martes, 1 de abril de 2014

Democracia o de cómo engañar a las masas.

"El presunto igualitarismo y universalidad que toda cultura normativa cree poseer, puede conllevar a que bajo su nombre se justifiquen acciones políticas que bajo otro contexto no lo estarían".
(Gustavo Bueno).

La falacia de las mayorías. 

Este engaño, perpetrado por la mayoría de las democracias occidentales, seguramente sea el argumento erróneo más utilizado y generalizado en nuestras actuales sociedades, las cuales, como señala Gustavo Bueno, necesitan creerse garantes y defensoras de incuestionables principios igualitarios y universales para justificarse a sí mismas; para poder legitimarse en definitiva.
La falacia de las mayorías consiste básicamente en atribuir valor de bondad y justicia a aquellas ideas o conductas aprobadas por un mayor número de gentes. Se establece, de esta manera, una dictadura de la opinión (ya señalada por Platón frente a la amenaza sofista) a través de la cual se homogeniza el pensamiento para considerar aceptable (bueno y justo) todo aquello que sea democrático, es decir, todo lo que sea refrendado por la voluntad popular. Así, cualquier grupo, independientemente de su ideología, será aceptado socialmente si, previamente, acredita ser un buen y talantero demócrata; y ello a pesar de que sus ideas o aspiraciones pudiesen atentar contra irrenunciables principios de justicia o contra naturales referentes históricos-culturales.

No cabe duda de que nuestras actuales sociedades occidentales son el vivo ejemplo de democracias tomadas al asalto por los dictadores de la opinión; son sociedades secuestradas por los políticos sofistas que, valiéndose de la legitimidad otorgada a la falacia de las mayorías, no dudan en convertir la democracia en un medio a través del cual satisfacer los intereses de partido (parte de...).
Foucault vio sagazmente, en su obra "La verdad y las formas jurídicas", que el sofisma es, de hecho, la esencia misma del pensamiento racional occidental, cuya única finalidad es legitimar las aspiraciones de poder de los diferentes grupos oligárquicos. Pero, por supuesto, dentro de obligados marcos democráticos.

Moral no es lo mismo que bueno.

Decía Zubiri que toda acción humana es inevitablemente moral, es decir, siempre justificamos nuestras elecciones de entre la multitud de posibilidades que nos ofrecen las circunstancias, en base a criterios de bondad y justicia.
Zubiri sostenía que nadie es ni puede ser amoral, pues todo ser humano, a través del acto de elección que conlleva el ex-sistere, está llevando a cabo paralelamente una justificación del mismo.
El problema radica, por tanto, en consensuar o normativizar socialmente qué es lo que podemos aceptar como legítimamente bueno y justo. Me explico: cuando un psicópata asesina a otro ser humano no lo hace porque él mismo sea amoral, sino porque su propia moral le permite justificar su crimen. ¿Cómo lo justifica? Muy sencillo: en base a principios de placer y de poder que él considera buenos.
El psicópata mata, primero, porque ello le produce un inexplicable e irracional placer y, segundo, porque puede, en tanto su moral le permite poder hacerlo.
Recuerdo, al respecto, que cuando un fiscal le preguntó a un oficial nazi (durante los juicios de Núremberg) por qué mataba judíos, la respuesta de éste fue un lacónico y breve porque podía.

Está claro que a los herederos de la moral judeocristiana, que hemos sido educados sobre las bases de unas creencias que defienden determinados valores de bondad y justicia, nos resulta imposible aceptar las justificaciones de psicópatas, nazis o stalinistas, dispuestos a justificar las muertes de otros seres humanos por tal de legitimar sus apetitos más irracionales, ya sean estos inexplicablemente placenteros como los del psicópata o producto de ensoñaciones de utópicos suprematismos.

Legitimar lo bueno.

Legitimar lo bueno será tanto como decidir qué es lo bueno, pero no aquello que pudiera ser bueno para un grupo reducido de visionarios o aislados iluminados (visión particular), sino que habrá de serlo para la generalidad de los seres humanos (visión universal). Para ello será necesario y obligado establecer un imperativo categórico ético-moral válido para todo el conjunto de la humanidad.
Kant, precisamente todo humanidad él, se ofreció voluntario para darnos la solución a problema tan transcendental, y dictaminó, a través de la razón, que ningún ser humano debe convertir a otro en un medio sacrificable que le permita la consecución de sus propios fines.

¿Cómo engañar a Kant?

El imperativo categórico de Kant se nos antoja inapelable, justo y, desde luego, henchido de universalidad, razón por la cual los otrora particularistas y defensores de utópicos suprematismos han de andarse con ojo; han de tener cuidado de no ser descubiertos, cuales vulgares felones, si desean violar tan sacro principio ético-moral. La humanidad ha aprendido de sus errores, y haciendo suyas las bases contenidas en "La paz perpetua" (de nuevo Kant) establece organismos internacionales (ONU) encargados de velar por el cumplimiento y la salvaguarda del que todavía, hoy, es un imperativo moral, repito, incuestionable.
¡Ah, pero el ser humano es incorregible! No puede evitar anteponer ancestrales imperativos vitales vs los civilizados imperativos morales que siguen aceptándose en la generalidad de las sociedades occidentales (hasta que a Rusia se le hinchen los webs, por cierto).
El nuevo objetivo de quienes añoran suprematismos o delirantes ensoñaciones será el de lograr engañar a Kant, pero de tal manera que su engaño pase por bueno, es decir, que aparezca legitimado ante los celosos guardianes del orden y la moral judeocristiana, kantiana a la postre.
Sabedores de que la verdad es relativa, quienes tienen sed y hambre de voluntad de poder, solo necesitan establecer nuevas verdades para aspirar a la consecución de sus deseos, pero poniendo mucho cuidado en legitimar dichos deseos otorgándoles carácter universal, es decir, otorgándoles obligada validez democrática.

¿Cómo legitimar deseos de poder?

Pues a través de la política. ¿Cómo si no?
Ya no vale enarbolar una pistola y vociferar un enérgico e irracional ¡siéntense, coño!, ahora hay que engañar con sutileza a las masas, de tal forma que ellas se crean libres y dueñas de sus destinos, cuando en realidad solo serán y desearán aquello que decidan que sean y deseen los diferentes grupos establecidos en los órganos de poder.

Vamos a legitimar mentiras:

Primer paso: recurrir a la falacia de las mayorías, argumentando que algo que es deseado por un gran número de gente es, necesariamente, bueno y justo. He aquí un primer engaño propio de sofistas de la política.

Segundo paso: reivindicar la democracia como único medio legítimo para poder engañar a las masas, es decir, para convencer al pueblo de que lo que ha deseado una minoría oligárquica es en realidad lo que decide y desea la ciudadanía.

Tercer paso: recurrir a la falacia del cambio, la cual postula que cambiar siempre es bueno, argumentando que el cambio, en sí mismo, es progreso. Se hará necesario, por tanto, negar lo actual y tradicional, acusándolo de caduco, retrógrado, dictatorial, etc... cuando en realidad se está estableciendo, como sagazmente observara Platón, una dictadura de opinión.

Cuarto paso: crear una voluntad popular mayoritaria.
Una vez se ha aceptado que lo bueno es aquello reconocido como tal por las mayorías, y aceptado que la democracia sea la única vía para arribar a cambios buenos, se hace necesario crear también una nueva verdad que será adoctrinada desde la cuna; será necesario crear y moldear las voluntades populares.
Ahora todo valdrá, desde tergiversar la historia (la realidad) hasta reinventarla, y todo para poder convencer a las masas de una nueva verdad en la medida que éstas seas desconvencidas de las verdades tradicionales; en la medida que los ciudadanos sean despojados y desarraigados de sus referentes histórico-culturales comunes que, al contrario que las "verdades" inventadas, sí tuvieron una trayectoria real en la historia.

Epílogo

Quien quiera obligarse a ver, entenderá qué tiene que ver el engaño moral que perpetran los sofistas de la política con las falacias de las mayorías y las falacias del cambio; comprenderá qué tiene que ver la manipulación y el adoctrinamiento de las masas para legitimar las voluntades populares.
El que quiera ver entenderá, en definitiva, cómo ha sido posible el gran engaño del independentismo catalán.
Y para quienes no quieran ver, pues eso, que sigan enarbolando pancartas y banderas, que sigan vociferando y apelando a un engaño institucionalizado y legitimado de forma tan bastarda.

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