Bailar no es propio de verdaderos hombres. La danza no es mas que un ritual previo al apareamiento, un protocolo obligado para poder seducir a las hembras, primero, para poder procrear después. ¿La excusa? Saciar instintivos apetitos eróticos programados genéticamente por la madre Naturaleza.
No lo digo yo, sino sesudos estudios antropológicos, sociológicos y biológicos. Conste en acta.
Vale, sí, lo de que bailar no es propio de verdaderos hombres, sí lo digo yo, pero con la boca pequeña y tan solo para provocar y despertar reacciones entre las masas que permanecen adormecidas y aleladas en nuestras decadentes sociedades occidentales.
El baile es CULTURA (en mayúsculas y en negrita como exige el rango de tan excelso palabro) en tanto su razón de ser ha sido justificada como una de las muchas formas de domesticación de las que se sirve la civilización. Dicen los franceses, o al menos decían antes de ser tan civilizados, que la noblesse oblige (nobleza obliga), pero en realidad nada obliga tanto, nos coacciona tanto diría yo, como las reglas y normas sociales diseñadas por y para preservar la civilización.
El baile se ha socializado y se ha puesto al servicio de los intereses de la hipócrita moral imperante en occidente: la moral de la corrección política. Tremenda y falsa moral.
Si un hombre desea catar hembra, hoy, deberá someterse a los convencionalismos sociales que han establecido una serie de pautas que se deberán seguir en los modernos rituales de apareamiento:
Primero, y más importante: reprimir los deseos e instintos, hasta el punto de que cuanto más visibles sean estos menos posibilidades se tendrán de acercarse a una hembra, ahora mujer emancipada, que también habrá aprendido el juego de la doble moral de negar y reprimir su sexualidad.
Segundo: hay que danzar como malditos, pavonearse y contonearse al ritmo de la música del momento. Si tus instintos más varoniles (heredados de machos ancestrales) te impiden participar en tan grotesca y artificiosa farsa, deberás embriagarte lo suficiente como para desinhibirte y participar del ritual colectivo.
Tercero: habla, habla mucho, o poco, si tienes la suerte de ser un cachas o un tío buenorro, pero habla algo para disimular tus aviesas intenciones. La suerte, a estas alturas del ritual, ya estará echada.
¿Cómo hemos llegado a estos elevados extremos de hipocresía social? ¿Tan necesario resulta reprimir y domesticar nuestros instintos más salvajes?
Pues sí, es necesario reprimir y domesticar nuestros instintos, civilizarlos en definitiva, porque la vida en sociedad requiere individuos que sean humanos, y no tanto a vitalistas hombres y mujeres de carne y hueso. El ente social necesita laboriosas abejas que sepan seguir los pasos de una estudiada coreografía que ha de ejecutarse al ritmo de melodiosas morales. Hay que seguir el ritmo de la música, sus rituales, pautas, normas y reglas, so pena de quedar fuera del juego, exiliado o marginado como un perdedor.
Pero la vida siempre se abre paso a través de los diferentes corsés y correajes morales que intentan apresarla, reprimirla y negarle su derecho a la libertad absoluta. La vida se torna astuta y artera en la medida que la conciencia enemiga (las hipócritas morales) también hilvana con maestría sus obligados engaños domesticadores. Así, la vida, otrora noble y salvaje, no tiene más remedio que ocultarse para poder seguir siendo; no tiene más remedio que utilizar máscaras para autocurarse, para poder ser libremente.
Decía el marxismo que las funciones sociales eran roles, máscaras impuestas por la sociedad para cubrir la individualidad y, de esa manera, negar o alejar al sujeto de la posibilidad de hallar la verdadera libertad o auténtica conciencia. Sostenía la crítica marxista, acertadamente en mi parecer, que las máscaras (roles sociales) estaban diseñadas o programadas por la pedagogía social para condicionar la vida de los individuos. Cierto, pero no debemos olvidar que el marxismo, en tanto pretendió desenmascarar a los poderosos que dominaban, no pudo evitar, a su vez, crear su propia máscara de verdad.
Y es que al ser le gusta bailar, sí, pero con máscaras y sin hipocresías.
Llegados a este punto alguien podría argumentar que, precisamente, nada hay más hipócrita que actuar oculto tras una máscara. Pero, paradójicamente, la única manera que tiene el Dasein, hoy, de ser él mismo, es poniéndose una máscara anónima para poder burlar la corrección política; para tener la auténtica libertad de poder criticar a la celosa y siempre vigilante hipócrita moral imperante.
Por eso los hombres de verdad prefieren el Carnaval; bailar, sí, pero con máscaras, para poder ser ellos mismos y así, sin ningún rubor, poder saltarse los aburridos rituales sociales; para poder acercarse a una hembra de carne y hueso (no una mujer) y ofrecerle directamente unirse en sacra comunión carnal, por supuesto tras previo consentimiento y sin violentarla, que una cosa es ser un hombre de verdad y otra un miserable inmoral. Moral sí, pero moral de vida y de carne y hueso.
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