martes, 20 de mayo de 2014

Mediocridad consensuada (Conchita en Eurovisión)

¡Pongámonos de acuerdo para decidir qué es verdad! ¿Imposible, decís? Pues pongámonos de acuerdo, al menos, para decidir qué es bello, o qué es mejor o más bueno. ¿Tampoco?
Ortega sostuvo que la única verdad radical era la vida; la vida como fuente de todo: del mundo, del ser, del dasein, de la totalidad del ex-sistere en definitiva. Yo lo suscribo.
Zubiri, de forma análoga, estableció que la realidad era la verdad radical que convertía al ser humano, de facto, en un animal de realidades.
Vida y realidad son, o deberían ser, dos verdades a priori incuestionables. Y, sin embargo, la humanidad ha llegado incluso a cuestionar la vida misma (la de un feto humano, por ejemplo) o la realidad que le envuelve. Hace tiempo que el ser humano se proyecta en el ex-sistere a través de mundos irreales y virtuales; a través de fantasías o ficciones empeñadas, las más de las veces, en negar obstinadamente la realidad circundante.
Sin embargo, a pesar del pensamiento negativo y defensivo (contra la tradición y la realidad histórica) que caracteriza a la postmodernidad, el ser humano necesita conocer y tener certezas sobre sí mismo y sobre el mundo que le rodea, y necesita, por tanto, establecer verdades sólidas que den sentido a su existencia.
Necesitamos verdades absolutas y universales. Sí, las necesitamos. Cuestión diferente es que ya no creamos en la posibilidad de hallar verdades sempiternas e inmutables.
Pero la necesidad de creer en algo, por peregrino que sea, nos obliga a traicionar nuestro fingido relativismo ético, moral y estético. Al final, siempre una verdad, mal que sea relativa o consensuada, deberá ocupar el vacío nihilista que dejaran las otrora verdades absolutas y universales.

La verdad absoluta.

El Occidente de la postmodernidad ha aprendido a vivir en la creencia de que no existen las verdades apriorísticas, inmutables y eternas. Con la muerte de Dios moría, de hecho e irremediablemente, la única esperanza de creer en verdades absolutas e incuestionables.
Convencido Occidente, que no otras civilizaciones, de que era imposible hallar verdades absolutas, se dedicó a suplantar a éstas con los sucedáneos más pintorescos y ajenos a la razón de ser de la propia civilización occidental.
El ateo cree en la verdad absoluta de que no existe ninguna verdad absoluta (paradoja). O como diría mi abuela: ¡Toma del frasco, Carrasco! Mientras, los cripto-budistas (misticismos, filosofías y corrientes psicológicas herederas de Oriente) se atreven a proclamar la irrealidad de la conciencia como verdad incuestionable. Como diría un castizo: pa mear y no echar gota.

La verdad relativa.

De hecho, cuando nos referimos a la verdad relativa, seguimos creyendo en la verdad, pero en la verdad de una "parte de", es decir, en la verdad (ideológica, religiosa o mística) que comparte un conjunto de creyentes afines a unas nuevas ideas; a una nueva fe.
Y es que el ser humano necesita ser creyente, sí o sí, pues de lo contrario, sumido en el nihilismo y la angustia existencial, se dirigiría hacia una segura autoinmolación o suicido vital.
Allí donde antes teníamos a un ferviente creyente en Dios, ahora tenemos a un dogmático creyente del socialismo utópico; donde antes había creyentes en una religión monoteísta, es decir, donde había una necesidad de estar religados a un ente supremo y creador, ahora tenemos individuos igualmente religados al Maya o irrealidad de la conciencia (budismo, taoísmo...). Donde antes se erigían iglesias cristianas, ahora se erigen los templos de las iglesias de la cienciología o de las iglesias gnósticas, por poner tan solo dos ejemplos.
Cuando una sociedad se obceca en despojar a sus ciudadanos de la tradición religiosa de sus antepasados; cuando se obstina en despojar a sus miembros de la esencia espiritual necesaria para afrontar la angustia existencial, les está empujando, al tiempo, a abrazar nuevas creencias. Las que sean, con tal de rehuir de la desesperanza y la náusea de la nada.

La verdad consensuada.

Hay otra clase de verdad, cuya legitimidad no se fundamenta en el hecho de tener a un grupo de seguidores o fieles creyentes, sino que se justifica a través del dictamen que establecen grupos oligárquicos con poder para establecer leyes, normas y reglas sociales. Las verdades que establecen los convencionalismos sociales, a veces temporalmente, podemos encontrarlas en campos tan dispares como la educación, la medicina, la psicología, la justica, la política...
La verdad consensuada, heredera del Derecho Positivo, tiene pretensión democrática, convencida de que la voluntad de la mayoría, por muy equivocada que esté, ya es en sí misma garantía de justicia y bondad moral. Si el consenso de dicha verdad se consigue, además, a través del dictamen de un grupo de sabios o expertos, mejor avalada estarán las nuevas creencias, leyes o normas.

Mediocridad consensuada.

Después de todo lo expuesto, si alguien se ha obligado a leer tan espeso "tocho", podrá estar preparado, o al menos en mejor disposición, para contestarme: ¿Por qué el último concurso de Eurovisión lo ganó una mujer barbuda? ¿Por qué, en dicho concurso, no ganó, ni de lejos, la mejor canción? ¿Qué conclusiones cabría extraerse de tan sorprendente hecho real?

Conchita o, por mejor decirlo, la transgresión hecha espectáculo de masas, ganó por una sencilla razón: la decadencia que asola la civilización occidental.
En la obra "La decadencia de Occidente", Spengler profetizó que la civilización occidental se autoinmolaría, o suicidaría vitalmente, tras una larga agonía durante la cual sería despojada de su esencia espiritual, de su dignidad; de su forma de vida auténtica.
Conchita, el hombre travestido de mujer con barba, asestó un duro golpe a toda una civilización valiéndose de la transgresión propia de ideologías de la negación (ver dialéctica de la negación de Adorno y feminismo). Conchita consiguió, no solo que no ganara la mejor canción, sino que ganase la propuesta transgresora más creativa; consiguió satisfacer las ansias revanchistas de todos los colectivos minoritarios que históricamente se sintieron subyugados y oprimidos por el autoritarismo patriarcal. Ganó la subversión frente a la calidad. Pero lo peor de todo fue ver la hipocresía de los perdedores, obligados, por la farisea corrección política, a reconocer el mérito de Conchita, aun sabiendo que ellos mismos y otros participantes fueron mejores.
Y aquí quería llegar: ¿Qué esperanzas cabe albergar una civilización donde los mejores deben obligarse a rendir pleitesía a lo más vulgar y mediocre?
Muchos pretenden minimizar y frivolizar el triunfo de Conchita, enfatizando el carácter de espectáculo de Eurovisión, donde, por lo visto, no se trataría tanto de que ganase la mejor canción como de que ganase la propuesta artística más transgresora. Pero éste, precisamente, es el grave problema que puso Conchita al descubierto: el desprecio que practica Occidente hacia lo mejor y más excelente; la aristofobia imparable que se encarga de despojar de esencia a los ciudadanos, ora relativizando la vida misma, ora consensuando, y decidiendo arbitrariamente, qué es real y qué es ficción, qué es bueno y qué es malo. Han conseguido incluso hacernos creer que es estéticamente bella, al menos desde el punto de vista del rebelde transgresor, una mujer con barba.
Conchita fue tan solo la punta del iceberg; la ínfima parte visible del gran problema, en forma de decadencia, que asola Occidente.
Dice mucho, al respecto, que Rusia se sintiese gravemente ofendida, hasta el punto de haber sopesado la opción de abandonar la actual y decadente Eurovisión para crear un certamen propio con países afines. Y dice mucho, insisto, que Rusia siga apostando por la defensa de un proyecto de vida auténticamente occidental, cuando en su día fue la más acérrima enemiga del nacionalsocialismo alemán, el cual, alertado por Nietzsche y Spengler, fue consciente de la necesidad de salvar a Europa.

Conclusión:

Resulta curioso, hoy, que Rusia siga empeñada en practicar políticas expansionistas harto beligerantes (Ucrania); resulta curioso que haya vuelto a resucitar la idea del espacio vital como justificación de agresoras injerencias políticas; resultan curiosas sus ansias expansionistas, y su creciente homofobia, por ejemplo.
Que nuevos grupos neonazis proliferen en Rusia, pero, no es tan curioso, sino lógico; lógico al menos para quienes conocen la historia y saben del odio contra el judío que se manifestó en Rusia y en la URSS antes de que éste se convirtiese en obsesión para la Alemania nazi. No resulta curioso para quienes saben que Stalin se frotó las manos cuando firmó un acuerdo con Hitler para repartirse Europa como iguales. Lástima que Hitler, considerado como personificación del mal por consenso de las democracias occidentales, viese realmente qué era la URSS y cuáles eran sus pretensiones.
Pero como bien vio Heráclito, señaló Nietzsche, y analizó Spengler, la historia se repite terca y obstinadamente, en un eterno retorno que se repite cíclicamente y en el que pueden cambiar los protagonistas (las civilizaciones o naciones llamadas a convertirse en actores del cambio) pero no cambiará la esencia de los seres humanos ni la lógica constante de la historia.
Cuando Heidegger dio el pistoletazo de salida, afirmando resignado que solo un Dios podría salvar a la humanidad (del nihilismo y de la decadencia espiritual) todos se prepararon raudos, ya descartado el Dios cristiano, para colocar a sus dioses en la vacante disponible en la enferma civilización occidental.
No sabemos si dentro de unas décadas Occidente rezará a Alá mirando hacia la Meca, o si Rusia ganará la partida y conseguirá, por fin, colocarnos a su Dios-Estado como referente místico-espiritual para que rija el destino universal de Europa, pero en cualquier caso nuevos dioses serán erigidos para ensayar nuevos programas de vida auténtica que puedan dar esperanzas a las generaciones futuras.
O quizás, visto el triunfo inapelable de Conchita, ya no haya lugar para la esperanza y Occidente esté condenado a diluirse cual azucarillo en el devenir de la historia. Porque el triunfo de la mujer barbuda es el triunfo de la transgresión rebelde; significa la victoria, legitimada por la voluntad popular, de aquellas ideologías minoritarias y particularistas obcecadas en arremeter contra los valores de la tradición; empeñadas en relativizar los valores de excelencia y de superioridad, intelectual, moral o estética, por tal de hacernos creer que lo mediocre es lo mejor. Really?


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