LA MUERTE DESDE LA VENTANA
Ya hace poco más de un año que perdí a un ser muy
querido (no quiero entrar en más detalles). Por primera vez sentí en carne viva
la fría y vacía realidad de la muerte. Hasta entonces yo solo había mirado a la
muerte de reojo, desde la ventana de mi cómoda existencia. Aunque ya había
perdido a otros seres queridos, abuelos, tíos, algún primo, e incluso a mi
padre a edad muy temprana, la muerte siempre fue benévola conmigo.
Curiosamente, todas las muertes que vivencié a través de la perdida de “los
otros” fueron rápidas, como jarros de agua fría que me echaban encima sin
avisar: infartos repentinos y fulminantes, muertes en el acto por accidente… Las amables muertes que conocí, mirando desde la ventana,
me golpeaban duro, me dejaban noqueado y me sumían en una melancólica tristeza
durante semanas o meses, pero me permitían rehacerme y seguir sumido en la
vacía cotidianidad de mi existencia.
Sin embargo, hace un año la muerte me enseñó, por
primera vez, su verdadero rostro, que no era otro sino el mío propio, el rostro
demacrado e indigente que habría de mostrar yo mismo en un futuro, ya no
demasiado lejano. Así, desde hace un año aproximadamente mi rutina cotidiana se
ha vuelto insoportable, y mucho me temo que yo también.
LA REALIDAD FUERA DE CASA
Salí de mi confortable morada del ser,
desde la que, hasta entonces, me permitía elucubrar vanidosamente sobre “el
bien y el mal”. Cerré la puerta de casa y me adentré en la aterradora oscuridad
donde se ocultaba la parca, en una pequeña habitación de un hospital del sistema sanitario público (Seguridad Social).Y fue en la más completa oscuridad de aquella pequeña habitación, paradójicamente, donde la muerte me mostró toda su pútrida desnudez con luminosa claridad. Nada, no había nada.
Por primera vez, la muerte me obligó a acompañar a un ser querido durante sus últimos días de vida. Fue una experiencia dolorosamente dura pero necesaria, ineludible, humana al cabo. Pero, sobre todo, fue una experiencia pedagógica y toda una lección de humildad.
Aquel ser que se enfrentaba a la muerte, un español entre
tantos, un hijo de la España profunda (una bestia con forma humana en el
parecer de algún capullo) todavía tuvo la lucidez, poco antes de morir, de regalarme
algunos retazos de sabiduría; de esa sabiduría popular que solo las buenas personas
poseen sin haber leído sesudos libros, sino simplemente viviendo y haciendo,
siendo honrados trabajadores y sacrificados padres de familia.
Hasta el último día de su existencia se preocupó aquella
alma bella por los suyos; hasta poco antes de agonizar encomendándose a Dios y
deseando reunirse con su hermano ya fallecido
(¡qué suerte poder morir con aquella paz!) tuvo tiempo de hacer gala de
su habitual sentido común:
- Mira, Herrgoldmundo, esa mujer está casi peor que yo – me contó
refiriéndose a su nueva compañera de habitación – pero el otro día les decía a sus
hijos que lamentaba mucho no poder estar con ellos en la manifestación (se
refería a una de las muchas convocadas por los procesistas).
- ¿Puedes creerlo, Herrgoldmundo? Se está muriendo y todavía
se preocupa por no poder estar en una manifestación. ¡Qué pocas luces!
¡Qué expresión más gloriosa, tan de pueblo, tan
nuestra y tan española! ¡Qué pocas luces!
Nos ha tocado vivir en una Cataluña sin luces, en una
Cataluña oscura y pútrida como la muerte. Y mientras, la vida, ajena a los deseos y
sueños esquizofrénicos de tanto tontiloco, sigue su curso, dura y exigente como
siempre, intentando esquivar a la de la guadaña como puede, ora retándole a una
partida de ajedrez ora escribiendo sinsorgadas en un patético blog.
DEP mi querido EDM
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