Si en España ha habido un escritor polémico y visceral, pero sobre todo un atormentado hombre de carne y hueso, ése ha sido Miguel de Unamuno.
Unamuno, que se confesó español por los cuatro costados, sin renegar jamás de sus orígenes vascos, pudo haber sido un gran filósofo, quizás incluso de mayor prestigio que el "creativo" Ortega o el disciplinado y laborioso Zubiri. Pero Unamuno no pudo dedicarse a hacer filosofía con mayúsculas; filosofía académica de la que tanto gustan los barberos, curas y bachilleres de las Españas, porque
a Unamuno solo le interesaba, como el buen Quijote que era, los transcendens de la existencia: alma, espíritu, Dios, consciencia subjetiva, patria...
Y Unamuno se interesó por lo etéreo del ex-sistere porque le dolía la vida, el alma entera y todo su subjetivo y particular yo, no porque creyese en la perversa trampa moral de querer el conocimiento por el conocimiento. Desde luego no fueron hombres de carne y hueso quienes endiosaron y encumbraron la Razón a expensas de la vida, ni quienes decidieron refugiarse en virtuales mundos ideales antes que afrontar las adversidades de las circunstancias terrenales. No, esos ya no eran hombres, sino humanos; humanos civilizados y domesticados que nada querían saber del dolor ni de los sinsabores de la existencia.
Pero allí estuvo Unamuno, pluma en ristre, para demostrar al mundo, pero sobre todo a los timoratos españoles empeñados en renegar de sí mismos, que sin dolor no hay ser; allí estuvo obcecado en la difícil y noble tarea de ofrecerse en sacrificio a todos sus lectores; ofreciéndose a sí mismo y a su inseparable y sanchopancesco dolor, fiel compañero de fatigas.
¿Pero qué le dolía al iracundo y siempre irascible Unamuno? ¿Le dolía Dios? ¿Le dolía España?
Quizás le dolía TODO, es decir, le dolía la vida misma; ese sentimiento trágico que, en sus propias palabras, se generaba en los hombres por el hecho de ser estos conscientes de lo efímero de la existencia; conscientes de su condición de mortales.
A Unamuno se le podría echar en cara que nunca fuese un auténtico y ferviente defensor de causa alguna que no fuese la suya propia: la de su propio yo.Unamuno, que se confesó español por los cuatro costados, sin renegar jamás de sus orígenes vascos, pudo haber sido un gran filósofo, quizás incluso de mayor prestigio que el "creativo" Ortega o el disciplinado y laborioso Zubiri. Pero Unamuno no pudo dedicarse a hacer filosofía con mayúsculas; filosofía académica de la que tanto gustan los barberos, curas y bachilleres de las Españas, porque
a Unamuno solo le interesaba, como el buen Quijote que era, los transcendens de la existencia: alma, espíritu, Dios, consciencia subjetiva, patria...
Y Unamuno se interesó por lo etéreo del ex-sistere porque le dolía la vida, el alma entera y todo su subjetivo y particular yo, no porque creyese en la perversa trampa moral de querer el conocimiento por el conocimiento. Desde luego no fueron hombres de carne y hueso quienes endiosaron y encumbraron la Razón a expensas de la vida, ni quienes decidieron refugiarse en virtuales mundos ideales antes que afrontar las adversidades de las circunstancias terrenales. No, esos ya no eran hombres, sino humanos; humanos civilizados y domesticados que nada querían saber del dolor ni de los sinsabores de la existencia.
Pero allí estuvo Unamuno, pluma en ristre, para demostrar al mundo, pero sobre todo a los timoratos españoles empeñados en renegar de sí mismos, que sin dolor no hay ser; allí estuvo obcecado en la difícil y noble tarea de ofrecerse en sacrificio a todos sus lectores; ofreciéndose a sí mismo y a su inseparable y sanchopancesco dolor, fiel compañero de fatigas.
¿Pero qué le dolía al iracundo y siempre irascible Unamuno? ¿Le dolía Dios? ¿Le dolía España?
Quizás le dolía TODO, es decir, le dolía la vida misma; ese sentimiento trágico que, en sus propias palabras, se generaba en los hombres por el hecho de ser estos conscientes de lo efímero de la existencia; conscientes de su condición de mortales.
¿Era creyente Unamuno? ¿Acaso fue un verdadero patriota?
Cuando a Unamuno le dolía Dios era porque, realmente, se veía incapaz de creer ciegamente en él y en su promesa de vida eterna. Cuando le dolía España era también, precisamente, porque sabía que el otrora sugestivo proyecto de vida en común no era más que una amalgama de particularismos enfrentados entre sí que difícilmente podrían aspirar a un destino universal.
Mucho se ha debatido sobre la “religiosidad” de Unamuno, sobre si fue o no un verdadero creyente, pero poco se ha cuestionado su “supuesto” patriotismo, en ocasiones magnificado con grandes dosis de épica grandilocuente. Conocidas fueron sus llamadas a salvar la juventud española o el lastimero dolor que manifestaba sentir por España, pero ¿de verdad fue tan patriota?
Yo creo, personalmente, que Unamuno ni fue un ferviente creyente ni, por tanto, pudo llegar a ser un verdadero patriota. Me explico:
¿De verdad podía sentir dolor por algo alieno a sí mismo quien estuvo tan egocéntricamente centrado, inmerso y preocupado, en la subjetividad de un atormentado yo que, por encima de todo y sobre todo, ansiaba la inmortalidad?
Sospecho que a Unamuno, como al buen depresivo que sin duda era, le dolía todo de puro nihilista que se sabía; por ser un hombre atormentado ante la idea de que la NADA fuese la única respuesta a su anhelo de tener garantizada la perdurabilidad de su ser. Ni el positivismo científico, pero tampoco la filosofía ni la teología podían mitigar su "trágico sentimiento de vivir". Por eso Unamuno creó nivolas; por eso fue más poeta que filósofo.
El dolor de Dios: sin embargo, y a pesar de lo anteriormente expuesto, Unamuno necesitaba creer en Dios, aunque en su fuero más interno fuese consciente de tan vano y pueril sentimentalismo.
Pero Unamuno no necesitaba al aséptico Dios arquitecto (ente supremum) al que recurrieron los ilustrados por tal de explicar la génesis del universo, de la vida en definitiva. ¿Para qué le podía servir a él el deísmo de aquellos personajillos racionales empeñados en igualar Dios y Naturaleza? ¿Acaso el Dios relojero y arquitecto del universo podía garantizarle la vida después de la muerte? No, claro que no. ¿Y el Dios cristiano, resucitador de muertos y garante de vida eterna, le serviría?
Tampoco, porque ¿qué es eso que se dice en las Sagradas Escrituras de que en la nueva vida, tras la resurrección, alcanzaremos la perfección del alma, sin cuerpos corruptos, sin penas ni sufrimientoss? ¿Acaso esa nueva vida postmorten significaría una desaparición de la memoria consciente, del yo único y particular de cada individuo?
En realidad, Unamuno hizo suya la máxima de Spinoza: "Lo propio y característico del ser es perdurar en el tiempo" (parafraseo). Y fue a través de Spinoza que Unamuno comprendió y sintió qué era el dolor de Dios (ver "Del Sentimiento Trágico de la Vida").
Savater, para demostrar el ateísmo de Unamuno, esgrimió, precisamente, el argumento del miedo a la muerte que tenía el maestro de Salamanca; miedo a dejar de ser él mismo, de perder su consciencia y la memoria de su singular y subjetivo yo. El buen cristiano, argumentaba Savater, no temería a la muerte, pues la aceptaría en la creencia de que era el paso a una vida eterna junto al creador. Entonces, añado yo, no existe ningún buen cristiano, ya que, el que más y el que menos, tiene miedo a la nada, a dejar de ser, a morir... ¿Diréis que no?
Y es que ser cristiano, y es opinión personal del que suscribe, significa, en el fondo, ser un poeta, un amante de la poesía y un estúpido afectivo dispuesto, cual Solón, a llorar por las pérdidas más queridas, aunque de nada sirvan los plañideros llantos. De hecho, el propio Unamuno consideraba la filosofía como una suerte de poesía, porque solo la poesía puede ser promesa de vida, en tanto que solo la poesía consigue romper las barreras del rígido y frío racionalismo nihilista. También dijo un gran hombre, asesinado precisamente por ser el mejor de entre sus iguales: "Es necesario anteponer la poesía que promete frente a la que destruye". Y es que la poesía mal entendida y peor utilizada puede ser un arma letal en manos de negadores de la vida y de la misma esencia del hombre.
Creo, por tanto, que, en tanto que autoproclamado poeta, no podemos considerar a Unamuno como un ateo al uso; no, al menos como uno de esos ateos rebeldes, amantes del materialismo cientifista, siempre obcecados en matar dioses etéreos y celestiales para mejor legitimar y adorar a sus dioses hechos de barro y podredumbre racional.
Unamuno, por tanto, y he aquí mi conclusión al respecto, fue un poeta agnóstico, un ser espiritual sumido en la angustia existencial y enfrentado a sí mismo en eternas contradicciones que jamás pudo conciliar hasta el día de su muerte.
El dolor de España: más conocida en nuestra eterna España invertebrada es la queja reiterada que solía manifestar Unamuno respecto a la preocupación que sentía por su madre patria, por la difícil situación que atravesaba España en los albores del 36 y que habría de desembocar en una cruenta y fratricida guerra civil.
Unamuno no fue un particularista ni estaba de acuerdo con las reivindicaciones de los nacionalistas periféricos. De hecho, consideraba absurdo que los eternos descontentos siguieran prefiriendo "la espingarda al máuser" (ver aquí). Unamuno se sentía orgulloso de ser vasco y español, liberal y republicano, pero en absoluto era un tontiloco, como él bautizara a Arana y Macià.
¿Pero fue también un ferviente patriota?
En su "Del sentimiento trágico de la vida" Unamuno dejó escrito:
"Ni a un hombre, ni a un pueblo- que es, en cierto sentido, un hombre también- se le puede exigir un cambio que rompa la unidad y la continuidad de su persona. Se le puede cambiar mucho, hasta por completo casi; pero dentro de continuidad.
Sin duda, Unamuno defendió la unidad de España, pero respetando su pluralidad y haciendo hincapié en lo que de común tenían todos sus pueblos. También, en momentos graves en los que el nacionalismo periférico se mostró más beligerante, Unamuno instó a salvar la juventud española; salvarla de los tontilocos, sí, pero también de los poetas de la destrucción que negaban el legado histórico-cultural y religioso de España. Sí, porque Unamuno quizás no fuese un ferviente creyente, ni tampoco un patriota con la gallardía y el brío del joven José Antonio, pero sí era un intelectual respetuoso con la tradición; era un poeta que necesitaba de poesía prometedora, necesitaba poesía de vida, poesía de carne y hueso, en definitiva, que pudiera dar a los hombres esperanzas alejándoles del nihilismo existencial.
Unamuno pudo parecerle muy cercano al gran patriota que fue José Antonio (ver aquí encuentro entre ambos), pero el dolor que Unamuno sentía por España era el dolor del poeta, no el del guerrero dispuesto a dar su vida por causa alguna. ¿Cómo habría de estar dispuesto Unamuno a dar su vida por España sin la certeza de vida tras la muerte? ¿Qué sentido podía tener defender ninguna causa sin Dios? Dijo Unamuno, y dijo bien, que los hombres se tornaron cobardes al dejar de creer en Dios, y que disfrazaron la cobardía ante el miedo a la nada, a la muerte del ser, con la palabra pacifismo.
Conclusiones:
Los dolores de Unamuno respecto a Dios y a España pudieron ser reales; pero sin que de ellos pueda concluirse que Unamuno fuese verdadero creyente o patriota, ya que "sus dolores" eran provocados por un querer y no poder creer.
Por otro lado, la personalidad en exceso narcisista de Unamuno necesitaba del conflicto y la disputa («¡Y Dios no te dé paz y sí gloria!) porque Unamuno se crecía en las lides dialécticas, seguro de su superioridad moral e intelectual; y nunca, en el fondo de su atormentado ser, deseó hallar la paz, pues creía, de hecho, que la existencia consistía precisamente en una pugna constante en busca de Glorias imposibles.
Los seres eternamente en pugna consigo mismo, sumidos en la angustia vital, no pueden comprometerse con nada ni con nadie salvo con ellos mismos; podrán polemizar y contradecirse mientras juegan en la comedia de la vida, ora como creativos dioses literatos ora como fervientes patriotas, pero no podrán creer de verdad, no, al menos, como los fervientes dogmáticos o los espíritus más inocentes y puros.
Dijo Albert Camus que la filosofía era la manera de vencer al suicidio, y seguramente por ese motivo, y no otro, Unamuno filosofó e hizo poesía, para escapar de las garras de Thanatos y aferrarse con uñas y dientes, a través de su obra, a la vida.
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