martes, 4 de marzo de 2014

"Niebla", de Miguel de Unamuno.

Que unas diminutas lágrimas furtivas recorran nuestras mejillas es la mínina manifestación fisiológica que puede ocurrirnos tras la sacudida en el alma que provoca leer Niebla, la obra cumbre del maestro Unamuno, quien en la citada novela se reivindica solemnemente español ante Augusto Pérez, su personaje de ficción:

¡Pues sí, soy español!, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo, y el españolismo es mi religión, y el cielo en que quiero creer es una España celestial y eterna y mi Dios un Dios español, el de Nuestro Señor Don Quijote, un Dios que piensa en español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su verbo fue verbo español.

¡Qué magnífica y épica grandilocuencia, tan quijotesca, la de este maravilloso y enérgico alegato!
¡Qué proclama tan dolorosamente española!
No es de extrañar que José Antonio, capaz de encerrar ese mismo apasionado sentimiento patrio en una frase más lacónica y breve ("ser español es una de las pocas cosas serias que se pueden ser en el mundo") considerara a Unamuno un maestro y un ejemplo a seguir para la juventud española de otrora. Pero ahora no tocará comentar esta anecdótica pincelada de "españolidad", pues es imperativo, ante esta gran obra, reflexionar sobre la vida y la muerte.
Obsérvese, en el párrafo anterior, que Unamuno escribe el cielo en que quiero creer, que no el cielo en el que creo. He ahí la gran tragedia unamuniana en toda su desnudez: ser incapaz de creer a pesar de querer creer; he ahí la angustia, tan característica de la mística española, del vivir sin vivir en mí (Santa Teresa de Jesús).
¿Y en qué quería creer Unamuno?
Pues ni más ni menos que en la inmortalidad de su "yo", que en absoluto es lo mismo que desear la inmortalidad del alma. Unamuno quería creer que, tras la muerte física de su cuerpo, siguiese viva su consciencia, es decir, su memoria con todos sus recuerdos, y su personalidad con todos sus defectos y sus virtudes; quería creer, en definitiva, en la pervivencia de su singular y único "yo". De nada le servían a Unamuno las promesas de vida eterna, ya fuere reencarnándose en un animal o transformándose en energía cósmica. ¿Para qué habría de querer, por otra parte, ser eternamente feliz en un paraíso donde desaparecerían todas sus imperfecciones? No, él quería seguir siendo él mismo, y de nada le servían las promesas de vida eterna (perdurar en el tiempo) si no había garantía ninguna de que su "yo " siguiese siendo hasta el fin de los tiempos. Este querer y no poder creer constituyó lo que Unamuno mismo definiría como sentimiento trágico de vivir.

"Niebla" fue hija de ese sentimiento trágico de vivir tan característico de Unamuno; fue una obra nacida de la imperiosa necesidad de Don Miguel por exorcizar su angustia existencial y para, en definitiva, purificar su alma atormentada. Unamuno supo que la vida es una comedia, una gran obra de teatro donde cada mortal interpreta un papel, acaso escrito o soñado por un Dios Todopoderoso, acaso soñado por nosotros mismos, tanto daba en su parecer. En cualquier caso, la gran obra que es la vida, escrita por un Dios soñador de destinos o por simples mortales que sueñan con la eternidad, siempre y necesariamente, ha de culminar con la muerte de todos y cada uno de los actores que en ella intervienen.
Bien pudo Unamuno, como hiciera Bergman en su magnífica "El Séptimo Sello", convertir a Augusto Pérez en un taimado jugador de ajedrez capaz de "engañar a la muerte"; bien pudo Unamuno haber convertido a su personaje en un caballero capaz de prolongar con argucias ajedrecísticas el tiempo de su existencia. Augusto Pérez hubiese podido disfrutar del juego, de la comedia que es la vida, intentando huir de su trágico destino. Pero Augusto Pérez, en tanto que sufridor, no era un dilatador de tempos como el personaje de Bergman; no era un escapista, sino un buscador de esencias: era un Quijote a la española.
Augusto Pérez no podía jugar la partida de la vida como el huidizo Antonius Block, intentando engañar a su destino último, sino que el españolísimo Augusto (alter ego de Unamuno) se obligó, atormentado y lanza en ristre, a acometer contra su propio destino; se obligó a hallar la verdad última; a hallar la respuesta del sentido de su ser. Y hete aquí que, yendo en busca de tan humana y vital verdad, Augusto Pérez se topó con su creador: Miguel de Unamuno, haciendo éste las veces de Dios Todopoderoso.
Y será al encontrarse Augusto con Unamuno cuando tendrán lugar los sabrosones diálogos finales entre la criatura (ente de ficción) y su creador literario.

Para cuando lleguemos a este transcendental final, ya habremos leído gran parte de "Niebla", un ejercicio previo y necesario para poder adentrarnos, poco a poco, y a través de obligada lectura pausada, en los entresijos psicológicos y las dudas y flaquezas de Augusto. Porque será solo cuando conozcamos a Augusto cuando podremos empatizar con su triste y trágico destino; será, cuando nos identifiquemos con el sufrimiento de Augusto, cuando estaremos preparados para proyectarnos en su personaje y podremos sentir en carne viva, como él, la tragedia de la muerte. Podremos, entonces, sentir la angustia que provoca ser conscientes de que el día menos pensado desaparecera nuestro singular y particular yo.
Augusto, padeciendo del sentimiento trágico de vivir, visitará al escritor Unamuno en busca de consejo, en busca de la verdad. Y Unamuno, entonces, le revelará que él (Augusto) es tan solo un ente de ficción creado por su fantasía, y que su muerte ya estaba escrita, pues así lo exigía el guión de la comedia soñada (imaginada) por su creador (Unamuno).
Pero Augusto no se resistirá a morir y se enfrentará a un soberbio creador que en absoluto le dará esperanzas de vida eterna, sino que, muy al contrario, le hará sentir la náusea de la nada.
Así, a través de la sentencia de muerte que dicta a su personaje Augusto, el Unamuno creador acabará identificándose con su ente de ficción y con el trágico destino final del mismo; acabará reconociéndose él mismo como mortal,  y será consciente de que también su muerte, soñada quizás por Dios, será una realidad futura.
Unamuno culmina su magnífica catarsis literaria con una sincera confesión:

Yo soñé luego que me moría, y en el momento mismo que soñaba dar el último respiro me desperté con cierta opresión en el pecho.

Unamuno confesará así, implícitamente, que en realidad él era Augusto Pérez y que el atormentado Augusto Pérez era Unamuno.

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