lunes, 17 de marzo de 2014

Democracia, ese imposible ideal.

Hemos necesitado una grave crisis para que una importante parte de la ciudadanía despierte de su largo letargo invernal; hemos necesitado perder aquello que creíamos poseer por derecho propio, ese maná que caía del cielo en forma de sempiterno Estado de bienestar, para darnos cuenta de que somos los nuevos esclavos en un sistema donde los actuales señores (contubernio política-Banca) siguen ejerciendo pretéritos derechos de pernada y reclamando ignominiosos diezmos a las sumisas y resignadas masas.
Y ello es debido a que todavía quedan demasiados hombres-masa que se niegan a aceptar su condición de ciudadanos; todavía queda demasiado ganado cebado con pienso adoctrinador que solo muge o bala para reclamar, llorar y pedir su ración de pienso; todavía quedan demasiados individuos incapaces de hacer y de crear, incapaces de sacrificarse y de esforzarse para poder ser.
Es más fácil que sigamos exigiéndoles a nuestros granjeros que llenen de comida nuestros pesebres, mal que sea con sobras o despojos malolientes; sigue siendo más fácil escenificar y dramatizar nuestra ira y nuestras frustraciones a través de manifestaciones y vanos actos de protesta. Preferimos cualquier acto de "lucha" reivindicativa, como llamamos eufemísticamente a las estériles acciones destinadas a alimentar nuestros egos y calmar nuestras conciencias, antes que mejorarnos, primero, a nosotros mismos por tal de devenir auténticos ciudadanos.

Democracia y ciudadanía.

A muchos de los que se les llena la boca con la palabra democracia se les olvida, o simplemente ignoran, que solo una sociedad de ciudadanos libres puede aspirar a ser verdaderamente democrática. A otros, sospechando que, efectivamente, no puede haber democracia sin ciudadanía, no se les ocurre mejor trampa vital (perversión dialéctica) que la de autoproclamarse ciudadanos, así, por las bravas y porque ellos lo valen.
La falacia nominalista, consistente en definir conceptos o establecer calificaciones en base a lo que se desea ser o parecer (deseos irracionales), está muy generalizada entre quienes se autoproclaman ciudadanos tan solo por tal de legitimar sus Derechos, pero ¡ay!, ignorando el cumplimiento de sus deberes y obligaciones.
Todos sabemos que la democracia tuvo su origen en Grecia, en aquella lejana civilización helénica, cuna de Occidente, donde los ciudadanos libres eran dueños de sus destinos. Pero muchos olvidan, o no saben, que la democracia griega no tenía carácter universal: no todos los habitantes de una polis eran considerados ciudadanos, ergo no todos tenían los mismos derechos. Y es que el ciudadano griego, además del derecho a decidir, tenía también la obligación de servir y de ser celoso en la salvaguarda de su patria (polis).
El mismo Rousseau, al que pienso que muchos han leído en vano o, sencillamente, han tergiversado interesadamente, dejó escrito en su "Emilio":

Pero no te retraiga, querido Emilio, tan suave vida de obligaciones penosas, si alguna vez te las imponen: acuérdate de que los romanos abandonaban el arado por la toga consular. Si te llama el príncipe o el Estado al servicio de la patria, déjalo todo para ir a desempeñar, en el puesto que te señalen, el honroso papel de ciudadano."

Rousseau equiparaba la voluntad general con el deseo de buscar el bien común, pues las voluntades particulares solo buscarían bienes particularistas. Así, el filósofo francés creyó, como los romanos, que los auténticos ciudadanos lo eran en tanto estos se sentían obligados a desempeñar determinados deberes y obligaciones. Solo siendo un auténtico ciudadano se podía ser un hombre libre.
Pero a pesar de que en su "Emilio" Rousseau se refiere a Roma, las ideas para la creación de un Estado ideal, con auténticos ciudadanos, las extrajo de Licurgo (legislador espartano).
Licurgo sostenía que había que subordinar todos los intereses privados al bien público, estructurando la vida social sobre un modelo de vida militar; la educación de los jóvenes se encomendaba al Estado y era obligada la sobriedad (estoicismo) en la vida privada.
Al politólogo Pablo Ney Ferreira no le pasó inadvertida semejante contradicción paradójica: ¿Cómo fue posible que un defensor de las libertades individuales e ideólogo de la Revolución Francesa sintiese tanta admiración por el sistema espartano, un sistema denostado por el liberalismo moderno? Ver "Rousseau y el republicanismo antiguo" de Ney Ferreira.

Tampoco a mí, sin pretender pasar por el docto Ferreira, se me pasó por alto otra aparente contradicción en el discurso de Rousseau: ¿Cómo fue posible que un ilustre intelectual que enunciara que "es contrario a las leyes de la naturaleza, como quiera que se definan, que un imbécil guíe a un hombre sabio" acabase delegando tan irresponsablemente el destino de una comunidad, polis o nación, en el dictamen de la voluntad popular?

Libertad individual vs bien común.

El hecho de que Rousseau parezca paradójico o contradictorio se debe, a mi entender, a que las sociedades actuales (ebrias de trasnochadas ideologías del todo "blanco o negro", de "derechas o de izquierdas") todavía no han sabido reconciliar los dos pilares básicos de todo sistema que aspire a ser auténticamente democrático: garantizar las libertades individuales y preservar el bien común.
El verdadero ciudadano tiene que ser auténticamente libre para poder desempeñar su propio proyecto vital, pero no puede eludir la responsabilidad de cumplir con sus deberes y obligaciones hacia la comunidad a la que pertenece.
Sostiene Peter Sloterdijk que las dos grandes ideologías en pugna (verticalidad vs horizontalidad) siguen en su empeño por adoctrinar, es decir, siguen obstinadas en controlar las granjas-escuelas que habrán de proporcionales sucesivas generaciones de ganado sumiso, hombres-masa incapaces de conducirse como responsables ciudadanos.
 Solo los auténticos CIUDADANOS (insisto en el término) se comprometerán, no sólo en la defensa de sus derechos sino también en la aceptación de sus deberes y obligaciones.
La verdadera democracia, la auténtica, es aquélla en la que los ciudadanos tienen un papel activo y comprometido para defender las libertades individuales, garantizar la igualdad de oportunidades, la justicia (principios liberales) pero también en la que los mismos ciudadanos preservan el bien común y se sienten responsables de la salvaguarda de una herencia histórico-cultural, espiritual e identitaria común.
Cuando un país carece de ciudadanía responsable, es decir, cuando no existen individuos que sienten apego hacia sus raíces histórico-culturales y/o espirituales; individuos que no sienten la imperiosa necesidad de defender y preservar el legado de sus mayores. En ese país, decía, no puede haber democracia, no auténtica democracia.

¿Cómo ser auténtico ciudadano y lograr una auténtica democracia?

Pablo Ney Ferreira, intentando superar el dualismo aparentemente irreconciliable entre libertad individual y bien común, abogó por un nuevo sistema social que dio en llamar liberal-comunista. ¡Será por etiquetas!
Pero ya antes, en España, el filósofo Ortega y Gasset abogó por la necesidad de superar la hemiplejia moral de ser "de izquierdas o de derechas", proponiendo la creatividad como opción a la imposición de las falsas ilusiones de alternativas propuestas por trasnochadas ideologías. También Falange Española buscó una conciliación entre libertad individual y bien común, pero no pudo evitar pecar de los mismos defectos adoctrinadores que otros suprematismos ideológicos, como el comunismo (queda pendiente un análisis crítico de los 27 puntos).
En mi opinión, en absoluto fatalista sino crudamente realista, es imposible articular un sistema auténticamente democrático en sociedades complejas y con un número importante de habitantes.
No recuerdo si fue Alexis de Tocqueville, aunque el nombre del autor no es relevante para sopesar la veracidad de lo que expondré, quien argumentó que la democracia solo era posible en pequeñas comunidades donde poder vertebrar un sistema de consejos y asambleas que permitieran la participación directa de la ciudadanía. De hecho, sí fue Tocqueville quien nos alertó de los peligros de las democracias convertidas en sistemas que legitimaran despotismos más o menos encubiertos, como el que, sin ir más lejos, practica nuestra inmoral partitocracia.
Y nuestro olvidado filósofo Gonzalo Fernández de la Mora, estigmatizado por ser ministro de Franco, dijo crudas verdades que muchos han aprovechado para denostarlo. Decía de la Mora que en cualquier democracia, por mucho que se autodenominara así por tal de legitimarse ante los ojos de la ciudadanía, siempre era un grupo reducido de hombres (elite oligárquica) quien decidía los destinos de los pueblos. Yo aún digo más: las oligarquías son, además, las creadoras de las voluntades populares, las encargadas, manipulación adoctrinadora y pedagógica mediante, de hacer desear a las masas aquello que la misma oligarquía desea.
Así pues, expuestas las debilidades de un sistema, excesivamente idealizado per se, y comprobado que la ciudadanía no es tal, sino masa sumisa y resignada en su mayoría, no cabe albergar demasiadas esperanzas en la consecución de un sistema auténticamente democrático.
Sin embargo, sí podemos acercarnos a un ideal democrático. De hecho, la vida es una constante lucha o quehacer cotidiano por alcanzar lejanos ideales.
La única manera de hacer más democráticas nuestras sociedades es luchando y trabajando, pero no gritando y vociferando al ritmo de cacerolas y pancartas, sino instándonos a ser mejores nosotros mismos. Cuantos más hombres y mujeres se formen y se obliguen a querer saber y conocer; cuantos más se obliguen a someter a crítica la verdad establecida, más ciudadanos de verdad existirán y cuanto más ciudadanos responsables y auténticos tengamos, más cerca estaremos de poder articular una democracia respetuosa con las libertades individuales, pero también defensora del bien común.


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