Introducción.
Acabé la segunda parte de mi reflexión, en torno a las cosmovisiones poéticas, refiriéndome a dos tipos de poetas que podríamos denominar poetas del habla y poetas del silencio.
No ahondaré en la dinámica psicológica que subyace en los poetas de la palabra, pues, ya desde Sócrates, Occidente ha evolucionado y se ha enseñoreado del mundo a través de la poesía o creación hablada. La razón hablada, argumentada y contrastada dialécticamente, ha servido tradicionalmente para legitimar las conciencias verdaderas. Así, la psicología inherente a dicha dialéctica se define por un narcisismo prepotente que, al tiempo, se esfuerza por enmascarar su prepotencia. La falsa humildad socrática ya fue desenmascarada por Nietzsche y, por lo tanto, no insistiré en señalar que la verdad en cada momento histórico ha sido la verdad institucionalizada como "buena y justa"; y que dicha verdad, primero, y forzosamente, fue la verdad original de la conciencia individual de un poeta que decidió, siguiendo los dictados de su ser, qué era lo "bueno y justo".
Para Heráclito lo "bueno y justo" era ser el mejor entre mil, pero Sócrates decidió que ser "bueno y justo" debía consistir en ser el más humilde entre los humildes. El hijo de la comadrona decidió que no bastaba con que la verdad fuese sentida, vivenciada y experienciada por una conciencia individual, sino que, además, la verdad de dicho "sentir" debía ser aprobada por la conciencia colectiva.
Caminos
Todo poeta creador de cosmovisiones es primero, y ante todo, un soñador. Para conseguir que lo que no-es pueda llegar-a-ser, hay que idear (crear) verdades. Y la verdad creada o hallada siempre, y en un primer momento, es verdad vivenciada y experienciada en la conciencia individual de un poeta.
Una vez que un poeta siente como suya - real y auténtica - la verdad experienciada en su conciencia, tendrá dos opciones: vivenciarla en soledad o compartirla.
Si decide vivenciarla en soledad, el poeta, cual Heráclito, preferirá alejarse del resto de la humanidad; buscará la íntima comunión de su Yo o conciencia individual con el todo; con el mundo, la vida y el ser. Por el contrario, si decide romper su silencio, deberá comunicarla: su verdad deberá ser hablada, deberá hacerse verbo (logos) para aspirar a ser reconocida, ya no como verdad particular e individual sino como verdad colectiva y universal.
El poeta, por tanto, podrá optar por vivir su verdad en silencio o podrá optar por compartirla. En ocasiones, pero, algunos poetas se esfuerzan mucho en compartir su verdad pero, finalmente, frustrados y desencantados, se recogen en sí mismos y deciden vivirla solamente para sí y en-sí-mismos.
Muchos son los caminos o vías (posibilidades) que la realidad abierta ofrece a los poetas. Lo único que la realidad, el mundo o el ser, les exige es trabajo para conocerse a sí mismos y, así, poder hallar o construir sus respectivas verdades.
Consideraremos tres caminos o recorridos necesarios para hallar o construir la verdad: el de la introspección, la creación y el del recogimiento.
Camino del autoconocimiento.
Los grandes poetas creadores de verdades son seres introspectivos necesitados de conocerse a sí mismos. Se preguntan por la verdad de su Yo o conciencia individual, pues saben, como supo Descartes, que, a priori, solo tienen la certeza de su ser-en-sí. Primero buscarán la verdad en su ser-en-sí, para, más tarde, conciliar la verdad de su conciencia individual con la verdad de su ser-ahí, en y con la realidad y el mundo. El poeta meditará y reflexionará sobre sí mismo, y analizará minuciosamente sus deseos, pero no podrá evitar, por tanto, verse obligado a elucubrar sobre el "bien y el mal" por tal justificar moralmente su verdad.
Obviamente, los poetas que a lo largo de la historia decidieron que solo les bastaba con vivenciar y experienciar su verdad, sin necesidad de comunicarla a los demás. fueron creadores anónimos de los cuales nada sabemos. Sospecho que las instituciones mentales siempre han estado llenas de poetas que fueron celosos guardianes de sus verdades.
Camino de la creación.
Una vez el poeta se conoce a sí mismo, íntimamente, podrá optar por transmitir su autoconocimiento (verdad experienciada como propia) al resto de conciencias individuales. Entonces, inevitablemente, tendrá que verbalizar el sentir vivenciado en su conciencia.
La verbalización podrá realizarse vía oral o escrita, pero, en cualquier caso, deberá adoptar la forma sublime de una confesión. Solo a través de un sincero reconocimiento de la verdad desnuda de su ser, la terapia psicoanalítica a la que se obliga todo poeta le permitirtá vivir en su verdad, que será tanto como vivir en la verdad, pues la verdad está en todos y cada uno de nosotros.
Toda obra escrita es una confesión; la confesión de una conciencia individual que se arroga el mérito de haber descubierto la verdad.
La verdad del cristianismo, por ejemplo, quizás no hubiese llegado a institucionalizarse y sancionarse como verdadera sin las "Confesiones" de San Agustín. Quizás no hubiese bastado con el verbo oral comunicado por Jesucristo si, posteriormente, el psicoanálisis ensayado por San Agustín no hubiese conciliado su verdad con la verdad del verbo hecho carne a través de la escritura.
También Rousseau en sus "Confesiones" se justificó a sí mismo y a su verdad, psicoanalizándose a sí mismo por tal de justificarse ante él y ante los demás; desnudó una verdad particular para que se abriesen las posibilidades de que esta fuese asumida por la conciencia colectiva a lo largo de la historia.
Sabemos que estamos ante un gran pensador cuando, tras leer su obra con atención expectante, somos concientes de haber sido testigos de la confesión de una conciencia individual genial y excepcional.
Camino de recogimiento.
Ya hemos visto que tras el camino de la instrospección, el poeta puede recogerse en sí mismo y permanecer silente y anónimo ante el mundo, o puede optar por confesarse y convertir en verbo su verdad experienciada.
¿Pero qué provoca el recogimiento en el anonimato y el silencio de un poeta? ¿La incapacidad del poeta para comunicar a los demás lo que vivencia y experiencia o la convicción personal de que para salvarse solo le basta con vivir en su verdad sin necesidad de que ésta sea reconocida socialmente?
Como ya he señalado, muchos grandes poetas, seguramente, han vivido en su verdad desde el anonimato; algunos han experienciado su verdad como seres incomprendidos y estigmatizados en instituciones psiquiátricas, pero otros muchos, sin duda, lo hicieron sintiendo y vivenciando sus respectivas verdades mientras sobrevivían como podían a sus rutinarias existencias.
No podemos, por tanto, aventurarnos a aseverar si dichos poetas permanecieron anónimos por voluntad propia o por imperativo de las circunstancias. Sí podemos, pero, dedicar todo un suculento apartado a los poetas que se recogieron en sí mismos tras haber comunicado sus confesiones personales al resto del mundo.
He elegido a tres poetas que, tras alcanzar el reconocimiento social, prefirieron aislarse para no oír a los corruptos ciudadanos de Efeso; tres poetas que optaron por el recogimiento en soledad para vivir en su verdad y en conciliación con el ser: Heidegger, Wittgenstein y Panikkar.
Todos ellos, y como San Agustín, creyeron hallar una coincidencia entre sus respectivas verdades individuales y las diferentes verdades que proponían determinadas conciencias colectivas de su tiempo.
Desde San Agustín a Panikkar.
¿Qué se esconde o qué subyace bajo las "Confesiones" de San Agustín?
Lo visible, lo que cualquier lector puede asimilar explícitamente en la obra psicoanalítica del pensador de Hipona, es, efectivamente, una "confesión"; el relato, que hemos de creer sincero, de un individuo perdido y desorientado (un sufridor necesitado de verdad) que anhela dotar de significado y sentido su existencia. Lo primero que apreciamos y valoramos en dicho relato, íntimo y personal, es la sinceridad de quien nos desnuda su alma.
San Agustín se hace querer; se desnuda ante el lector descubriéndole a este sus imperfecciones, sus más íntimos secretos y, sobre todo, sus pecados.
Desde Sócrates, todo buen poeta necesitado del reconocimiento de los "otros", es decir, todo poeta que aspiró a institucionalizar como conciencia colectiva universal su particular conciencia individual, aprendió que el primer paso que debía dar para conseguir sus propósitos era el de humillarse, autodespreciarse y negarse a sí mismo públicamente.
Si Sócrates se autodespreció "confesándose" como un ignorante que no sabía nada, San Agustín hizo lo propio reconociéndose como un ser imperfecto que vivía en el pecado.
El verbo de Sócrates, como el de San Agustín, es el verbo propio de los sofistas, el de quienes saben que para legitimar su verdad primero tienen que congraciarse y empatizar con "los otros"; es el verbo del político seductor que más que recogerse en su verdad busca, realmente, imponer su verdad.
No puede ser de otra manera, pues toda verdad auténtica, vivenciada y experienciada íntimamente y en silencio, por fuer se torna sofisma desde el mismo momento en que se hace verbo. Y esto es así porque el verbo es la antítesis del silencio en el recogimiento. El verbo es, en última instancia, un instrumento de dominio que, tras comunicar una verdad, pretende imponerla como absoluta y universal.
La verdad solo se comunica para poder ser legitimada y justificada ante los "otros", es decir, se verbaliza para poder imponerse a través del logos o la razón argumentada.
Así, lo que subyacía en la filosofía socrática, igual que en la justificación agustina de la verdad de Dios, era la intención prepotente y narcisista, disimulada y enmascarada a través del autodesprecio, de sustituir la verdad institucionalizada por una nueva verdad.
¿Y por qué las verdades de Sócrates y de San Agustín, que se justificaban a través del autodesprecio y la falsa humildad, tenían que ser más "buenas y justas" que las verdades del Dasein histórico que pretendían sustituir?
Ya lo dijimos: por una mera cuestión de números. Si la verdad, para ser institucionalizada y reconocida como única conciencia auténtica, necesita la aprobación de "los otros", dicha verdad deberá jsutificarse y legitimarse a través de argumentos de razón que logren empatizar con el mayor número posible de conciencias individuales.
Al poeta que está ebrio de narcisismo enmascarado, no le bastará con retirarse, cual ermitaño, a una solitaria montaña, en silencio y soledad, sino que predicará, con el verbo y desde el verbo, su verdad; necesitará confesarse y humillarse públicamente para que la cosmovisión que ha creado, a imagen y semejanza de su verdad experienciada y vivenciada personalmente, sea validada como única y supremacista verdad universal.
El filósofo Raimon Panikkar, como ya antes Heidegger y Wittgenstein, comprendió que la verdad experienciada que se institucionalizaba, por fuer devenía supremacista.
¿Cómo salvar dicha aporía? ¿Cómo poder vivir en y desde la verdad sin necesidad de que esta se torne dominante y señorialmente prepotente?
Del supremacismo al recogimiento interior
Cuando elegí a Heidegger, Wittgenstein y Panikkar para exponer mi tesis sobre las cosmovisiones poéticas, lo hice porque en estos pensadores existió un paralelismo entre sus respectivas orientaciones filosóficas y sus trayectorias personales. Todos ellos evolucionaron desde la aceptación o asunción de verdades supremacistas, institucionalizadas socialmente, hacia actitudes vitales de recogimiento en sus personales verdades experienciadas. Todos ellos, y parafraseando a Heidegger, mostraron una necesaria humildad ontológica.
Ni Sócrates ni San Agustín cuestionaron sus respectivas verdades. Sócrates bebió la cicuta en un acto sublime de autosacrificio por tal defender su verdad. De la misma manera, Jesucristo tuvo que morir en la cruz por su verdad, Hitler se suicidó en un búnker por su verdad y los yihadistas se autoinmolan, todavía hoy, en nombre de su verdad. La verdad supremacista siempre es prepotencia ontológica que exige sacrificios.
Ya lo hemos dicho: "todo poeta es, en esencia, un narcisista". Y, desde luego, bajo todo narcisista subyace la prepotencia de quien se erige en celoso defensor de la única y singular verdad de la conciencia de su yo individual.
La pregunta del millón sería:
¿Puede un poeta ebrio de narcisismo (seguro de su verdad) evolucionar desde la prepotencia ontológica hacia posicionamientos vitales de humildad ontológica?
¿Dicha evolución sería producto de una sincera convicción o tan solo sería fruto de la frustración?
Heidegger es considerado el filósofo del nacionalsocialismo, pero si tuviésemos que ser justos, y siguiendo a Santiago Navajas, deberíamos diferenciar entre nacionalsocialismo elitista (Heidegger) y nacionalsocialismo obrero (Hitler). Creo que tal diferenciación es pertinente, pues también podríamos referirnos a un marxismo elitista (Marx y Engels) y a un marxismo obrero (leninista-bolchevique). De hecho, creo que, desde la utópica "República" de Platón, las idealizadas cosmovisiones poéticas creadas por las élites intelectuales siempre han sido traicionadas por la realidad mundana.
Platón fue, quizás, el primer poeta creador de cosmovisiones utópicas que fracasó al intentar institucionalizar su verdad individual. Su visión idealista de lo que debería ser una república "buena y justa" no logró materializarse (hacerse real y operativa) en Siracusa. Platón fue el pimer poeta fracasado.
Yo creo, y es opinión personal, que Heidegger también se vio a sí mismo como un poeta fracasado tras la caída del nacionalsocialismo. El nacionalsocialismo operativo, es decir, el que se consumó a través de las decisiones y acciones de Hitler, seguramente no coincidió plenamente con el nacionalsocialismo idealizado que tenía Heidegger en mente. El provincianismo heideggeriano, que anhelaba el surgimiento de un dasein (nuevo tipo humano) que viviese auténticamente la existencia religado con el ser y la naturaleza, no podía contradecirse apelando a la humildad ontológica y, al tiempo, consumarse a través de la prepotencia ontológica.
Dicha contradicción, que se dio de facto en la realidad, sería, de nuevo en mi opinión, la que provocó en Heidegger una grave crisis (depresión con tendencias suicidas).
El retiro espiritual de Heidegger, en su cabaña de la Selva Negra, fue la cura que, sin duda, le permitió reconciliarse con su verdad íntima, experienciándola y vivenciándola en silencio y soledad.
Otro tanto podríamos decir del poeta fracasado que fue Wittgenstein, ferviente creyente en la verdad supremacista "buena y justa" del comunismo y que acabó, finalmente, prefiriendo los largos retiros en soledad en su cabaña de Noruega. Su archiconocida sentencia "de lo que no se puede hablar es mejor callar" constituye en sí misma toda una reivindicación de la verdad individual, vivenciada y experienciada en la conciencia del Yo; supone un retorno al narcisismo prepotente de Heráclito, el retorno a la verdad orgullosamente desnuda que no necesita del verbo para reconocerse como auténtica.
Y por último llegamos a Panikkar, un filósofo español que fue numerario del Opus Dei, para muchos una "obra" ebria de prepotencia ontológica y verdad supremacista.
Panikkar, sin renegar nunca de su paso por el Opus Dei (Heidegger también permaneció silente en lo concerniente a su relación con el nacionalsocialismo) decidió también vivir en soledad y, como Heidegger y Wittgenstein, se recogió en su morada de Tavertet, para vivir en soledad y en su verdad, alejado de los corruptos ciudadanos de Efeso.
Panikkar descubrió la manera de superar las prepotencias ontológicas que, por fuer, se mostraban celosamente supremacistas al defender como absoluta y universal una única verdad: se autoproclamó católico y budista. Panikkar entendió que la verdad vivenciada y experienciada, por fuer nacida desde una necesaria humildad ontológica, no podía ser verbalizada, es decir, no debía ser justificada a través de la razón, porque el objetivo último de la razón, ya desde tiempos de Sócrates, es imponer una verdad sobre otras verdades. Y eso por más que se disfrace bajo los disfraces de falsas humildades.
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