando el feminismo vuelve a cometer los mismos errores que las teorías críticas que le precedieron en el pasado, pues si antes todos debían ser cristianos, y después proletarios, ahora todo el que se precie de ser una buena persona, defensora de valores de igualdad y de justicia, habrá de abrazar la nueva conciencia auténtica y proclamarse feminista. ¡Amén!

* El feminismo no busca la igualdad entre los sexos, sino la supremacía del sexo femenino. No tiene sentido hablar de "géneros", sino de sexos, como no tiene sentido hablar de "clases", sino de personas. Ningún supremacismo, convertido en teoría de la liberación, pretende realmente "liberar" a TODAS las clases de personas, sean del sexo que sean, sino solo a aquellas que formen "parte de" la conciencia verdadera creada por él mismo.



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