martes, 12 de febrero de 2019

ABORTO Y METAFÍSICA (razón y moral)



INTRODUCCIÓN

Voy a intentar explicar por qué creo que el problema del aborto concierne a lo que los griegos llamaron primera filosofía o metafísica, entendiendo la metafísica como un saber “problemático”. El propio Ortega y Gasset, en su magnífico libro “¿Qué es filosofía? (que perfectamente podría haberse titulado “¿Qué es metafísica?), explicaba que filosofar consistía, precisamente, en el vano deporte (genial descripción) de hacer preguntas sobre las cuestiones más vitales (ser, mundo, vida, sentido y realidad…) para, luego, intentar hallar respuestas “sin miedo ni esperanza” (añado yo), ya que dichas cuestiones suelen conducir a callejones aporéticos (sin salida ni solución).

Defenderé una TESIS:
Resulta imposible, para el animal de realidades que es el ser humano,  prescindir de la metafísica a la hora abordar los problemas del ser y la realidad, a través, tan solo, de análisis de hechos (facticidad), acontecimientos y fenómenos.

La metafísica, como la “esencia”, podrá negarse, pero seguirá formando parte intrínseca, indisociable, del “ser para la muerte” que es el animal humano. Abordar el problema del aborto supondrá, por tanto, enfrentar razón y moral, es decir, exigirá un esfuerzo intelectual para lograr una síntesis conciliadora (coherencia) entre las dos o, al contrario, para conseguir legitimar a una de las partes obviando a la otra.
¿QUÉ ES METAFÍSICA?

Propongo una sencilla, y espero que pedagógica definición, de lo que es la metafísica:
La metafísica es un saber que aborda las “problemáticas”  propias de la ontología (sobre el ser) y la teodicea (sobre el sentido, el mal y Dios). Dicho saber es problemático, aporético las más de las veces, porque nos obliga a los seres humanos a lograr una coherencia lógica entre la razón (argumentos y fundamentos) y la moral (justificación de nuestras acciones) que resulta muy difícil de conseguir.
Para poder defender, o no, el aborto, como en tantas otras cuestiones vitales y/o existenciales, será necesario argumentar y justificar, es decir, razonar y legitimar nuestras acciones según unos determinados valores ético-morales.

EL PROBLEMA DE LA MORAL
El problema de la moral podría decirse que va “parejo” al de la metafísica. Podría argumentarse, pecando de pedagógico reduccionismo, que quienes niegan la metafísica niegan, al tiempo, la existencia de una moral esencialista, absoluta y universal.

Todo comenzó con la crisis de la posmodernidad y la “muerte de Dios”, que significó el certificado de defunción de los valores trascendentales (celestiales y/o suprasensibles); crisis que supuso la pérdida de fe en que el ser humano fuese algo más que nada. Desde entonces, pocos creen que el ser humano, además de un cuerpo mortal, sea un ser dotado de un soplo divino que trascienda su indigente existencia.
Si la vida (existencia o ser-ahí en el mundo) de los seres humanos es un absurdo (Camus) o un drama (Ortega) que provoca náusea (Sartre) , anonadamiento (Heidegger) o el trágico sentimiento de vivir que tanto atormentara a nuestro genial Unamuno; si vivir es un “sinsentido”, decía, ¿por qué hay vida en vez de nada? Y, más crucial, ¿si no hay salvación (de un alma o yo inmortal) qué sentido tiene vivir, hacer, amar, odiar o filosofar, durante una corta vida que acabará desvaneciéndose en el olvido, perdiéndose de la memoria de los vivos como se pierden las lágrimas en la lluvia?

Solo nos queda una verdad: la vida. Sabemos que en el mundo (el planeta Tierra) hay vida y que nosotros mismos somos vida. Sabemos que todo lo que vive muere, pero, además, nosotros, los seres humanos, somos responsables (en tanto que conscientes de nuestra finitud) no solo de nuestras vidas, sino de todas las demás vidas. Estamos religados al ser y la vida, al mundo y, en definitiva, a la realidad que nos envuelve y en la que nos hallamos inmersos.
Hasta el asesino más vil, por más que sea un psicópata, es consciente de que la vida es lo más importante que tiene un ser vivo. La vida ya tiene esencia (sentido) en sí misma, pues es su propio fundamento. Esto es así porque el único sentido del ser es perdurar (“durée” de Bergson), es seguir siendo (Spinoza), es manifestarse y actualizarse durante un tiempo (ex-sistencia). Somos mientras duramos por un tiempo limitado, pues la vida es la coincidencia del ser y el tiempo. Terrible verdad.

Así, si un psicópata es consciente de lo importante que es la vida (sagrada, diría yo si no se me acusara de místico-religioso y esencialista) también han de ser conscientes, forzosamente, quienes defienden el aborto como una elección legítima, es decir, como otra posibilidad, susceptible de ser elegida libremente, de entre las muchas que nos ofrece la realidad abierta.

Claro que todos somos conscientes de lo sagrada, importante y única que es la vida en cualquiera de sus modos de ser, ya sea como ser-ahí en el ex-sistere o como posibilidad de ser (todavía no-nata, o todavía no arrojada a la realidad).Y, sin embargo, el asesino mata, como también matan los padres que deciden abortar. Desde el punto de vista de la razón lógica los dos cercenan vidas. Punto. La coherencia lógica no exige más argumentos para señalar que ambos animales de realidades (asesino y abortista) no han respetado la vida del “otro”. Pero los seres humanos, además de razón lógica, somos morales y, por tanto, estamos obligados a justificar nuestras acciones.
¿Qué diferencia hay, entonces, entre un asesino y un abortista? Pues una diferencia moral, o metafísica, como se prefiera.

El aborto será legal o ilegal, aceptado o rechazado, dependiendo de la moral que institucionalice (haga suya) un colectivo humano. La verdad institucionalizada se encargará, a través de la justificación de unos determinados valores ético-morales, de legitimar, o no, la interrupción de la vida de un no-nato, de un ser en potencia o un modo de ser que es posibilidad de vida o pre-ser.
CONSTRUYENDO ESENCIAS (metafísica al cabo)

¿Cómo es posible, entonces, legitimar la acción de un abortista, sabiendo, objetivamente, que la razón define dicha acción como un atentado contra la vida?
Antes señalé que la posmodernidad supuso “la muerte de Dios”, la falta de fe en valores morales suprasensibles. Se aceptó que si no existía Dios tampoco existía el alma inmortal, ni, por tanto, existían esencias (sentidos celestiales) más allá de aquellos sentidos que pudiera darse a sí mismos (construcción mediante) los seres humanos en la realidad material y terrenal.

Que no se acepte la existencia de esencias suprasensibles tan solo quiere decir que los sentidos (significados y valoraciones) que otorguemos a la vida y al mundo (cosmovisiones ontológicas y/o teológicas) no podrán obtenerse a través de revelaciones (religiones monoteístas) ni podrán desvelarse a través de ideologías metafísicas. Así, las actuales sociedades occidentales ya solo aceptarán aquellos sentidos que se construyan desde acciones y éticas materiales y terrenales. ¿Pero, es esto posible? ¿Es posible articular una ética consensuada prescindiendo de la metafísica?
Rotundamente no.
Si no creemos que la esencia precede a la existencia (perspectiva que considera una espiritualidad apriorística en los seres humanos), entonces deberemos obligarnos a construir esencias a lo largo de la existencia. Y dicha construcción, por fuer, estará en mayor o menor medida, inevitablemente, fundamentada metafísicamente, es decir, moralmente.

Podríamos decir que, todavía hoy, coexisten tres conciencias que podríamos definir a grandes rasgos de la siguiente manera, según su relación con la metafísica y la moral:

1)    La conciencia científica (neopositivismo y estructuralismo), que prescinde y niega la metafísica, ergo también la moral. No necesita a ninguna de ellas para desarrollar su conocimiento teoremático, que no problemático.

2)    La conciencia ideológica (hermenéutica y existencialismo) que intenta “recuperar” los tradicionales valores morales (metafísicos al cabo), pero reconstruyéndolos y reinterpretándolos, adaptándolos a los nuevos “dolores de la época” actual.

3)    La conciencia ilustrada (dialéctica racional) que pretende sustituir los esencialismos (ideología) por puro racionalismo (constitucionalismo) y que, sin embargo, seguirá mostrando PRETENSIONES ONTOTEOLÓGICAS en tanto que IDEALISTA (moral). 

Para el tema que nos ocupa prescindiremos de considerar la conciencia científica, que no es que sea “amoral”, sino que, sencillamente, es un saber para el que la moral y la metafísica no son necesarias para desarrollar su conocimiento teoremático.
La confrontación, pues, quedará reducida al antagonismo entre conciencias ideológicas y conciencias racionalistas, es decir, entre quienes todavía creen en valores morales que tienen su raíz y fundamento en la tradición histórico-religiosa (esencialistas) y entre quienes sostienen (constitucionalistas) que solo a través de la razón se pueden construir nuevas “éticas” o valores éticos que salven a la humanidad de sí misma (léase de la barbarie).

LA TRAMPA DE LA RAZÓN ENDIOSADA
Ha llovido mucho desde que Horkheimer y Adorno señalaran que “la razón misma es opresora y dominadora”. Los pensadores de la Escuela de Frankfurt criticaron el hecho, hoy aceptado por todos, de que la razón instrumental (la razón convertida en medio para alcanzar fines) era un instrumento de conservación y dominio.
Desde entonces, los amigos de la razón se han esforzado mucho por distanciarse no solo de los esencialismos (morales histórico-religiosas) sino también de la prepotencia que subyace, paradójicamente, en toda razón que se pretende ilustrada y liberadora.

Necesitaría páginas y páginas, y mucho tiempo, para explicar cómo la Escuela de Frankfurt, con Habermas a la cabeza, logró en gran medida articular una “dialéctica superadora” que conciliara razón y moral, es decir, que proporcionara al ganado humano, que había de ser civilizado y domesticado, una cosmovisión o sentido vital que no pecara de barbarie esencialista ni de relativismo nihilista (falta de sentido).

Pero, precisamente, por pretender quedar bien con Dios y con el Diablo; es decir, por tal de superar dicho dualismo (razón y moral) y para no pecar de bárbara ni de nihilista, la conciencia racional se tornó idealista, pues no tenía más remedio que seguir aspirando a un idealismo universal. Lo hará sustituyendo la moral cristiana por la moral kantiana, heredera de la primera. Y para ello adoptará el mandato divino de la moral cristiana (no matarás) y lo reformulará como imperativo categórico moral: 

Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad siempre pueda valer al mismo tiempo como principio de una legislación universal.
 
CONCLUSIÓN

¿Los defensores del aborto (sin entrar en consideraciones de supuestos o causas excepcionales) cumplirían con ese mandato o imperativo categórico moral kantiano?
Yo creo que no, a no ser que entendamos que matar a los no-natos constituya un principio de legislación universal. Y no lo es, desde luego, ni puede serlo, porque dicho principio de legislación universal, de serlo, atentaría contra la vida misma. No tendría ningún sentido un imperativo moral que atentase contra la vida, menos aún que atentara contra la propia vida humana. Dijo Heidegger, al respecto, que en el seno del propio humanismo se hallaba el germen de su propia autodestrucción.

Ahora preguntemos: ¿por qué quienes no aceptan la pena de muerte para un asesino peligroso sí defienden. sin embargo, el aborto?
Pues porque son humanistas, demasiado humanos, que han subvertido la moral cristiana, cuyo mandamiento emanaba directamente de Dios, sustituyéndola por una moral racional que emana de la voluntad, consensuada y “negociada” por los hombres.

Así, nuestro endiosado humanismo ya no está tan preocupado por respetar la vida como de defender lo humano y, sobre todo, defender una interpretación torticera y falaz de lo que significa la libertad humana.
Y, claro, cuando son los hombres quienes construyen, legislan y ejecutan leyes morales siempre se peca de falta de humildad ontológica (Heidegger). O dicho en román paladino, siempre se construyen morales a la medida de una conciencia, ya sea religiosa, ideológica o racional. Siempre.

En Europa, por desgracia, se ha impuesto la moral humanista de una socialdemocracia irresponsable que pareciera buscar insistentemente la autodestrucción de eso que ellos mismos han dado en llamar “humanismo”. Un humanismo, demasiado humano, tan humano que incluso es capaz de justificar la muerte de los no nacidos, pero se vanagloria, al tiempo, de respetar la vida de cualquier vil asesino.
¿Por qué se justifica ese doble rasero moral? Pues, como ya he señalado, porque se subvierte el mandato divino sustituyéndolo por una mala interpretación de lo que significa la libertad individual.

No se ha comprendido (o se ha pervertido intencionadamente) el significado de la voluntad autónoma kantiana, la cual (según Kant) debía aceptar el cumplimiento de la máxima ley moral sin coacciones, sin miedos a represalias, pero también sin instrumentalizarse, es decir, sin utilizarse como medio para lograr un determinado fin.
Desde el momento en que cualquier padre justifica la muerte de su hijo no-nato, ya sea en aras de garantizar su propio bienestar, o alegando que lo hace ejerciendo “su” libre derecho para disponer de su cuerpo, dicho padre se está olvidando de la vida y se está autoproclamando excesivamente humano; un humano capaz, cuando le conviene, de traspasar los límites morales más allá del bien y del mal (matando a su descendencia), pero que, al tiempo, se redime, ante los demás y ante sí mismo, perdonando la vida de un execrable asesino.

 

 

 

 

 

 

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